Se celebra hoy la memoria del inaudito prodigio y don concedido por Dios a San Francisco en el monte de laVerna. Los Estigmas son el sello divino de aquel empeño de imitación de Cristo que él buscaba con todas sus fuerzas desde el día de su conversión. Dios lo presenta al mundo como ejemplo de vida cristiana, como invitación a seguir el Evangelio. Francisco tenía a Cristo en el corazón, en los miembros y en los labios, y Cristo le imprimió el último sello también en sus miembros.
Era la madrugada del 14 de septiembre de 1224, fiesta de la Exaltación de la Cruz, y San Francisco oraba con un ímpetu nuevo: “Oh Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido que me hagas antes de que muera: la primera, sentir en mi alma y en mi cuerpo cuanto es posible el dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, sentir en mi corazón cuanto es posible, aquel extraordinario amor del cual tú, Hijo de Dios, estabas inflamado hasta soportar gustoso una pasión tan grande por nosotros pecadores”.
Desde la profundidad del cielo deslumbrante, San Francisco vio venir un Serafín con seis alas de llamas: dos que iban unidas a su cabeza, dos cubrían todo su cuerpo, y dos se abrían para volar. En aquel Serafín alado destellaba la felicidad de ver al Señor y el dolor de verlo crucificado, un admirable ardor devoró su alma e invadió su cuerpo, quedando con dolorosas heridas en los pies, las manos, el costado, mientras una voz le decía: “¿Sabes lo que te he hecho? Te he dado los Estigmas que son los signos de mi Pasión, para que tú seas mi adalid”.
El Serafín alado desapareció, el dolor cesó y cuando después de mucho rato San Francisco volvió en sí, sintió las manos bañadas y un riachuelo cálido le corría por el costado izquierdo. Miró: era sangre. Trató de levantarse, pero los pies no lo sostenían. Sentado en tierra bajo el abrazo verde de los árboles, se miró las manos, se miró los pies, y los vio traspasados por clavos de carne, negros como el hierro, con gruesas cabezas redondas que sobresalían en las palmas de las manos y en las plantas de los pies. Se abrió la túnica, miró el pecho al lado izquierdo, donde sentía un dolor que le llegaba al corazón, y descubrió una herida como de una lanza, roja y sangrante. Eran las llagas de que había hablado el Serafín. Por lo tanto había sido escuchado! El amor lo había transformado en el Amado, porque uno se convierte en aquello que ama. Mientras el Serafín se aparecía a Francisco, una luz brillante aureolaba la cima de la Verna, iluminando los montes y valles de alrededor.
En cuanto a la tercera consideración, que es la de la aparición del serafín y de la impresión de las llagas, se ha de considerar que, estando próxima la fiesta de la cruz de septiembre (1), fue una noche el hermano León, a la hora acostumbrada, para rezar los maitines con San Francisco. Lo mismo que otras veces, dijo desde el extremo de la pasarela: Domine, labia mea aperies, y San Francisco no respondió. El hermano León no se volvió atrás, como San Francisco se lo tenía ordenado, sino que, con buena y santa intención, pasó y entró suavemente en su celda; no encontrándolo, pensó que estaría en oración en algún lugar del bosque. Salió fuera, y fue buscando sigilosamente por el bosque a la luz de la luna. Por fin oyó la voz de San Francisco, y, acercándose, lo halló arrodillado, con el rostro y las manos levantadas hacia el cielo, mientras decía lleno de fervor de espíritu:
-- ¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y ¿quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?
Y repetía siempre las mismas palabras, sin decir otra cosa. El hermano León, fuertemente sorprendido de lo que veía, levantó los ojos y miró hacia el cielo; y, mientras estaba mirando, vio bajar del cielo un haz de luz bellísima y deslumbrante, que vino a posarse sobre la cabeza de San Francisco; y oyó que de la llama luminosa salía una voz que hablaba con San Francisco; pero el hermano León no entendía lo que hablaba. Al ver esto, y reputándose indigno de estar tan cerca de aquel santo sitio donde tenía lugar la aparición y temiendo, por otra parte, ofender a San Francisco o estorbarle en su consolación si se daba cuenta, se fue retirando poco a poco sin hacer ruido, y desde lejos esperó hasta ver el final. Y, mirando con atención, vio cómo San Francisco extendía por tres veces las manos hacia la llama; finalmente, al cabo de un buen rato, vio cómo la llama volvía al cielo.
