miércoles, 19 de febrero de 2014

Visiones y Profecías de Santa Brígida: Sobre la Vida de la Virgen María.

LAS PROFECÍAS Y VISIONES DE SANTA BRÍGIDA DE SUECIA - SOBRE LA VÍRGEN Y SU VIDA

Aquí les traigo los capítulos del 41 al 46 en el que se habla sobre la vida de la Virgen, desde su Nacimiento hasta su Asunción en cuerpo y alma.



Santa Brígida de Suecia
Santa Brígida de Suecia

La Virgen María revela a santa Brígida cuánto su nacimiento llenó de alegría a los ángeles en el cielo, de júbilo a los justos sobre la tierra y de espanto a los demonios en el infierno.

 

                   Capítulo 41

 

Cuando mi madre me dió a luz, dice la Virgen, no estuvo oculto a los demonios mi nacimiento, y pensaron de esta suerte: Ha nacido una niña en la cual se advierte que ha de haber algo admirable; ¿qué haremos? Si le echásemos todas las redes de nuestra malicia, las destrozará como si fueran de estopa, y si investigásemos su interior, está guarecida con poderoso auxilio. No hay en ella una mancha como la punta de una aguja, donde haya el menor pecado, por consiguiente, es de temer que su pureza nos atormente, que su gracia disminuya nuestra fortaleza, y que su constancia nos holle debajo de sus pies.

 

Los amigos de Dios, que por tan largo tiempo habían estado esperando, decían por inspiración del Señor: ¿Por qué seguimos afligidos? Más bien debemos alegrarnos, porque ya nació la luz con que se alumbrarán nuestras tinieblas y se cumplirá nuestro deseo. Alegrábanse también los ángeles, aunque su gozo era siempre en la presencia de Dios y decían: ¿Nació en la tierra una criatura muy deseada y del especial amor de Dios, con la que se reformará la verdadera paz y se restaurarán nuestras ruinas?

 

En verdad te digo, hija mía, que mi nacimiento fué el principio de los verdaderos gozos, porque entonces brotó la vara de que salió aquella flor que deseaban reyes y profetas. Así que mi alma iluminada pudo entender algo acerca de mi Creador, le tuve un amor indecible y lo deseaba con todo mi corazón. Fuí también conservada por la gracia, de suerte que ni en mi tierna edad consentí el menor pecado, porque siempre perseveraban conmigo el amor de Dios y el cuidado de los padres, la educación honesta y el trato de los buenos, y el fervor de conocer a Dios.

 

 

Notable revelación que hace la Virgen María a santa Brígida sobre su Purificación, y el acerbo dolor que causaron en su alma las palabras de Simeón.

 

                   Capítulo 42

 

Has de saber, hija mía, dice la Virgen a la Santa, que yo no necesitaba de Purificación como las demás mujeres, porque me dejó pura y limpia mi Hijo que nació de mí, ni yo tampoco adquirí la menor mancha, porque sin ninguna impureza engendré a mi purísimo Hijo. No obstante, para que se cumpliesen la ley y las profecías, quise vivir en todo sujeta a la ley, y ni aun vivía con arreglo a la posición de mis padres, sino que hablaba humildemente con los humildes, y no quise ser preferida en nada, sino que amaba todo lo que era conforme con la humildad.

 

Tal día como hoy se aumentó mi dolor, pues, aunque por inspiración divina sabía que mi Hijo había de padecer; sin embargo, con las palabras que dijo Simeón, anunciándome que una espada atravesaría mi alma y que mi Hijo sería puesto en señal de contradicción, se atormentó más mi corazón con este dolor; y aunque se mitigaba por el consuelo que recibía del espíritu de Dios, nunca se apartó de mi corazón hasta que en cuerpo y alma subí al cielo.

Has de saber también que desde ese día tuve seis clases de dolores. El primero fué por la meditación que hacía sobre esto que se me había anunciado, y así, siempre que miraba a mi Hijo, siempre que lo envolvía en los pañales y veía sus manos y pies, quedaba absorta mi alma en un nuevo dolor, porque pensaba cómo había de ser crucificado.

