En julio de 1216, Francisco pidió en Perusa a Honorio III que todo el que, contrito y confesado, entrara en la iglesita de la Porciúncula, ganara gratuitamente una indulgencia plenaria, como la ganaban quienes se enrolaban en las Cruzadas, y otros que sostenían con sus ofrendas las iniciativas de la Iglesia. De ahí el nombre de Indulgencia de la Porciúncula, Perdón Asís, Indulgencia o Perdón de las rosas (por el prodigio que medió en su confirmación según alguna tradición tardía) u otros parecidos.
Más allá de las controversias históricas acerca de los orígenes y circunstancias de la concesión de la Indulgencia, lo cierto es que la Iglesia ha seguido, hasta nuestros días, otorgando y ampliando esa gracia extraordinaria. En la actualidad, esta Indulgencia puede lucrarse no sólo en Santa María de los Ángeles o la Porciúncula, sino en todas las iglesias franciscanas, y también en las iglesias catedral y parroquial, cada 2 de agosto, día de la Dedicación de la iglesita, una sola vez, con las siguientes condiciones: 1) visitar una de las iglesias mencionadas, rezando la oración del Señor y el Símbolo de la fe (Padrenuestro y Credo); 2) confesarse, comulgar y rezar por las intenciones del Papa, por ejemplo, un Padrenuestro con Avemaría y Gloria; estas condiciones pueden cumplirse unos días antes o después, pero conviene que la comunión y la oración por el Papa se realicen en el día en que se gana la Indulgencia.
En estos días en que se celebra el 750º aniversario de la aprobación de aquella indulgencia por parte de Honorio III, la cual, como se cree, fue concedida al mismo San Francisco y que diversos predecesores nuestros confirmaron a lo largo de los siglos, nos es grato dirigirnos a los fieles que, según el uso y costumbre de cuantos nos han precedido, se dirigen a la Porciúncula, resplandeciente por ilustre antigüedad, para reconciliarse de una manera más plena y solícita con el mismo Dios allí donde «aquel que ore con corazón devoto obtendrá lo que pida» (1 Cel 106).
Queremos repetir las palabras que pronunciamos hace poco tiempo atrás, movidos por la solicitud pastoral: «Al reino de Cristo se puede llegar solamente por la metánoia, es decir, por esa íntima y total transformación y renovación de todo el hombre -de todo su sentir, juzgar y disponer- que se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y caridad de Dios, santidad y caridad que, en el Hijo, se nos han manifestado y comunicado con plenitud» (Const. apostólica,Paenitemini).
A los mismos fieles que, impulsados por la penitencia, son llevados a alcanzar esta metánoia, por cuyo motivo, después del pecado, ha sido herida aquella santidad con la que fueron revestidos al principio en Cristo en el bautismo, sale al encuentro la Iglesia, que sostiene a los hijos enfermos y débiles con un amor y un socorro semejantes al materno, incluso otorgando las indulgencias.
Pero la indulgencia no es un camino más fácil, mediante el cual podemos evitar la necesaria penitencia de los pecados, sino más bien es un sostén que cada fiel, humildemente consciente de su enfermedad, encuentra en el Cuerpo místico de Cristo, que de una manera concreta «colabora a su conversión con la caridad, el ejemplo y las oraciones» (Const. Lumen Gentium, c. 2, n. 11).
Un ejemplo excelso de semejante penitente y de un alma consciente de la humana enfermedad fue para nosotros el mismo San Francisco, en el cual admiramos tan bien expresado «el hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad» (Ef 4,24). En efecto, él no sólo ofrece un ejemplo validísimo de aquella conversión a Dios y de una vida auténticamente penitente, sino que ordena en su Regla exhortar a los hombres para que «perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque de otro modo nadie se puede salvar» (Rnb 23); así en el comentario al Padre Nuestro, implora de esta manera al Padre que está en los cielos: «Y perdónanos nuestras deudas: por tu inefable misericordia, por la virtud de la pasión de tu amado Hijo y por los méritos e intercesión de la beatísima Virgen y de todos tus elegidos» (ParPN 7).