Marchóse entonces, seguro y alegre por lo que había visto, y se encaminó a su celda. Como iba descuidado, San Francisco oyó el ruido que producían sus pies en las hojas del suelo, y le mandó que le esperase y no se moviese. El hermano León obedeció y se estuvo quieto esperándole; tan sobrecogido de miedo, que, como él lo refirió después a los compañeros, en aquel momento hubiera preferido que lo tragara la tierra antes que esperar a San Francisco, por pensar que estaría incomodado contra él; porque ponía sumo cuidado en no ofender a tan buen padre, no fuera que, por su culpa, San Francisco le privase de su compañía. Cuando estuvo cerca San Francisco, le preguntó:
-- ¿Quién eres tú?
-- Yo soy el hermano León, Padre mío -respondió temblando de pies a cabeza.
-- Y ¿por qué has venido aquí, hermano ovejuela? -prosiguió San Francisco-. ¿No te tengo dicho que no andes observándome? Te mando, por santa obediencia, que me digas si has visto u oído algo.
El hermano León respondió:
-- Padre, yo te he oído hablar y decir varias veces: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?» y «¿Quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?»
Cayendo entonces de rodillas el hermano León a los pies de San Francisco, se reconoció culpable de desobediencia contra la orden recibida y le pidió perdón con muchas lágrimas. Y en seguida le rogó devotamente que le explicara aquellas palabras que él había oído y le dijera las otras que no había entendido.
Entonces, San Francisco, en vista de que Dios había revelado o concedido al humilde hermano León, por su sencillez y candor, ver algunas cosas, condescendió en manifestarle y explicarle lo que pedía, y le habló así:
-- Has de saber, hermano ovejuela de Jesucristo, que, cuando yo decía las palabras que tú escuchaste, mi alma era iluminada con dos luces: una me daba la noticia y el conocimiento del Creador, la otra me daba el conocimiento de mí mismo. Cuando yo decía: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?», me hallaba invadido por una luz de contemplación, en la cual yo veía el abismo de la infinita bondad, sabiduría y omnipotencia de Dios. Y cuando yo decía: «¿Quién soy yo», etc.?, la otra luz de contemplación me hacía ver el fondo deplorable de mi vileza y miseria. Por eso decía: «¿Quién eres tú, Señor de infinita bondad, sabiduría y omnipotencia, que te dignas visitarme a mí, que soy un gusano vil y abominable?» En aquella llama que viste estaba Dios, que me hablaba bajo aquella forma, como había hablado antiguamente a Moisés. Y, entre otras cosas que me dijo, me pidió que le ofreciese tres dones; yo le respondí: «Señor mío, yo soy todo tuyo. Tú sabes bien que no tengo otra cosa que el hábito, la cuerda y los calzones, y aun estas tres cosas son tuyas; ¿qué es lo que puedo, pues, ofrecer o dar a tu majestad?» Entonces Dios me dijo: «Busca en tu seno y ofréceme lo que encuentres». Busqué, y hallé una bola de oro, y se la ofrecí a Dios; hice lo mismo por tres veces, pues Dios me lo mandó tres veces; y después me arrodillé tres veces, bendiciendo y dando gracias a Dios, que me había dado alguna cosa que ofrecerle. En seguida se me dio a entender que aquellos tres dones significaban la santa obediencia, la altísima pobreza y la resplandeciente castidad, que Dios, por gracia suya, me ha concedido observar tan perfectamente, que nada me reprende la conciencia. Y así como tú me veías meter la mano en el seno y ofrecer a Dios estas tres virtudes, significadas por aquellas tres bolas de oro que me había puesto Dios en el seno, así me ha dado Dios tal virtud en el alma, que no ceso de alabarle y glorificarle con el corazón y con la boca por todos los bienes y todas las gracias que me ha concedido. Estas son las palabras que has oído y aquel elevar las manos por tres veces que has visto. Pero guárdate bien, hermano ovejuela, de seguir espiándome; vuélvete a tu celda con la bendición de Dios. Y ten buen cuidado de mí, porque, dentro de pocos días, Dios va a realizar cosas tan grandes y maravillosas sobre esta montaña, que todo el mundo se admirará; cosas nuevas que Él nunca ha hecho con creatura alguna en este mundo.
