sábado, 8 de diciembre de 2012

Solo en el Señor está la paz verdadera

Testimonio

 

Durante mi vida he pasado momentos difíciles como todos, pero uno de las pruebas más fuertes que he tenido fue mi divorcio.
Tengo que mencionar que crecí en una familia muy unida, con unos padres y una hermana maravillosos, una familia de fé, una familia de valores y moral intachable. Aprendí que la base de toda sociedad es precisamente eso, la familia.
Después de casarme muy enamorada de mi esposo, al cabo de unos años, me di cuenta que algo no estaba bien; nació mi primer hijo y pronto vino el segundo. Son el regalo más grande que Dios me ha hecho. Sin embargo, al pasar el tiempo, yo sabía que algo no estaba bien entre mi esposo y yo. Platicamos las cosas y sentí que no había remedio a nuestros problemas.
Aún así, y teniendo presente siempre a Dios, le pedí que fuéramos a terapia de pareja, la cual tomamos durante mas de 1 año. Desgraciadamente las cosas no mejoraban. Tomé toda clase de terapia psicológica que me decían, caí con brujos, chamanes, gurús de la India, sexólogos y nada lograba que mi matrimonio no se desintegrara.
Al ver todo esto empecé a tener un enojo enorme hacia todos y todo, inclusive ante Dios. Dejé de orar, dejé de hablar con El, dejé de pedirle, dejé de voltearlo a ver siquiera. En mi desesperación por salvar mi matrimonio buscaba yo cualquier cosa; la familia siempre primero.
Al cabo de 8 años, mi esposo se fue de la casa y mi matrimonio se terminó de quebrantar.
Quedé devastada, no hallaba consuelo en nadie ni en nada. Lloraba todas las noches, no podía creer que esto me estuviera pasando a mi. Estaba sumida en una profunda tristeza, no sabía como vivir, sola con mis dos hijos, cómo explicarle a mis papás mi separación, como vivir así.
Me revelé ante Dios, tengo que mencionar que jamás dude que El existe, que el Espíritu Santo y Dios Padre estaban “por ahí”, que la Virgen de Guadalupe es la madre de Nuestro Señor y nuestra madre, pero, y dónde estaban cuando yo mas los necesitaba? Sentía que me habían abandonado, me habían quitado lo más importante que yo tenía.
Una noche, en donde siempre digo que toque fondo, no sabía de dónde tomar fuerza, no paraba de llorar, no había nada ni nadie que pudiera consolarme, entonces pensé en mis hijos. Entré en su recámara para verlos, para agarrar fuerza para seguir viviendo con tanto dolor.
Tengo que mencionar que en su recámara tienen un Cristo de el jubileo con Jesús con los brazos abiertos, bendecido por S.S. Juan Pablo II en nuestro viaje de luna de miel a Roma.
Después de más de 1 año de no querer ni voltear a ver la Cruz, sentí una desesperación indescriptible, tomé la Cruz entre mis manos y empecé a hablar con El. Le decía que porque me había abandonado, yo que siempre fui tan apegada a El, yo que siempre lo fui a ver y recibía su cuerpo, yo que tanto le pedí una familia, porque no me consolaba ahora? Porque me había dejado alejarme tanto de El? Porqué me había dejado sola?
Al terminar de reclamarle, de gritarle, de decirle todo lo que en 5 años no le había dicho, sentí una gran paz, y tan tranquila ,como si nada hubiera pasado en mi vida, les di un beso a mis hijos que dormían, y me fui a dormir yo también.
Al siguiente día era domingo, recuerdo que le hablé a mis papás, y después de 5 años de no pararme por la Iglesia, les dije que quería ir a confesarme, que no iba yo a oir misa, que sólo quería confesarme y que tenía que ser en la Iglesia de San Agustín, en Polanco, que es dónde me casé.
Mis papás que durante éstos años trataban de acercarme a la Iglesia, a Dios y a la Virgen, en ese momento, y yo siempre digo, que antes de que me pudiera tentar “el malo” como yo le digo, me llevaron a la Iglesia.
Se estaba celebrando la misa y yo en mi estupidez y rebeldía no quise sentarme a oír Su palabra. Mis papás se sentaron con mis hijos, y yo me recargué en una de las paredes laterales de la Iglesia. No escuchaba lo que el Padre decía, no lo quería escuchar, a la mera hora decidí que tampoco me iba a confesar, sólo iba a pararme ahí y ya.
Al paso de unos cuantos minutos, yo recargada en la pared, veo que pasa un Padre por el pasillo dirigiéndose a la entrada de la Iglesia. Me llamó la atención y lo seguí con la mirada. Había caminado unos dos o tres metros más adelante de dónde yo estaba, se para en seco, da la media vuelta y se dirige a mi. Me ve a los ojos y me dice: “Hola, te quieres confesar?”
La verdad no puedo describir con palabras lo que yo sentí en ese momento, más mi respuesta fue no gracias. EL Padre me sonríe, se da la media vuelta y sigue su camino. Al cabo de 15 minutos más o menos, regresa por el mismo pasillo donde yo me encontraba y me vuelve a preguntar: “Estás segura que no quieres confesarte?” En ese momento pensé que seguro lo debía hacer, ya era demasiada “coincidencia”. Asiento con la cabeza y caminamos juntos al confesionario que cabe mencionar no estaba cerca de dónde yo estaba parada en un principio.
Entro al confesionario, empiezo a llorar y a contarle mi enojo con Dios, con la vida y con todos. Se sale, me pasa un número con su celular y me dice que lo vaya a ver al día siguiente.
Efectivamente fui, y a partir de ese día mi vida cambió. Dejé de sentir ese dolor tan grande que mi situación, y yo, me había provocado al separarme de Nuestro Padre, Dios. La relación con mi ahora ex esposo, dio un giro de 360 grados. No pudimos salvar nuestro matrimonio, pero si recuperamos la amistad, el amor de padres, ese amor sincero, en donde los dos queremos lo mejor para el otro, el respeto. Mis hijos pudieron ver a partir de ese día que sus papás no estaban juntos, pero que seguían teniendo una familia diferente como yo les digo, porque no vivimos juntos, pero familia de fé y creyente somos.

Doy gracias a Dios y a la Virgencita por perdonarme, por nunca haberme dejado a pesar de tanto y tantos errores cometidos. Soy una mujer privilegiada, ya que no sólo en ésta ocasión he tenido la bendición de sentirlo, vivirlo y tener éste tipo de milagro. De saber que siempre, siempre, Él está aquí.

Dios nos bendiga siempre.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario