ÍNDICE
Al lector
Introducción
Primera palabra: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen»
Segunda palabra: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso»
Tercera palabra: «Mujer, ahí tienes a tu hijo... ahí tienes a tu
Madre»
Cuarta palabra: «Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?
Quinta palabra: «Tengo sed»
Sexta palabra: «Todo se ha consumado;todo está cumplido»
Séptima palabra: «Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu»
LAS
SIETE PALABRAS
INTRODUCCIÓN
¡Viernes
Santo!.., ¡Sermón de las Siete Palabras.,.!
En tal
día como hoy, el más grande de los oradores sagrados que
ha
conocido España, fray Luis de Granada, subió al pulpito para
explicar
al pueblo cristiano los dolores inefables del Redentor del
mundo
clavado en la cruz. Comenzó su discurso con estas palabras:
«Pasión
de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan». Y no dijo
mas.
Una emoción indescriptible se apoderó de todo su ser; sintió
que la
voz se le anudaba en la garganta, estalló en un sollozo
inmenso...
y con el rostro bañado en lágrimas hubo de bajarse del
pulpito
sin acertar a decir una sola palabra más.
Ningún
otro sermón de cuantos pronunció en su vida causó, sin
embargo,
una impresión tan profunda en su auditorio. Todos
rompieron
a llorar, y, golpeando sus pechos, pidieron a Dios, a
gritos,
el perdón de sus pecados.
No
exageraron. ¡No exageraron! porque es preciso tener el
corazón
muy duro o muy amortiguada la fe para no conmoverse
profundamente
ante el solo anuncio del sermón de los dolores que
Nuestro
Señor Jesucristo padeció por nosotros en la cruz.
¡Viernes
Santo! ¡Sermón de las Siete Palabras!...
Contemplemos
rápidamente, en sintética mirada retrospectiva, los
acontecimientos
que precedieron a la crucifixión.
* * *
Jerusalén.
Jueves Santo de la primera Pascua cristiana. Alrededor delas siete
de la tarde, Jesucristo, que había amado apasionadamente alos
suyos, en la víspera de su muerte los amó hasta elfin, hasta
nopoder más: «Hijitos míos: un nuevo mandamiento os doy. Que os
améis los unos a los otros como yo os he amado»* Y volviéndose
loco de amor cogió un trozo de pan, lo bendijo, lo partió y se lo
dio asus discípulos diciendo: «Tomad y comed, porque esto es mi
Cuerpo». Y en seguida: «Bebed todos de este cáliz: porque esta
esmi Sangre que será derramada por la salvación del mundo». Y
cuando San Juan, aquel jovencito que se sentía amado por su Maestro
con particular predilección, hubo tomado aquel bocado divino y
aplicado sus labios sedientos al cáliz de vida eterna, sintió que
sus fuerzas desfallecían por momentos y reclinó suavemente su
cabeza sobre el pecho de su divino Maestro para descansar en Él su
éxtasis de amor...
Ha
terminado la Cena.
Salen
a la calle. La luz plateada de la luna el
Jueves
Santo coincide siempre con el plenilunio del mes de Nisán
ilumina
suavemente las callejuelas de Jerusalén, Pasan junto al
templo.
Descienden por el camino escalonado hasta el torrente
Cedrón,
cruzan el puentecito y llegan a la entrada del huerto de
Getsemaní,
Jesucristo recomienda a sus apóstoles que permanezcan en oración a
la entrada del huerto.
Y
tomando aparte a Pedro, Santiago y Juan se interna entre los
olivos
al mismo tiempo que exclama: «¡Me muero de tristeza, siento una
tristeza mortal!».
Y
arrancándose todavía de los tres como a la distancia de un tiro
de
piedra, cae de rodillas. Y primera, segunda y tercera oración:
«Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que Yo lo beba,
hágase tu voluntad».
