jueves, 28 de marzo de 2013

La institución de la Eucaristía

Autor: P. Alberto Ramírez Mozqueda
La institución de la Eucaristía
Cada vez que celebramos la Eucaristía tendremos que prorrumpir en un eterno MAGNIFICAT por las maravillas que Dios ha hecho con su pueblo.   
 



El estupor, la sorpresa, la admiración de un Dios que ama a los hombres y se hace hombre como ellos al enviarnos a su Hijo Jesucristo, llega a su punto culminante en el Sacramento de la Eucaristía.

Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo.

El amor de Cristo a los hombres crecía y crecía medida que los entendía en su indigencia y en su necesidad. Y llegó el momento de gran tensión, pues quería quedarse con los suyos, con los que el Padre le había confiado. Pero también quería irse, debía marcharse, porque como Cabeza de la humanidad, tendría que estar cerca de su Padre, encabezando la procesión hasta que toda la humanidad pudiera estar con él, con el Padre y con el Espíritu Santo.

Nuestra capacidad humana no alcanza a comprender la grandeza de un Dios, creador del Universo entero, que quiere quedarse para siempre con los hombres, y decide meterse en la humildad de un poco de pan y de vino para ser el PAN DE VIDA, y la alegría de los hombres. El quería quedarse para siempre con los suyos, como la gallina quiere retener a sus polluelos bajo sus alas, y como podía hacerlo, se quedó para siempre con ellos.


Nunca podríamos comprender ese misterio admirable de Dios, si no tomamos como guía y como modelo a una mujer que supo escuchar los misterios del Amor de Dios y guardarlos en corazón: MARÍA, la Madre de Jesús. Ella es maestra en la fe, pues comprendió que si su hijo había convertido el agua en vino, ahora podría convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre, entregando a los creyentes la memoria viva de su Pascua, convirtiéndose en Pan de vida y de salvación.

Ella fue gestando el mismo sacramento del amor de Dios, cuando aceptó complacida en su seno al Salvador de todas las naciones, cuando con su FIAT, “hágase en mí según tu palabra”, hizo posible la presencia del mismísimo Hijo de Dios entre nosotros y nos está impulsando a que cada vez que podamos encontrarnos frente a las especies sacramentales del Cuerpo y la Sangre de Cristo, nosotros podamos decir: AMÉN, AMÉN, y recibir reverentemente, con ternura y con adoración, el Cuerpo del Señor, como ella contemplaba COMPLACIDA Y EXTASIADA AL NIÑO RECIÉN NACIDO que era su hijo pero era al mismo tiempo el Hijo del Dios Altísimo.

Y María se fue preparando para el momento de la entrega sacrificial de su hijo en la cruz, para acompañarlo en la entrega, en el sacrificio, en la donación de sí mismo a la voluntad del Padre por la salvación de todos los hombres. desde que lo recibe en su seno, y desde cuando escuchó de labios del Anciano Simeón: “este niño está puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, y a ti una espada te atravesará el alma”. JUNTO A LA CRUZ, ella queda como custodia y sostén de la naciente Iglesia, hasta que él vuelva triunfante y glorioso para llevarnos a todos a la mansión eterna, donde reinaremos con Cristo, cabeza de la humanidad.

María fue testigo de cómo, después de la multiplicación de los panes y los pescados, las gentes acudieron al día siguiente en grandes cantidades a buscar a su Hijo. Éste ya no les dio pan como el día anterior. Aprovechó la ocasión para anunciarles otro pan y otra bebida, pero muy especial. Una bebida con la cuál no tendrían más sed, y un alimento que comido no volverían a tener hambre. Todos estaban asombrados ante tal revelación.

Y entonces fue el gran anuncio: “el pan que les voy a dar en mi propio Cuerpo y la bebida que les voy a dar en mi propia Sangre”. Las gentes entendieron perfectamente lo que Cristo les dijo. Se les hizo monstruoso, pero Cristo no rectificó sus palabras, no dio marcha atrás, sino que continuó afirmando: el que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Las gentes se le fueron, pero Cristo no las retuvo, no las obligó a creerle ni a seguirle. Los mismos apóstoles fueron invitados a tomar partido, y se quedaron.