Con mucha razón se puede creer que esta exhortación de San Francisco así como aquel admirable amor, por el cual fue movido a pedir la indulgencia de la Porciúncula para todos los fieles, haya nacido del deseo de participar a los demás la dulzura de ánimo que él mismo había experimentado después de haber implorado de Dios el perdón de las culpas cometidas. Lo que con dulcísimas palabras narra el principal escritor de la vida de este Hombre seráfico, Tomás de Celano: «En cierta ocasión, admirando la misericordia del Señor en tantos beneficios como le había concedido y deseando que Dios le mostrase cómo habían de proceder en su vida él y los suyos, se retiró a un lugar de oración, según lo hacía muchísimas veces. Como permaneciese allí largo tiempo con temor y temblor ante el Señor de toda la tierra, reflexionado con amargura de alma sobre los años malgastados y repitiendo muchas veces aquellas palabras: "¡Oh Dios, sé propicio a mí, pecador!", comenzó a derramarse poco a poco en lo íntimo de su corazón una indecible alegría e inmensa dulcedumbre. Comenzó también a sentirse fuera de sí; contenidos los sentimientos y ahuyentadas las tinieblas que se habían ido fijando en su corazón por temor al pecado, le fue infundida la certeza del perdón de todos los pecados y se le dio la confianza de que estaba en gracia» (1 Cel 26).
El primer fruto de la penitencia, en efecto, es la conciencia de nuestros pecados: «Si quieres que Dios los ignore, sé tú quien los reconozca. Tu pecado te tenga a ti como juez, no como defensor» (S. Agustín, Sermón 20,2; PL 38, 139).
Transformándonos, pues, en acusadores de nosotros mismos ante la Iglesia, a la que Jesús entregó las llaves del reino de los cielos (cf. Mt 16,19), recibimos la remisión de la culpa y de la pena; sin embargo, no se debe relajar el camino por el que volvemos a Dios. Debemos cargar sobre nosotros el yugo de Cristo y debemos llevar su cruz y desearla mediante una voluntaria expiación; es necesario que demostremos con las buenas obras y, en particular, con los frutos del amor fraterno que nos encaminamos sinceramente hacia la casa del Padre y que estamos insertos más sólidamente y con una nueva razón en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
El fiel penitente que cumple así la renovación del espíritu, como hemos dicho más arriba, no actúa solo; en efecto «quien es redimido del pecado y mondado en el espíritu en fuerza de las oraciones y del llanto de todos, consigue la purificación mediante las obras de todo el pueblo y es lavado por las lágrimas del mismo. Cristo, en efecto, ha concedido a su Iglesia que todos fueran salvados por obra de uno solo» (S. Ambrosio, De poenitentia, 1.15,80; PL 16,469).
La indulgencia que la Iglesia ofrece a los penitentes es manifestación de aquella admirable comunión de los Santos, que por el único vínculo del amor de Cristo une estrechamente de una manera mística a la beatísima Virgen María, a los fieles triunfantes en el cielo, a los que están en el Purgatorio y a los que peregrinan en la tierra. La indulgencia, pues, que se concede por el poder de la Iglesia, disminuye e incluso borra totalmente la pena por la que el hombre de alguna manera está imposibilitado de alcanzar de una manera más estrecha la unión con Dios; por este motivo el fiel penitente en persona encuentra ayuda en esta singular forma de amor eclesial, para dejar el hombre viejo y revestirse de aquel nuevo «que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador» (Col 3,10).
Mientras reflexionamos sobre estas cosas, deseamos que el 750º aniversario de la institución de esta indulgencia sea celebrado de manera que verdaderamente la Porciúncula sea aquel lugar santo donde se consigue el perdón total y se hace estable la paz con Dios.
Sabemos bien que a lo largo de los siglos una inmensa multitud de peregrinos se ha dirigido incesantemente a la iglesia de la Porciúncula. Ellos se arriesgaban a emprender viajes largos y fatigosos para que, como en un abrazo de la Reina de los Ángeles, a la que la iglesia y basílica de la Porciúncula está dedicada, sus espíritus pudiesen gozar de la quietud luego que le fueran perdonados sus pecados y para ellos se renovase el don de la gracia divina. Al mismo tiempo sabemos bien que también hoy, y sobre todo con ocasión del aniversario de la solemne dedicación de esta capilla, en que la indulgencia de la Porciúncula se puede ganar en todas las iglesias de la Orden Franciscana, muchos peregrinos llegan a la Porciúncula, para nada movidos por la curiosidad o por el entretenimiento, sino solo para implorar el perdón de los pecados, de modo de poder gozar en el futuro de la familiaridad del Padre celestial. Estos, habiendo llegado como peregrinos, indican de alguna manera que la vida del hombre es una gran peregrinación que por un largo y arduo sendero nos conduce hasta Dios.