Y
cuando primera, segunda y tercera vez escucha en el fondo de su alma
la orden terminante de su Padre que le manda subir a la cruz,
Jesucristo se desploma ensangrentado: «Vínole un sudor como de
gotas de sangre que corrían hasta el suelo...».
Instantes
después se presenta Judas acompañado de una turba de
soldados:
«Amigo, ¿a qué has venido? ¿Con un beso entregas al Hijo del
hombre?».
Y
Pedro
dese
nvaina
su espada y Cristo le im
pide
defenderle...
Y
atadas las manos, como a un vulgar malhechor, es conducido
a
empujones hasta el palacio del Sumo Pontífice Caifás, no sin antes
comparecer un momento ante su suegro Anas, que le había
precedido
en la suprema magistratura de la Sinagoga.
Y
comienza la burda parodia del proceso religioso: «Este ha dicho
que
puede destruir el templo y reconstruirlo en tres días». No
concuerdan
los testimonios. La situación se hace embarazosa...
De
pronto el Sumo Pontífice toma una resolución definitiva.
Poniéndose
majestuosamente de pie, con toda la pompa y
solemnidad
que correspondía al Jefe supremo del Sanedrín, interroga
autoritativamente al detenido: «Por el Dios vivo te conjuro que nos
digas de una vez claramente si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios».
Y Jesucristo le responde sin vacilar: «Tú lo has dicho: Yo soy. Y
os digo, además, que un día veréis al Hijo del hombre venir sobre
las nubes del cielo con gran poder y majestad».
«¡Ha
blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos de nuevos testimonios?
¿Qué
os parece?». «¡Reo es de muerte!». Y a empujones y bofetadas le
encierran en un calabozo hasta la mañana siguiente en que le
presentarán al Procurador romano para exigirle la sentencia capital
que merece como blasfemo.
*
* *
Mientras
tanto, Pedro niega tres veces a su Maestro, acobardado ante una
mujerzuela y un grupo de soldados que se calienta junto al fuego...
*
* *
¿Dónde
pasó la noche del Jueves Santo Judas el traidor? No lo dice el
Evangelio. Pero sin duda que no pudo conciliar el sueño un solo
instante. Corroída su conciencia por los remordimientos, al apuntar
el día se presentó en el templo ante los príncipes de los
sacerdotes.
Le
quemaban el alma aquellas treinta monedas que eran el pre
cio de
su vil traición. «¡Devolvedme al Justo! He entregado sangre
inocente».
Y al instante, la carcajada sarcástica de los sanedritas;
«¿Y
a nosotros qué? ¡Allá te las hayas! ¡Vete de aquí, miserable!
No queremos nada contigo».
Y fue
y se ahorcó.
¡Cuántos
Judas hoy como ayer! Después de la traición, el desprecio, la
desesperación y el suicidio: «que el traidor no es menester siendo
la traición pasada».
* * *
Ha ido
amaneciendo lentamente. A primera hora de la mañana
Jesucristo
es conducido, maniatado, ante el Procurador romano, Y
lanzan
ante él la primera calumnia:
«Aquí
tienes a un agitador que perturba a la nación y prohíbe
pagar
los tributos al César, constituyéndose en Mesías y rey de los
judíos».
Le
interroga Pilatos. Nada malo descubre en ÉL Los sanedritas
insisten
enfurecidos: «¡Desde Galilea hasta Judea tiene revolucionado a
todo el pueblo!».
Ha
sonado una palabra nueva: Galilea, Pilatos pregunta si aquel
hombre
es galileo.Y al conocer que pertenecía a la jurisdicción de
Herodes,
se lo envía al instante, gozoso de encontrar un me
dio
dedesembarazarse de aquel asunto tan desagradable.
Pero
Jesucristo, que ha respondido lleno de serena dignidad a las
preguntas
del Procurador romano, no se digna abrir los labios
divinos
ante el infame Herodes, que, entre otros crímenes
repugnantes
que pesaban sobre su conciencia, había mandado
degollar
a Juan el Bautista en una noche de crápula, de orgía y de
pecado.