 

El segundo dolor se refirió al oído; porque siempre que oía las afrentas que le hacían a mi Hijo, y las calumnias y asechanzas que le preparaban, padecía mi alma tal dolor, que apenas podía mantenerme, aunque por virtud de Dios este dolor guardó moderación y decoro, a fin de que no se me notase abatimiento ni flaqueza de alma. El tercer dolor residía en la vista, pues así que vi que a mi Hijo lo azotaban atado a una columna y que lo clavaron en la cruz, caí exánime en tierra, y al volver en mí permanecí afligida y sufriendo con tanta paciencia, que ni mis enemigos ni nadie veían en mí más que una seria dignidad.

 

Consistió en el tacto mi cuarto dolor, porque yo con otras personas bajamos de la cruz a mi Hijo, lo envolví en un lienzo y lo puse en el sepulcro; y entonces aumentóse mi dolor de tal manera, que mis manos y pies apenas tenían fuerza para sostenerse. ¡Con cuánto gusto me hubiera entonces sepultado con mi Hijo! Padecía yo, en quinto lugar, por el vehemente deseo de unirme con mi Hijo, después que éste subió al cielo, porque aumentaba mi dolor la larga demora que en el mundo tuve después de su Ascensión.

 

Padecía el sexto dolor con las tribulaciones de los Apóstoles y amigos de Dios, cuyo dolor era también mío, y me hallaba siempre temerosa y afligida: temerosa, de que sucumbieran a las tentaciones y trabajos; y afligida, porque en todas partes padecían contradicción las palabras de mi Hijo. Mas aunque la gracia de Dios perseveraba siempre conmigo, y mi voluntad estaba conforme con la del Señor, no obstante, mi dolor era continuo y mezclado de consuelos, hasta que en cuerpo y alma subí al cielo al lado de mi Hijo.

Hija mía, no se aparte de tu alma este dolor, porque si no hubiera tribulaciones, poquísimos entrarían en el reino de los cielos.

 

 

Cuenta la Virgen María a santa Brígida de un modo muy tierno la infancia y la vida oculta de Jesús. Es revelación muy propia para excitar en el alma el dulce amor del Salvador.

 

                   Capítulo 43


 

Te he hablado de mis dolores, le dice la Virgen a la Santa, pero no fué el menor que tuve cuando llevaba a mi Hijo huyendo para Egipto, cuando supe la matanza de los Inocentes, y el ángel nos anunció que Herodes perseguía a mi Hijo; pues aunque sabía lo que acerca de El estaba escrito, con todo, a causa del mucho amor que le tenía, padecía yo dolor y suma angustia.

 

Mas ahora podrás preguntarme qué hizo mi Hijo en todo aquel tiempo de su vida antes de su Pasión. A esto te respondo que, según dice el Evangelio, estaba sometido a sus padres, y se condujo como los demás niños hasta que llegó a la mayor edad, aunque en su juventud no dejó de haber maravillas. Pero como en el Evangelio están puestas las señales de su Divinidad y Humanidad, las cuales pueden edificarte a ti y a los demás, no te es necesario saber cómo las criaturas sirvieron a su Creador; cómo enmudecieron los ídolos, y muchísimos cayeron por tierra a su llegada a Egipto; cómo los magos anunciaron que mi Hijo sería la señal de grandes acontecimientos futuros; cómo también le sirvieron los ángeles, y cómo ni aun la menor inmundicia hubo nunca en su cuerpo ni en sus cabellos.

 

Cuando llegó a mayor edad, estaba continuamente orando, y obedeciéndonos a nosotros; nos acompañaba a las fiestas que había en Jerusalén y a otros parajes, donde su presencia y trato causaba tanto agrado y admiración, que muchos afligidos decían: Vamos a ver al Hijo de María, para quedar consolados.

 

Cuando creció en edad y en sabiduría, de la que desde un principio estaba lleno, se ocupaba en trabajos manuales, siempre decorosos, y separadamente nos decía palabras de consuelo y sobre la divinidad, de tal manera que de continuo estábamos llenos de indecible gozo. Y cuando estábamos llenos de temores por la pobreza y los trabajos, nunca nos hizo oro ni plata, sino que nos exhortaba a la paciencia, y de un modo admirable nos libramos de los envidiosos. Tuvimos todo lo necesario, unas veces por compasión de las almas caritativas, y otras por nuestro trabajo, de suerte que nos alcanzaba para nuestra sola sustentación, y no para lo superfluo, porque ninguna otra cosa buscábamos más que servir a Dios.