Es preciso pues, desear que las peregrinaciones individuales y en grupo que en nuestros días, a causa del gran aumento de los medios de transporte, se hacen más numerosas, no pierdan el espíritu de la piedad y de la penitencia, sino que sean como una auténtica pasión por la religión.
Quiera Dios que la peregrinación, transmitida durante siglos, a la iglesia de la Porciúncula, que Nuestro mismo Predecesor Juan XXIII emprendió con ánimo piadoso, no termine sino que más bien crezca continuamente la multitud de los fieles que acuden aquí al encuentro con Cristo rico en misericordia y con su Madre, que intercede siempre ante él.
Mientras deseamos de corazón que estas cosas puedan realizarse, a ti, hijo dilecto [C. Koser, Vicario general de la OFM], a toda la Familia Franciscana y a todos aquellos que se reunirán en el santuario de la Porciúncula para festejar solemnemente la memoria de este aniversario, impartimos con mucho gusto en el Señor la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 14 de julio de 1966, cuarto año de nuestro pontificado.
[Acta OFM V (1966) 317-320; Enchiridion de la Orden de Hermanos Menores, I, 30-34]
El sábado 16 de julio de 1216, Jacobo de Vitry llegaba a Perusa, donde temporalmente residía la Corte pontificia. Recién nombrado obispo de San Juan de Acre, antes de ir a tomar posesión de su sede, venía a recibir la consagración episcopal en la sobredicha ciudad. Apenas entrado en ella, supo que aquella misma mañana acababa de morir Inocencio III. Inocencio se había establecido en Perusa en mayo de 1216. Quería recorrer Toscana y Alta Italia para tratar de restituir la paz entre las ciudades rivales de Génova y Pisa, y acelerar los preparativos de la cruzada contra los Sarracenos.
Dos días tan sólo duró la vacante de la Santa Sede. Salió elegido Honorio III cuya avanzada edad y malograda salud permitían creer que no duraría mucho tiempo, pero que vivió, sin embargo, hasta el año 1227.
«El Papa que acaban de elegir -escribe Jacobo de Vitry- es un anciano excelente y piadoso, un varón sencillo y condescendiente, que ha dado a los pobres casi toda su fortuna».
Francisco debió de alegrarse al saber la elección de un Papa renombrado por su piedad y amor a los pobres. Quizás pensó que Dios mismo tomaba en sus manos la causa del santo Evangelio y, como muchos, creyó un tiempo que iba a realizarse la reforma de la Iglesia anunciada por el Concilio IV de Letrán.
En tal caso, podría suponerse que tan bellas esperanzas dieron, en parte, origen a la indulgencia de la Porciúncula, la cual siempre consideran como auténtica los más de los franciscanistas. Lo cierto es que refieren ellos a esta época un paso extraordinario que dio el Pobrecillo. Tal como ellos, lo relataremos a continuación, esforzándonos por creer en su historicidad tanto como en ella creen los mismos.
En su discurso de Letrán el año 1215, Inocencio III había señalado con el signo TAU a tres clases de predestinados: los que se alistaran en la cruzada; aquellos que, impedidos de cruzarse, lucharan contra la herejía; finalmente, los pecadores que de veras se empeñaran en reformar su vida. ¿Sugirieron a Francisco aquellas palabras el deseo de reconciliar con Dios el mundo entero, facilitando a los que no podían ir a Oriente, y a los privados de recursos con que ganar indulgencias, otros medios de participar también en la universal redención?
Sea lo que sea, un día del verano de 1216, el Pobrecillo partió para Perusa, acompañado del hermano Maseo.
La noche anterior, escribe Bartholi, Cristo y su Madre, rodeados de espíritus celestiales, se le habían aparecido en la capilla de Santa María de los Ángeles:
-- Francisco -le dijo el Señor-, pídeme lo que quieras para gloria de Dios y salvación de los hombres.
-- Señor -respondió el Santo-, os ruego por intercesión de la Virgen aquí presente, abogada del género humano, concedáis una indulgencia a cuantos visitaren esta iglesia.
La Virgen se inclinó ante su Hijo en señal de que apoyaba el ruego, el cual fue oído. Jesucristo ordenó luego a Francisco se dirigiese a Perusa, para obtener allí del Papa el favor deseado.
