Testimonio
Durante mi
vida he pasado momentos difíciles como todos, pero uno de las
pruebas más fuertes que he tenido fue mi divorcio.
Tengo que
mencionar que crecí en una familia muy unida, con unos padres y una
hermana maravillosos, una familia de fé, una familia de valores y
moral intachable. Aprendí que la base de toda sociedad es
precisamente eso, la familia.
Después de
casarme muy enamorada de mi esposo, al cabo de unos años, me di
cuenta que algo no estaba bien; nació mi primer hijo y pronto vino
el segundo. Son el regalo más grande que Dios me ha hecho. Sin
embargo, al pasar el tiempo, yo sabía que algo no estaba bien entre
mi esposo y yo. Platicamos las cosas y sentí que no había remedio a
nuestros problemas.
Aún así,
y teniendo presente siempre a Dios, le pedí que fuéramos a terapia
de pareja, la cual tomamos durante mas de 1 año. Desgraciadamente
las cosas no mejoraban. Tomé toda clase de terapia psicológica que
me decían, caí con brujos, chamanes, gurús de la India, sexólogos
y nada lograba que mi matrimonio no se desintegrara.
Al ver todo
esto empecé a tener un enojo enorme hacia todos y todo, inclusive
ante Dios. Dejé de orar, dejé de hablar con El, dejé de pedirle,
dejé de voltearlo a ver siquiera. En mi desesperación por salvar mi
matrimonio buscaba yo cualquier cosa; la familia siempre primero.
Al cabo de
8 años, mi esposo se fue de la casa y mi matrimonio se terminó de
quebrantar.
Quedé
devastada, no hallaba consuelo en nadie ni en nada. Lloraba todas las
noches, no podía creer que esto me estuviera pasando a mi. Estaba
sumida en una profunda tristeza, no sabía como vivir, sola con mis
dos hijos, cómo explicarle a mis papás mi separación, como vivir
así.
Me revelé
ante Dios, tengo que mencionar que jamás dude que El existe, que el
Espíritu Santo y Dios Padre estaban “por ahí”, que la Virgen de
Guadalupe es la madre de Nuestro Señor y nuestra madre, pero, y
dónde estaban cuando yo mas los necesitaba? Sentía que me habían
abandonado, me habían quitado lo más importante que yo tenía.
Una noche,
en donde siempre digo que toque fondo, no sabía de dónde tomar
fuerza, no paraba de llorar, no había nada ni nadie que pudiera
consolarme, entonces pensé en mis hijos. Entré en su recámara para
verlos, para agarrar fuerza para seguir viviendo con tanto dolor.
Tengo que
mencionar que en su recámara tienen un Cristo de el jubileo con
Jesús con los brazos abiertos, bendecido por S.S. Juan Pablo II en
nuestro viaje de luna de miel a Roma.
Después de
más de 1 año de no querer ni voltear a ver la Cruz, sentí una
desesperación indescriptible, tomé la Cruz entre mis manos y empecé
a hablar con El. Le decía que porque me había abandonado, yo que
siempre fui tan apegada a El, yo que siempre lo fui a ver y recibía
su cuerpo, yo que tanto le pedí una familia, porque no me consolaba
ahora? Porque me había dejado alejarme tanto de El? Porqué me había
dejado sola?
Al terminar
de reclamarle, de gritarle, de decirle todo lo que en 5 años no le
había dicho, sentí una gran paz, y tan tranquila ,como si nada
hubiera pasado en mi vida, les di un beso a mis hijos que dormían, y
me fui a dormir yo también.
Al
siguiente día era domingo, recuerdo que le hablé a mis papás, y
después de 5 años de no pararme por la Iglesia, les dije que quería
ir a confesarme, que no iba yo a oir misa, que sólo quería
confesarme y que tenía que ser en la Iglesia de San Agustín, en
Polanco, que es dónde me casé.
Mis papás
que durante éstos años trataban de acercarme a la Iglesia, a Dios y
a la Virgen, en ese momento, y yo siempre digo, que antes de que me
pudiera tentar “el malo” como yo le digo, me llevaron a la
Iglesia.
Se estaba
celebrando la misa y yo en mi estupidez y rebeldía no quise sentarme
a oír Su palabra. Mis papás se sentaron con mis hijos, y yo me
recargué en una de las paredes laterales de la Iglesia. No escuchaba
lo que el Padre decía, no lo quería escuchar, a la mera hora decidí
que tampoco me iba a confesar, sólo iba a pararme ahí y ya.
Al paso de
unos cuantos minutos, yo recargada en la pared, veo que pasa un Padre
por el pasillo dirigiéndose a la entrada de la Iglesia. Me llamó la
atención y lo seguí con la mirada. Había caminado unos dos o tres
metros más adelante de dónde yo estaba, se para en seco, da la
media vuelta y se dirige a mi. Me ve a los ojos y me dice: “Hola,
te quieres confesar?”
La verdad
no puedo describir con palabras lo que yo sentí en ese momento, más
mi respuesta fue no gracias. EL Padre me sonríe, se da la media
vuelta y sigue su camino. Al cabo de 15 minutos más o menos, regresa
por el mismo pasillo donde yo me encontraba y me vuelve a preguntar:
“Estás segura que no quieres confesarte?” En ese momento pensé
que seguro lo debía hacer, ya era demasiada “coincidencia”.
Asiento con la cabeza y caminamos juntos al confesionario que cabe
mencionar no estaba cerca de dónde yo estaba parada en un principio.
Entro al
confesionario, empiezo a llorar y a contarle mi enojo con Dios, con
la vida y con todos. Se sale, me pasa un número con su celular y me
dice que lo vaya a ver al día siguiente.
Efectivamente
fui, y a partir de ese día mi vida cambió. Dejé de sentir ese
dolor tan grande que mi situación, y yo, me había provocado al
separarme de Nuestro Padre, Dios. La relación con mi ahora ex
esposo, dio un giro de 360 grados. No pudimos salvar nuestro
matrimonio, pero si recuperamos la amistad, el amor de padres, ese
amor sincero, en donde los dos queremos lo mejor para el otro, el
respeto. Mis hijos pudieron ver a partir de ese día que sus papás
no estaban juntos, pero que seguían teniendo una familia diferente
como yo les digo, porque no vivimos juntos, pero familia de fé y
creyente somos.
Doy gracias
a Dios y a la Virgencita por perdonarme, por nunca haberme dejado a
pesar de tanto y tantos errores cometidos. Soy una mujer
privilegiada, ya que no sólo en ésta ocasión he tenido la
bendición de sentirlo, vivirlo y tener éste tipo de milagro. De
saber que siempre, siempre, Él está aquí.
Dios nos
bendiga siempre.
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