Dicho esto, se hizo traer el libro de los evangelios, pues Dios le había sugerido interiormente que, al abrir por tres veces el libro de los evangelios, le sería mostrado lo que Dios quería obrar en él. Traído el libro, San Francisco se postró en oración; cuando hubo orado, se hizo abrir tres veces el libro, por mano del hermano León, en el nombre de la Santísima Trinidad; y plugo a la divina voluntad que las tres veces se le pusiese delante la pasión de Cristo. Con ello se le dio a entender que como había seguido a Cristo en los actos de la vida, así le debía seguir y conformarse a él en las aflicciones y dolores de la pasión antes de dejar esta vida (2).
A partir de aquel momento comenzó San Francisco a gustar y sentir con mayor abundancia la dulzura de la divina contemplación y de las visitas divinas. Entre éstas tuvo una que fue como la preparación inmediata a la impresión de las llagas, y fue de este modo: El día que precede a la fiesta de la Cruz de septiembre, hallándose San Francisco en oración recogido en su celda, se le apareció el ángel de Dios y le dijo de parte de Dios:
-- Vengo a confortarte y a avisarte que te prepares y dispongas con humildad y paciencia para recibir lo que Dios quiera hacer en ti.
Respondió San Francisco:
-- Estoy preparado para soportar pacientemente todo lo que mi Señor quiera de mí.
Dicho esto, el ángel desapareció.
Llegó el día siguiente, o sea, el de la fiesta de la Cruz (3), y San Francisco muy de mañana, antes de amanecer, se postró en oración delante de la puerta de su celda, con el rostro vuelto hacia el oriente; y oraba de este modo:
-- Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores.
Y, permaneciendo por largo tiempo en esta plegaria, entendió que Dios le escucharía y que, en cuanto es posible a una pura creatura, le sería concedido en breve experimentar dichas cosas.
Animado con esta promesa, comenzó San Francisco a contemplar con gran devoción la pasión de Cristo y su infinita caridad. Y crecía tanto en él el fervor de la devoción, que se transformaba totalmente en Jesús por el amor y por la compasión. Estando así inflamado en esta contemplación, aquella misma mañana vio bajar del cielo un serafín con seis alas de fuego resplandecientes. El serafín se acercó a San Francisco en raudo vuelo tan próximo, que él podía observarlo bien: vio claramente que presentaba la imagen de un hombre crucificado y que las alas estaban dispuestas de tal manera, que dos de ellas se extendían sobre la cabeza, dos se desplegaban para volar y las otras dos cubrían todo el cuerpo.
Ante tal visión, San Francisco quedó fuertemente turbado, al mismo tiempo que lleno de alegría, mezclada de dolor y de admiración. Sentía grandísima alegría ante el gracioso aspecto de Cristo, que se le aparecía con tanta familiaridad y que le miraba tan amorosamente; pero, por otro lado, al verlo clavado en la cruz, experimentaba desmedido dolor de compasión. Luego, no cabía de admiración ante una visión tan estupenda e insólita, pues sabía muy bien que la debilidad de la pasión no dice bien con la inmortalidad de un espíritu seráfico. Absorto en esta admiración, le reveló el que se le aparecía que, por disposición divina, le era mostrada la visión en aquella forma para que entendiese que no por martirio corporal, sino por incendio espiritual, había de quedar él totalmente transformado en expresa semejanza de Cristo crucificado (4).