Y cubierto de una vestidura blanca, en calidad de loco,
Herodes
devuelve el preso a Pilatos, reconciliándose con él, pues
estaban
disgustados entre sí.
El
Procurador romano le interroga de nuevo. Recibe un mensaje de su
mujer recomendándole que no se meta con aquel justo, pues ha
padecido mucho en sueños por causa de él. Pero la chusma sigue
gritando, azuzada por los jefes de la Sinagoga.
Ya no
sabe qué hacer. De pronto se le ocurre una idea luminosa: «¿A
quién queréis que os suelte, a Barrabás o Jesús llamado
Cristo?». Yel representante de Roma escucha estupefacto el griterío
del pueblo:
«¡Suelta
a Barrabás!». «¿Pues qué he de hacer con Jesús, el tituladorey
de los judíos?». «¡¡Crucifícale, crucifícale!!...».
Pilatos
hace todavía un esfuerzo supremo para salvarle, a costa de
una
medida injusta y brutal: «Le castigaré y le pondré después en
libertad».
¡Le declara inocente y ordena castigarle!...
Y
viene el tormento espantoso de la flagelación. No emplearon con Él
la verga que era el azote más suave reservado a los ciu
dadanos
romanos, sino el horrible flagelo formado con largas tiras de cuero,
llenas de bolitas de plomo y huesos de animales. Y Cristo, desnudo,
atadas sus manos a una columna muy baja para que presentara
cómodamente a los verdugos su espalda encorvada, recibe aquella
tremenda tempestad de azotes... Carne amoratada, que se vuelve muy
pronto rojiza; la piel que salta hecha pedazos y la divina víctima
que queda cubierta de sangre... ¡Tenía que expiar en su carne
purísima la lujuria desenfrenada de toda la humanidad pecadora!...
Pero
era preciso llevar hasta el colmo la burla y el escarnio, ¡Van a
coronarle
Rey de los judíos! Y las espinas rasgan su cabeza, no en
forma
circular o de guirnalda, sino a modo de casco, capacete o
celada
que la cubría y atormentaba por entero. Y la vestidura regia, y el
cetro de caña en las manos, y las burlas y blasfemias del
populacho.
..
Jesucristo
quedó hecho una lástima. Inspiraba compasión. Al
contemplarle
Pilatos en aquella forma lo presenta al pueblo para ver si le queda
todavía un poco de corazón: «¡Ecce homo!».
Y la
chusma asalvajada, como una fiera instigada por la fusta del
domador,
lanza de nuevo, más estentóreo que nunca, el grito de su
reprobación
definitiva: ¡ ¡ Crucifícale, crucifícale!!...
¡Pobre
pueblo judío! Cinco días antes, el domingo de Ramos, había
aclamado frenéticamente a Cristo en su entrada triunfal en
Jerusalén:
«¡Bendito
el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las
alturas!».
Y ahora reclama a gritos su muerte. La historia se repite
todavía.
El populacho grita siempre ¡viva! o ¡muera! al dictado
caprichoso
de los jefes que le manejan y engañan.
Y
Pilatos, el político cobarde, símbolo de la debilidad en el
ejerciciode un poder que no era digno de administrar, se lavó las
manos
en vez de lavarse la conciencia y entregó a la ferocidad de los
judíos al divino preso para ser crucificado.
*
* *
«Y
llevando sobre sus hombros su propia cruz, salió hacia la colina
del Calvario».
*
* *
Mientras
tanto, en un rincón de Jerusalén ocurría una escena
impresionante.
San Juan, el discípulo amado, lo había presenciado
todo.
Y cuando oyó la sentencia final y vio a su divino Maestro
cargado
con la cruz, se creyó en el deber de comunicárselo a la
Madre
de Jesús. Y corrió hacia Ella. No se daba cuenta de que estaba
siendo en aquellos momentos instrumento de la voluntad del Padre.