Ya en presencia de Honorio III, Francisco le habló así:
-- Poco ha que reparé para Vuestra Santidad una iglesia dedicada a la bienaventurada Virgen María, Madre de Dios. Ahora vengo a solicitar en beneficio de quienes la visitaren en el aniversario de su dedicación, una indulgencia que puedan ganar sin necesidad de abonar ofrenda alguna.
-- Quien pide una indulgencia -observó el Papa-, conviene que algo ofrezca para merecerla... ¿Y de cuántos años ha de ser esa que pides? ¿De un año?... ¿De tres?...
-- ¿Qué son tres años, santísimo Padre?
-- ¿Quieres seis años?... ¿Hasta siete?
-- No quiero años, sino almas.
-- ¿Almas?... ¿Qué quieres decir con eso?
-- Quiero decir que cuantos visitaren aquella iglesia, confesados y absueltos, queden libres de toda culpa y pena incurridas por sus pecados.
-- Es excesivo lo que pides, y muy contrario a las usanzas de la Curia romana.
-- Por eso, santísimo Padre, no lo pido por impulso propio, sino de parte de nuestro Señor Jesucristo.
-- ¡Pues bien, concedido! En el nombre del Señor, hágase conforme a tu deseo.
Al oír eso, los cardenales presentes rogaron al Papa que revocara tal concesión, representándole que la misma desvaloraría las indulgencias de Tierra Santa y de Roma, que en adelante serían tenidas en nada. Mas el Papa se negó a retractarse. Le instaron sus consejeros que al menos restringiera todo lo posible tan desacostumbrado favor. Dirigiéndose entonces a Francisco, Honorio le dijo:
-- La indulgencia otorgada es valedera a perpetuidad, pero sólo una vez al año, es decir, desde las primeras vísperas del día de la dedicación de la iglesia hasta las del día siguiente.
Ansioso de despedirse, Francisco inclinó reverente la cabeza y ya se marchaba, cuando el Pontífice lo llamó diciendo:
-- Pero, simplote, ¿así te vas sin el diploma?
-- Me basta vuestra palabra, santísimo Padre. Si Dios quiere esta indulgencia, él mismo ya lo manifestará si fuere necesario; que, por lo que me toca, la Virgen María es mi diploma, Cristo es mi notario y los santos Ángeles son mis testigos.
Y con el hermano Maseo se puso en camino para la Porciúncula.
Una hora habrían andado, cuando llegaron a la aldea de Colle, situada sobre una colina, a medio camino entre Asís y Perusa. Allí se durmió Francisco, rendido de fatiga; al despertar tuvo una revelación que comunicó a su compañero:
-- Hermano Maseo -le dijo-, has de saber que lo que se me ha concedido en la tierra, acaba de ratificarse en el cielo.
Celebróse la dedicación de la capilla el día 2 del siguiente agosto.
La liturgia de la fiesta, con las palabras que Salomón pronunciara en la inauguración del templo de Jerusalén (1 Re 8,27-29.43), parecía como hecha para aquella circunstancia. Desde un púlpito de madera, en presencia de los obispos de Asís, Perusa, Todi, Spoleto, Gubbio, Nocera y Foligno, anunció Francisco a la multitud la gran noticia:
-- Quiero mandaros a todos al paraíso -exclamó-, anunciándoos la indulgencia que me ha sido otorgada por el Papa Honorio. Sabed, pues, que todos los aquí presentes, como también cuantos vinieren a orar en esta iglesia, obtendrán la remisión de todos sus pecados. Yo deseaba que esta indulgencia pudiese ganarse durante toda la octava de la dedicación, pero no lo he logrado sino para un solo día.
Tal es, según los documentos que luego mencionaré, el origen del famoso Perdón de Asís.
* * *
No se puede negar que desde el principio suscitó vivísima oposición.
No acontecía entonces lo de ahora, que cualquier cristiano, sin gastar nada ni salir de la propia parroquia, puede ganar indulgencias plenarias en abundancia. En aquellos tiempos, solamente los peregrinos de Tierra Santa, de Roma y de Santiago de Compostela podían merecer semejante favor. Los demás lugares de romería, por ricos que fuesen en santas reliquias, eran mucho menos favorecidos, no pudiendo ofrecer a los visitantes más que unos cuantos días o años de indulgencia. Elevada a la categoría de los tres más célebres lugares de peregrinación de la cristiandad, la Porciúncula desvaloraba de repente aquellos innumerables santuarios de los cuales clérigos y monjes reportaban gloria y subsistencia. Se comprende que desplegasen éstos todo su celo en combatirla. ¿No se vio, acaso, a unos de ellos salir por los caminos y los puertos al encuentro de los peregrinos de Asís, para demostrarles que el privilegio franciscano era falso, e inducirles a desandar lo andado?