 

Más adelante, con los amigos que llegaban, hablaba también en casa familiarmente sobre la ley, sus significaciones y figuras, y aun en público disputaba con los sabios, de manera que se admiraban y decían: El hijo de José enseña a los maestros; algún espíritu superior habla por sus labios. Como en cierto tiempo estuviese yo pensando acerca de su Pasión y me viese muy triste, me dijo: ¿No crees, Madre, que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? ¿Padeciste acaso lesión cuando entré en tus entrañas o sufriste dolores cuando salí? ¿Por qué te afliges? La voluntad de mi Padre es que yo padezca la muerte, y mi voluntad es la misma de mi Padre. No puede padecer lo que del Padre tengo, pero padecerá la carne que tomé de ti, para que sea redimida la carne de los demás y se salven las almas.

 

Era tan obediente que, cuando por casualidad le decía José: Haz esto o aquello, lo hacía al punto, porque ocultaba de tal manera el poder de su divinidad, que solamente podíamos saberlo yo y a veces José, porque con mucha frecuencia veíamos una admirable luz que lo rodeaba, oíamos las voces de los ángeles que cantaban junto a él, y vimos también que espíritus inmundos que no pudieron ser echados por exorcistas aprobados en nuestra ley, salieron con sólo ver a mi Hijo.

Cuida, hija, de tener todo esto siempre en tu memoria, y da muchas gracias a Dios porque por tu medio ha querido dar a conocer su infancia a otros.

 

 

Visitación de nuestra Señora a santa Isabel. Vida admirable y virtuosísima de la Virgen María y de san José en Nazaret, con grandes elogios que de este santo Patriarca hace la Virgen.

 

                   Capítulo 44

 

Cuando me anunció el ángel, dice la Virgen a la Santa, que nacería de mí el Hijo de Dios, al punto que hube consentido, sentí en mí una cosa sobrenatural y admirable, y en seguida fuí a ver a mi parienta Isabel, para aliviarla porque estaba encinta, y para hablarle de lo que me había anunciado el ángel. Y como esta me saliese al encuentro junto a la fuente, y nos diésemos mutuos abrazos, llenóse de regocijo el niño en su vientre y daba saltos de una manera admirable y visible. Yo también sentí en mi corazón muy extraña alegría, de modo que mi lengua habló impensadas palabras acerca de Dios, y mi alma apenas podía comprender de júbilo.

 

Como se admirase Isabel del fervor del Espíritu que en mí hablaba, y no me admirara yo menos de la gracia de Dios que veía en ella, permanecimos en pie por algún tiempo bendiciendo al Señor. En seguida comencé a pensar cómo y con cuánta devoción debería yo conducirme después de una gracia tan grande como el Señor me había hecho; qué habría de responder, si me preguntaran cómo había concebido; quién fuese el padre del niño que había de nacer; o si acaso José, por instigaciones del demonio sospechara mal de mí.

 

Estaba yo pensando de esa manera, cuando se me presentó un ángel muy parecido al que antes había visto, y me dijo: Dios nuestro Señor, que es Eterno, está contigo y en ti. No temas, pues El te dirá lo que has de hablar, dirigirá tus pasos adondequiera que vayas, y con poder y sabiduría acabará contigo su obra. Mas José, a quien estaba yo encomendada, después que supo que estaba yo encinta, llenóse de admiración, y considerándose indigno de vivir conmigo, estaba angustiado sin saber qué hacer, pero el ángel le dijo mientras dormía: No te apartes de la Virgen que se te ha encomendado, pues es muy cierto de que concibió por el Espíritu de Dios, y parirá un Hijo que será el Salvador del mundo. Sírvele, pues, con fidelidad, y sé el custodio y testigo de su pudor. Desde aquel día me sirvió José, como a su señora, y yo también me humillaba a hacer por él hasta lo más pequeño.