Durante esta admirable aparición parecía que todo el monte Alverna estuviera ardiendo entre llamas resplandecientes, que iluminaban todos los montes y los valles del contorno como si el sol brillara sobre la tierra. Así, los pastores que velaban en aquella comarca, al ver el monte en llamas y semejante resplandor en torno, tuvieron muchísimo miedo, como ellos lo refirieron después a los hermanos, y afirmaban que aquella llama había permanecido sobre el monte Alverna una hora o más. Asimismo, al resplandor de esa luz, que penetraba por las ventanas de las casas de la comarca, algunos arrieros que iban a la Romaña se levantaron, creyendo que ya había salido el sol, ensillaron y cargaron sus bestias, y, cuando ya iban de camino, vieron que desaparecía dicha luz y nacía el sol natural.
En esa aparición seráfica, Cristo, que era quien se aparecía, habló a San Francisco de ciertas cosas secretas y sublimes, que San Francisco jamás quiso manifestar a nadie en vida, pero después de su muerte las reveló, como se verá más adelante. Y las palabras fueron éstas:
-- ¿Sabes tú -dijo Cristo- lo que yo he hecho? Te he hecho el don de las llagas, que son las señales de mi pasión, para que tú seas mi portaestandarte (5). Y así como yo el día de mi muerte bajé al limbo y saqué de él a todas las almas que encontré allí en virtud de estas mis llagas, de la misma manera te concedo que cada año, el día de tu muerte, vayas al purgatorio y saques de él, por la virtud de tus llagas, a todas las almas que encuentres allí de tus tres Ordenes, o sea, de los menores, de las monjas y de los continentes (6), y también las de otros que hayan sido muy devotos tuyos, y las lleves a la gloria del paraíso, a fin de que seas conforme a mí en la muerte como lo has sido en la vida.
Cuando desapareció esta visión admirable, después de largo espacio de tiempo y de secreto coloquio, dejó en el corazón de San Francisco un ardor desbordante y una llama de amor divino, y en su carne, la maravillosa imagen y huella de la pasión de Cristo. Porque al punto comenzaron a aparecer en las manos y en los pies de San Francisco las señales de los clavos, de la misma manera que él las había visto en el cuerpo de Jesús crucificado, que se le apareció bajo la figura de un serafín. Sus manos y sus pies aparecían, en efecto, clavados en la mitad con clavos, cuyas cabezas, sobresaliendo de la piel, se hallaban en las palmas de las manos y en los empeines de los pies, y cuyas puntas asomaban en el dorso de las manos y en las plantas de los pies, retorcidas y remachadas de tal forma, que por debajo del remache, que sobresalía todo de la carne, se hubiera podido introducir fácilmente el dedo de la mano, como en un anillo. Las cabezas de los clavos eran redondas y negras.
Asimismo, en el costado derecho aparecía una herida de lanza, sin cicatrizar, roja y ensangrentada, que más tarde echaba con frecuencia sangre del santo pecho de San Francisco, ensangrentándole la túnica y los calzones. Lo advirtieron los compañeros antes de saberlo de él mismo, observando cómo no descubría las manos ni los pies y que no podía asentar en tierra las plantas de los pies, y cuando, al lavarle la túnica y los calzones, los hallaban ensangrentados; llegaron, pues, a convencerse de que en las manos, en los pies y en el costado llevaba claramente impresa la imagen y la semejanza de Cristo crucificado.
Y por mucho que él anduviera cuidadoso de ocultar y disimular esas llagas gloriosas, tan patentemente impresas en su carne, viendo, por otra parte, que con dificultad podía encubrirlas a los compañeros sus familiares, mas temiendo publicar los secretos de Dios, estuvo muy perplejo sobre si debía manifestar o no la visión seráfica y la impresión de las llagas. Por fin, acosado por la conciencia, llamó junto a sí a algunos hermanos de más confianza, les propuso la duda en términos generales, sin mencionar el hecho, y les pidió su consejo. Entre ellos había uno de gran santidad, de nombre hermano Iluminado (7); éste, verdaderamente iluminado por Dios, sospechando que San Francisco debía de haber visto cosas maravillosas, le respondió:
-- Hermano Francisco, debes saber que, si Dios te muestra alguna vez sus sagrados secretos, no es para ti sólo, sino también para los demás; tienes, pues, motivo para temer que, si tienes oculto lo que Dios te ha manifestado para utilidad de los demás, te hagas merecedor de reprensión.