Hoy no se discute la validez de la indulgencia -repetidas veces confirmada por la Iglesia- sino sólo si se debe su concesión a la iniciativa de san Francisco.
En sentir de algunos críticos, son pura leyenda el viaje de Francisco a Perusa y el privilegio verbalmente arrancado al Papa Honorio; otros, en cambio, opinan que se trata de un hecho históricamente comprobado.
Los primeros alegan el silencio de los antiguos biógrafos del Santo, quienes, de ser cierto, no habrían pasado por alto un hecho tan glorioso para el mismo. Pues bien, ni Celano, ni san Buenaventura, ni los Tres Compañeros mencionan para nada tal concesión. Sólo cincuenta años después del suceso aparecen testimonios en su favor. ¿Qué fe se ha de dar, pues, a testigos tan tardíos?
Los partidarios de la autenticidad replican que era forzoso el silencio de los primeros biógrafos, y que no puede, por tanto, prevalecer contra testimonios que, con ser tardíos, no por ello son menos probatorios.
Si los referidos biógrafos callaron el hecho, fue porque muchos motivos les indujeron a guardar silencio.
Recuérdese, en efecto, que Francisco obtuvo la indulgencia contra el parecer de los cardenales, que la consideraban perjudicial para el éxito de la cruzada. Ahora bien, de haberse publicado algo acerca de ella, esos mismos prelados no hubieran perdonado medio de hacerla revocar. Lo sabía el Santo; y puesto que aborrecía tanto los conflictos con el clero como el andar solicitando privilegios en la Corte romana, guardóse con cautela de pedir confirmación de la indulgencia en la cancillería apostólica. Más aún, según Jacobo Coppoli, prohibió al hermano León hacer mención de ella, dejando a Dios el cuidado de manifestarla más tarde. A todo eso conviene agregar que los franciscanos mismos, encargados de recoger fondos para la cruzada, se oponían a que se hablase de un privilegio que podía comprometer el resultado de sus predicaciones. ¿No fueron esos motivos más que suficientes para que los biógrafos de la época guardaran silencio?
Pero pasó el tiempo, y con él la era de las cruzadas; los hermanos menores eran ya suficientemente poderosos en la Iglesia para proclamar a voces aquel secreto ya muy divulgado; y en 1277, por orden de Jerónimo de Ascoli, ministro general y futuro Papa, el hermano Ángel, ministro provincial de Umbría, empezó a reunir ante notario testimonios capaces de confundir a los adversarios del gran Perdón.
Entre los testigos citados estaban Benito y Rainerio de Arezzo, Pedro Zalfani y Jacobo Coppoli.
Los hermanos Benito y Rainerio atestiguaron haber oído al hermano Maseo contar repetidas veces la historia de la indulgencia en los términos que más arriba referimos. Pedro Zalfani, señor de Asís que, siendo joven, asistió a la dedicación de Santa María de los Ángeles, hizo un resumen del sermón pronunciado en aquella ocasión por san Francisco. Cuanto a Jacobo Coppoli, señor de Perusa, afirmó haber oído del hermano León el relato de las circunstancias en que el Papa concedió la indulgencia a san Francisco.
Es de notar que en la época de estos testimonios el gran Perdón de Asís era ya muy popular. Y muy pronto acudieron a Santa María de los Ángeles peregrinos de todas las regiones de Italia. Fue entonces, por el año 1308, habiendo recrudecido los ataques de los enemigos de la Porciúncula, cuando Teobaldo Offreducci, obispo de Asís, hizo levantar un acta formal que, en sentir del mismo, había de terminar con todas las impugnaciones.
Tal documento oficial originó indudablemente gran contrariedad entre los adversarios de la indulgencia, y la sigue originando hoy entre los críticos que niegan la autenticidad de la misma. Relata por menudo este diploma cómo fue concedido el gran privilegio; reproduce los testimonios de los testigos que ya conocemos, añadiendo el del hermano Marino, sobrino del hermano Maseo; luego acomete, con tono algo denigrante, a los contrarios, a los envidiosos e ignorantes, que con su boca pestilente, dice, se atreven a negar un privilegio reconocido tanto en Italia, como en Francia y España; privilegio, añade, que desde tantos años se predica a vista y ciencia de la Curia romana, privilegio que acaba de ratificar el Papa Bonifacio VIII, y del cual los cardenales mismos se aprovechan gustosos para obtener el perdón de sus pecados.