 

Estaba yo después, en continua oración, pocas veces quería ver ni ser vista, y en rarísima ocasión salía, a no ser en las principales fiestas, y también asistía a las vigilias y lecciones que leían nuestros sacerdotes; tenía distribuido el tiempo para las labores de mano, y fuí moderada en los ayunos, según lo podía llevar mi naturaleza, en el servicio del Señor. Todo lo que nos quedaba, además de los comestibles, lo dimos a los pobres, y estábamos contentos con lo que teníamos.

 

José me sirvió de tal suerte, que jamás se oyó en sus labios una palabra frívola ni una murmuración, ni el menor arranque de ira; pues fué pacientísimo en la pobreza, solícito en el trabajo cuando era menester, mansísimo con los que le reconvenían, obedientísimo en obsequio mío, prontísimo defensor contra los que dudaban de mi virginidad y fidelísimo testigo de las maravillas de Dios. Hallábase también tan muerto para el mundo y la carne, que nada deseaba sino las cosas del cielo, y creía tanto las promesas de Dios, que continuamente decía: ¡Ojalá viva yo y vea cumplirse la voluntad de Dios! Rarísima vez se presentó en las juntas y reuniones de los hombres, porque todo su empeño lo cifró en obedecer la voluntad de Dios, y por esto ahora es grande su gloria.

 

 

Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos, y alabanza que la Señora hace de san Jerónimo.

 

                   Capítulo 45

 

Dícele a la Santa la Madre de Dios: ¿Qué te ha dicho ese que presume de sabio, acerca de que la carta de mi amigo san Jerónimo que habla de mi Asunción, no debe leerse en la Iglesia de Dios, porque le parece que en ella dudó el Santo acerca de mi Asunción, porque dijo que no sabía si yo había subido al cielo en cuerpo o no, ni quiénes me llevaron? Yo, la Madre de Dios, le respondo a ese maestro, que san Jerónimo no dudó de mi Asunción; mas, puesto que Dios no reveló claramente esta verdad, no quiso san Jerónimo definir de un modo explícito lo que Dios no había revelado.

 

Pero acuérdate, hija mía, de lo que antes te dije, que san Jerónimo era compasivo con las viudas, espejo de los verdaderos monjes, y vindicador y defensor de la verdad, y que alcanzó para ti aquella oración con que me saludaste. Mas ahora añado que san Jerónimo fué como medio manejable, por el cual hablaba el Espíritu Santo, y una llama inflamada con aquel fuego que vino sobre mí y sobre los apóstoles en el día de Pentecostés. Felices, pues, los que oyen y siguen estas sus doctrinas.

 

 

Admirable vida de la Virgen María después de la Ascensión de su divino Hijo. Háblase también de la Asunción de esta Señora en cuerpo y alma.

 

                   Capítulo 46

 

Acuérdate, hija mía, dice la Virgen a la Santa, que hace varios años elogié a san Jerónimo acerca de mi Asunción; pero ahora voy a referirte esta misma Asunción.

Después de la Ascensión de mi Hijo viví yo bastantes años en el mundo, y quísolo Dios así, para que viendo mi paciencia y mis costumbres, se convirtieran al Señor muchas almas, y cobrasen fuerza los apóstoles de Dios y otros escogidos. También la natural disposición de mi cuerpo exigía que viviera yo más tiempo, para que se aumentase mi corona; pues todo el tiempo que viví después de la Ascensión de mi Hijo, visité los lugares en que él padeció y mostró sus maravillas.

 

Su Pasión estaba tan fija en mi corazón, que ya comiese, ya trabajase, la tenía siempre fresca en mi memoria, y hallábanse mis sentidos tan apartados de las cosas del mundo, que de continuo estaba inflamada con nuevos deseos, y alternativamente me afligía la espada de mis dolores. Mas no obstante, moderaba mis alegrías y mis penas sin omitir nada perteneciente a Dios, y vivía entre los hombres sin atender ni tomar nada de lo que generalmente gusta, sino una escasa comida.

 

Respecto a que mi Asunción no fué sabida de muchos ni predicada por varios, lo quiso Dios, que es mi Hijo, para que antes se fijase en los corazones de los hombres la creencia de su Ascensión, porque éstos eran difíciles y duros para creer su Ascensión, y mucho más lo hubieran sido, si desde los primeros tiempos de la fe se les hubiese predicado mi Asunción.

 


Fuente:www.verdadescristianas.blogcindario.com

 

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