Por eso, la noche del jueves santo, en cumplimiento de su promesa, Jesús se reunió con los doce aldeanos que habían sido sus discípulos pero sobre todo sus amigos y sus confidentes para una cena ritual. Era la fiesta de la Pascua. Sus discípulos estaban frente a los restos de un cordero que les recordaba la alianza de Dios con su pueblo, estaban ante a la sangre, memorial del día en que Dios se decidió por su pueblo frente a los atónitos egipcios. Las hierbas amargas que habían comido, les recordaban los años de esclavitud en Egipto, y la salsa roja con la que habían bañado el cordero, los ladrillos que habían tenido que fabricar en la esclavitud para los amos.

Pero ahora estaban también ante el Nuevo Cordero que los hombres sacrificarían al día siguiente. Los apóstoles sentían el ambiente de despedida, de sangre y de duelo, atisbaban que algo grandioso ocurriría era noche. Jesús les había hablado con hechos, como siempre, les había lavado los pies, les había dicho que tendrían que amarse unos a otros como distintivo de ser sus discípulos y sus seguidores. Y efectivamente ocurrió algo extraordinario, que Cristo ya había anunciado.

Y ahora era el gran momento, el cumplimiento de la promesa. María no estaba en el cenáculo. Era una cena demasiado íntima. Las mujeres nunca podían sentarse a la mesa junto con los hombres. Pero nada nos impide pensar que María confeccionaría con sus propias manos el pan que su Hijo iba a repartir entre los suyos esa noche. Y desde el fondo de la cocina, entre las mujeres silenciosas, como un suave murmullo alcanzaría a oír a su Hijo, que repartía el pan eucarístico por primera vez: “Tomen, coman, esto es mi Cuerpo”, y luego escucharía también a su Hijo que repartía el vino: Tengan, beban, éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la nueva alianza y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”.

Y María escuchó cómo su Hijo elevaba la voz de una manera muy especial: “Hagan esto en memoria mía”. María no lo sabía, pero presentía que su Hijo estaba ordenando a los primeros sacerdotes, para que cada día pudieran hacerlo presente entre todos los hombres, en la espera gloriosa de su segunda venida, para llevarnos a todos a la presencia del Padre.

¡María no pudo comulgar esa noche en la primera Eucaristía!

Pero con cuánta emoción, alegría y fe recibió el mismísimo Cuerpo de su Hijo y su preciosa Sangre de manos de los apóstoles en aquellos días en que en gran espíritu de oración esperaban la manifestación visible del Espíritu Santo que Jesús les daría para el perdón de los pecados.

Y hoy con María también queremos alabar al Señor por la dimensión escatológica de la Eucaristía, pues cada vez que el hijo de Dios se presenta bajo la pobreza de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se “derriba del trono a los poderosos” y se “enaltece a los humildes”, y se participa anticipadamente del banquete eterno.

La Eucaristía nos habla del banquete eterno, al que estamos llamados a participar. Si queremos ser fieles a la Iglesia, servidora del Señor, tenemos que apurar el paso, desentumecer nuestras rodillas, acicatear el corazón, para anunciarle a todos los hombres que Cristo vive, y vive en su comunidad, en su Iglesia y que quiere que todos los hombres participen en el banquete del amor, presagiando el banquete de todos los hijos en el Reino.

Cada vez que celebramos la Eucaristía, en la majestuosa Catedral, o en las parroquias, o en las mas apartadas y sencillas capillitas tendremos que prorrumpir en un eterno MAGNIFICAT por las maravillas que Dios ha hecho con su pueblo, tendremos que exclamar llenos de gozo: FIAT, FIAT, hágase, Señor tu voluntad, y aclamar con todos los pueblos: AMEN, AMEN, porque con Cristo, el nuevo Moisés, seremos introducidos a la nueva Jerusalén, a la Jerusalén de los cielos, para darle gloria a Dios, al Padre, al Cordero sacrificado y al Santo Espíritu de Dios.


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