«Una Iglesia cerrada… es una Iglesia enferma. La Iglesia debe salir de sí misma. ¿Adónde? Hacia las periferias existenciales, cualesquiera que sean. Pero ¡salir! Jesús nos dice: «Id por todo el mundo. Id. Predicad. Dad testimonio del Evangelio».
El católico de a pie diría: estupendo, genial, es lo que le falta al mundo de hoy una revolución evangelizadora que lleve el Evangelio a toda criatura humana, ya que el medio siglo precedente de posconcilio significó para la Iglesia de Cristo una parálisis evangelizadora, con la consecuencia de que todos los cambios operados por éste, no resultaron, sino que al contrario desacralizaron y desnaturalizaron la Verdadera Fe.
Después de verificado el Vaticano II, cambiaron los métodos y contenidos de la evangelización y la catequesis, cambió la educación cristiana, se cambió la liturgia y se la adaptó a los idiomas vernáculos, se implementaron medidas para una mayor participación de los seglares. Las perspectivas misionales también fueron modificadas, se insiste hoy en que el misionero debe conocer la cultura, la situación humana, y que debe establecer un «diálogo evangelizador» con esas realidades.
El apostolado caritativo fue trastocado: misericordia no es sólo servicios de caridad y desarrollo, sino también la lucha por la justicia, los derechos humanos y la liberación.
Una acomodación de la Iglesia al espíritu moderno.
Nueva catequesis marcada por el abandono de la pedagogía católica, que enseña la trascendencia de la verdad respecto del intelecto que la aprehende, y por el abandono de la certeza de fe, sustituida por el examen y la opinión subjetivas, una catequesis sin catequesis.[4]
La catequesis es doctrina y no procede a la experiencia existencial de los creyentes, porque hay en ella contenidos sobrenaturales que esa experiencia no contiene. Desciende de la enseñanza divina y no es producida por la experiencia religiosa: es ella quien la produce.[5]
Nueva escuela: Se quita a la escuela su base propia y se coloca su esencia fuera de sí misma, condicionándola al pluralismo y al nihilismo cultural.[6] Conviene medir el salto regresivo hecho por la escuela católica en el período postconciliar, citando al Cardenal Michael Faulhaber, arzobispo de Munich en 1936: Hace más daño cerrar de un plumazo cien escuelas que destruir una iglesia.[7]
Nueva teología: La «teología de la liberación» que arranca del mesianismo marxistoide «historiza» los preceptos morales universales y los traduce en pautas instrumentales de eficacia histórica, «temporaliza» asimismo las promesas evangélicas de vida eterna, transfiriéndolas al futuro histórico de la humanidad. Llega a reinterpretar la trascendencia misma de Dios, y la traduce en términos de inmanencia histórica. El Reino que «no es de este mundo» (Jn 18, 36), es desconstruido como «la utopía realizada en el mundo».[8]
De tal forma que ese cristianismo horizontal, concentrado en el hombre, propone un Reino secularizado, ultra-mundano, la antítesis del Reino sobrenatural enseñado por Cristo en el Sermón de la Montaña: «buscar, antes que nada el Reino de Dios y su justicia, porque todas estas cosas nos serán dadas por añadidura».[9]
Para estas ideologías imperantes no es necesario preocuparse de si el pobre «está o no en gracia de Dios, o por si cumple los mandamientos», ya que «es pobre, y, por lo tanto, ya es santo, puro, bondadoso, inmaculado, comprometido con los sufrimientos de su pueblo… ¿cómo vamos a atrevernos a preguntarle por el estado de su alma?».[10]
Nueva evangelización: Así, se abandonó casi por completo el trabajo evangelizador cuya piedra de toque es la conversión de las almas, eximiendo de lo que Jesús tan encarecidamente ordenó a su Cuerpo Místico, hasta el punto de que uno se pregunta de si realmente tienen fe católica, por lo que la convocatoria que se hiciera a las fuerzas vivas de la Iglesia, las asociaciones y movimientos eclesiales, no significaría un empeño y un celo evangelizador sino un nuevo enfoque de misericordia y amor carente de justicia, y si no, preguntémosles a los Franciscanos de la Inmaculada, a obispos, sacerdotes, religiosos y laicos que han sido confinados a una desolada periferia espiritual por su fidelidad a la Tradición.