María
tenía que presenciar la crucifixión de su divino Hijo en
calidad
de Corredentora de la humanidad. Y San Juan, en medio de un sollozo
inmenso, le da la terrible noticia: «¡Señora!... ¡condenado a
muerte!». Debió lanzar María un grito desgarrador y acompañada
del discípulo virgen se echó a la calle en busca de su divino
Hijo. Y, de pronto, al doblar de una esquina.,. ¡Oh Virgen de los
Dolores, qué caro te costamos!... Renuncio» señores, a describir
la escena.
Y
Jesucristo se cae con la cruz a cuestas. Se ve claramente que no
podrá
llegar al Calvario. Un hombre que regresa del campo es
requerido
para que le ayude. «¿Yo?, ¿por qué?, ¿qué tengo yo que
ver
con éste?»
. Y
como se resiste a cumplir la orden, le agarran por
el
cuello y...: «¡Coge la cruz, si no quieres que te clavemos en ella
a ti también!». Y a pesar de cogerla a regañadientes, Jesucristo
le mira agradecido. Y se lo pagará espléndidamente. Aquel hombre
dice
San Marcos era Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, dos
excelentes cristianos de la Iglesia primitiva que aparecen en las
epístolas de San Pablo, Un momento de vergüenza y de dolor
llevando la cruz del Maestro... ¡y la fe cristiana y la felicidad
eterna de toda su familia! Espléndida recompensa la de Jesucristo,
a los que le ayudan a llevar su cruz.
* * *
Han
llegado a la cumbre del Calvario. Jesucristo tiene que pasar por la
inmensa vergüenza de la desnudez total. ¡Tenía que reparar la
inmensa desvergüenza de los que, llamándose cristianos, se
desnudan
sin rubor en las playas y en las calles de nuestras ciudades!
Le
ofrecen un calmante para atontarle: vino mirrado con hiel.
Jesucristo,
fino y agradecido, lo prueba un poquito, pero no quiere
beberlo.
Lo dice expresamente el Evangelio. Quiere apurar hasta las heces el
cáliz del dolor.
«¡Échate
sobre el madero!», le dicen brutalmente los soldados. Y,
obediente
hasta la muerte, Jesucristo se tiende con los brazos
extendidos
sobre la cruz, Y al instante el primer clavo, de un golpe
seco,
cose su mano derecha al madero de nuestra redención.
Señores:
en la Iglesia de Santa Cruz de Jerusalén, en Roma, se
conserva
uno de los clavos auténticos de la cruz de Nuestro Señor.
Es
imposible contemplarlo sin un estremecimiento de horror. No es un
clavo liso, pulimentado; es un clavo de forja, cuadrilátero,
desigual,
con aristas y rugosidades. Estremece pensar el desgarro
que
aquel clavo debió causar en la carne divina de
Jesús.
Debió
retorcerse de dolor la divina Víctima (¿Te dolió mucho,
Señor?
¡Yo te clavé ese clavo con mis pecados!). Pero los soldados
continuaron su tarea impertérritos. Unos cuantos golpes más... y
las manos y los pies quedan fuertemente sujetas al madero.
¡Arriba
la cruz, para que todo el mundo la contemple! Y al dejarla
caer de
golpe sobre el agujero preparado de antemano para recibirla, debió
lanzar un gemido de dolor, que sólo María recogió en su corazón y
que se perdió en un clamoreo de blasfemias y de burlas.
¡Ya
está levantado sobre el mundo el primer Crucifijo! ¡Ya está la
augusta Víctima en lo alto de la cruz!
¡Cristianos!
Caigamos de rodillas ante Él, golpeemos nuestro pecho y
dispongámonos a oír su sublime, su divino, su maravilloso sermón
de las Siete Palabras.
Continua aquí...
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