Entonces, San Francisco, movido por estas palabras, les refirió, con grandísima repugnancia, la sobredicha visión punto por punto, añadiendo que Cristo durante la aparición le había dicho ciertas cosas que él no manifestaría jamás mientras viviera (8).
Si bien aquellas llagas santísimas, por haberle sido impresas por Cristo, eran causa de grandísima alegría para su corazón, con todo le producían dolores intolerables en su carne y en los sentidos corporales. Por ello, forzado de la necesidad, escogió al hermano León, el más sencillo y el más puro de todos, para confiarle su secreto; a él le dejaba ver y tocar sus santas llagas y vendárselas con lienzos para calmar el dolor y recoger la sangre que brotaba y corría de ellas. Cuando estaba enfermo, se dejaba cambiar con frecuencia las vendas, aun cada día, excepto desde la tarde del jueves hasta la mañana del sábado, porque no quería que le fuese mitigado con ningún remedio humano ni medicina el dolor de la pasión de Cristo que llevaba en su cuerpo durante todo ese tiempo en que nuestro Señor Jesucristo había sido, por nosotros, preso, crucificado, muerto y sepultado. Sucedió alguna vez que, cuando el hermano León le cambiaba la venda de la llaga del costado, San Francisco, por la violencia del dolor al despegarse el lienzo ensangrentado, puso la mano en el pecho del hermano León; al contacto de aquellas manos sagradas, el hermano León sintió tal dulzura, que faltó poco para que cayera en tierra desvanecido.
Finalmente, por lo que hace a esta tercera consideración, cuando terminó San Francisco la cuaresma de San Miguel Arcángel, se dispuso, por divina inspiración, a regresar a Santa María de los Ángeles. Llamó, pues, a los hermanos Maseo y Ángel y, después de muchas palabras y santas enseñanzas, les recomendó aquel monte santo con todo el encarecimiento que pudo, diciéndoles que le convenía volver, juntamente con el hermano León, a Santa María de los Ángeles. Dicho esto, se despidió de ellos, los bendijo en nombre de Jesucristo crucificado y, condescendiendo con sus ruegos, les tendió sus santísimas manos, adornadas de las gloriosas llagas, para que las vieran, tocaran y besaran. Dejándolos así consolados, se despidió de ellos y emprendió el descenso de la montaña santa (9).
En alabanza de Cristo. Amén.
1) La fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, 14 de septiembre.
2) El relato viene de 1 Cel 92s, pero el autor de las Consideracionesha tenido delante, más bien, la LM 13,2.
3) El autor de las Consideraciones fija con precisión la lecha de la impresión de las llagas: el 14 de septiembre. Tomás de Celano no da ninguna fecha; San Buenaventura se limita a decir: «un día próximo a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz» (LM 13,3). La fiesta litúrgica ha venido celebrándose el 17 de septiembre.
4) Es la idea reiteradamente expresada por San Buenaventura, a quien sigue casi literalmente el autor (cf. LM 13,3): Francisco anheló durante toda su vida el martirio por Cristo; no logró el martirio corporal, pero Cristo le reservaba otro martirio más meritorio: el de su transformación en el Crucificado.
5) En italiano, gonfaloniere. Es otra de las ideas de San Buenaventura: «Cristo le entregó su estandarte, esto es, la señal del Crucificado».
6) Las tres Ordenes de San Francisco: Menores, Clarisas y Terciarios. Estamos ante otra revelación, fruto tardío de la fantasía de ciertos ambientes conventuales, en que las glorias de la Orden suponían más que la imitación sincera del humilde Poverello.
7) El hermano Iluminado de Rieti, que había sido compañero del Santo en Egipto.
8) El texto de Actus 9,71 termina el relato de la estigmatización con estas palabras: «Estos hechos los supo el hermano Jacobo de Massa de boca del hermano León, y el hermano Hugolino de Monte Santa María los supo de boca de dicho hermano Jacobo, y yo, que lo escribo, de boca del hermano Hugolino, hombre enteramente digno de fe».
9) Fue el 30 de septiembre de 1224.
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