La justicia de Dios es finalmente misericordia
Nuestra Señora nos ha dicho en las apariciones marianas aprobadas por la Iglesia en Fátima y Akita, y en otros muchos lugares, que si el mundo no se convierte, se está acercando a la humanidad un tiempo de gran pena y sufrimiento, un clima trágico de oscuridad y destrucción.
Deberíamos preguntarnos si las advertencias condicionadas dadas a través de las apariciones marianas aprobadas de los siglos XIX y XX, son tan ilusorias como a muchos les gustaría.
Estamos en una guerra, una guerra en que nuestros enemigos no defienden nada sagrado. Ninguna ley ni temor de Dios los detiene, fuera del temor de ser descubiertos antes de poder llevar a cabo todos esos planes. Es una guerra a muerte. Es una guerra, sobre todo, contra sus almas, propagando la herejía y la heteropraxis (prácticas de religión que tienden a quebrantar su fe, tales como la costumbre de hablar indiscriminadamente en la Iglesia y nunca arrodillarse o no mostrar ninguna señal de respeto por Jesús en la Sagrada Eucaristía) y el colapso de la moralidad como destruir eventualmente su fe o esclavizarlo al vicio.[11]
Es por la guerra contra la Iglesia, cómo el diablo y sus seguidores tratan de apagar los medios de gracia –la oración y los sacramentos.
Es ante todo una «con-fusión» (fundir-con) de lo natural y lo sobrenatural, lo trascendente y lo inmanente.
Una de las comparaciones más exactas sobre la esencia de la traición a Dios y sus efectos en la Sagrada Escritura es el adulterio, traicionar a su esposo que es Dios, para irse al placer con una criatura extraña.
Veamos un texto del Deuteronomio: Si un hombre encuentra dentro de la ciudad a una doncella virgen, desposada con un hombre, y se acuesta con ella; sacaréis a entrambos a la puerta de aquella ciudad, y los apedrearéis para que mueran, a la joven por no haber gritado, estando como estaba en la ciudad, y al hombre por cuanto deshonró a la mujer de su prójimo.
Tremendo castigo, pero añade Dios: Así extirparás el mal de en medio de ti. El adulterio comporta una traición del amor sincero que se debe a una persona a la que se ha unido de por vida, es también un desequilibrio para la familia que se destruye por su repetición.
El profeta Oseas recrea esta imagen del adulterio con mayores detalles, ya que su propia esposa se prostituye, el profeta llora su desgracia, siente la amargura de la traición de su cónyuge, comprende la vergüenza que le atenaza, y lleva la idea a Dios que es también traicionado por el pecado de quien se unió a Él como en matrimonio por la alianza de la fidelidad, e impondrá una penitencia a su esposa, con la sentencia y la soledad, con la reflexión y el dolor, luego ella retornará a la fidelidad a su marido.
Igualmente lo hará Israel el pueblo sagrado que ha traicionado con el pecado a su Dios, pisoteando su propia alianza, faltando a su fidelidad, corrompiendo su palabra, entregándose a otro dueño que no es el suyo y enlazando las dos traiciones la de la esposa de Oseas, y la del pueblo de Israel para con su Dios.
La esposa de Oseas es símbolo al mismo tiempo del pueblo de Israel que fornica y adultera traicionando a su Dios, aunque ella se haya alejado, aunque se alejara el pueblo elegido, Dios dirá: Mi pueblo está pagando ahora su infidelidad. Mi corazón se conmueve y se remueven mis entrañas. No puede dejarme llevar por mi indignación y destruir a Efraín pues soy Dios y no hombre. Yo soy el Santo que está en medio de ti, y no me gusta destruir.
En fidelidad, porque Él permanece fiel a sus promesas, pero es también un «Dios celoso» [12] que castiga inexorablemente al pueblo apóstata. «Juntóse con la negligencia de los pastores, el engaño de falsos profetas».[13]
Germán Mazuelo-Leytón
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