El diploma de Teobaldo Offreducci no acabó con los irreductibles, pero hizo vanos sus ataques; porque, a partir de esa época, el día 2 de agosto se congregaron cada año en Santa María de los Ángeles muchedumbres de peregrinos llegados de todas partes de Europa, viniendo a impetrar, «sin necesidad de ofrenda, la remisión de la pena merecida por sus pecados».
Más tarde, como es sabido, los Papas extendieron generosamente el mismo privilegio a las iglesias del mundo entero, con lo cual ya solamente los eruditos siguieron disputando acerca de la indulgencia franciscana.
Para llevar a pronta ejecución la cruzada de Tierra Santa, el más encendido anhelo de su vida y una de las decisiones del Concilio IV de Letrán, Inocencio III emprendió un viaje a la Alta Italia, a fin de arreglar personalmente las contiendas que dividían a las dos potentes ciudades marítimas, Génova y Pisa. Llegó a fines de mayo a Perusa, y aquí sucumbió el 16 de julio de 1216, a los cincuenta y seis años de edad. Eccleston asegura que Francisco se halló presente a la muerte de Inocencio.
Por entonces, 1 de agosto, prima die Kalendarum Augusti, fija fray Benito de Arezzo la concesión de la celebérrima Indulgencia de la Porciúncula. Nos ocupamos más adelante de las controversias sobre la historicidad de este suceso. Por encima de todas las divergencias, dos aspectos esenciales de la cuestión quedan firmemente indiscutidos:
1.° El gran perdón de las almas se concentra, como en un hogar celeste de misericordia y refugio, en la ermita de Santa María de la Porciúncula, cuna de la Orden Franciscana.
2.° Todo el amor de San Francisco a sus hermanos los hombres tiembla de emoción y ansias ardorosas en el relato de la concesión de la Indulgencia. Será o no será rigurosamente histórico el relato material; su plenitud de sentido moral y religioso es rigurosamente histórica y exacta. Como ocurre muchas veces, el mito o la leyendaes aquí más significativa y verdadera que la misma historia. He aquí el núcleo del relato:
«Estando el bienaventurado Francisco en Santa María de la Porciúncula, le fue revelado del Señor que se acercase al Sumo Pontífice Honorio III, que entonces se hallaba en Perusa, a fin de impetrar de él la indulgencia para la dicha iglesia de Santa María que había reconstruido. El papa Honorio permaneció en Perusa hasta el 12 de agosto. Levantándose Francisco de mañana, llamó a su compañero fray Masseo de Marignano, se presentó con él al dicho señor Honorio y le dijo:
-- Santo Padre, hace poco reparé para Vos una iglesia en honor de la Virgen, madre de Cristo; suplico a Vuestra Santidad que pongáis allá indulgencia sin ofertas.
Le respondió que convenientemente no podía hacerse esto, pues el que pide indulgencia, menester es que la merezca aportando ayuda:
-- Pero indícame cuántos años quieres y qué indulgencia deseas se ponga allá.
A lo que respondió San Francisco:
-- Santo Padre, plegue a Vuestra Santidad darme no años, sino almas.
Y el señor Papa le dijo:
-- ¿Cómo quieres las almas?
El bienaventurado Francisco respondió:
-- Santo Padre, si a Vuestra Santidad le agrada, quiero que cualquiera que venga a esta iglesia confesado y contrito y absuelto como conviene por el sacerdote, quede libre de pena y de culpa en el cielo y en la tierra desde el día del bautismo hasta el día y la hora que entró en esta dicha iglesia.
El señor Papa le respondió:
-- Mucho pides, Francisco, pues no es costumbre de la Curia romana conceder tal indulgencia.
El bienaventurado Francisco le replicó:
-- Señor, no lo pido de mí; lo pido de parte del que me envió, el Señor Jesucristo.
Entonces el señor Papa exclamó tres veces:
-- Pláceme que la tengas.
Los señores cardenales que estaban presentes respondieron:
-- Mirad, señor, que si a éste le concedéis tal indulgencia, destruís la indulgencia de Ultramar, y se reduce a la nada y por nada será tenida la indulgencia de los apóstoles Pedro y Pablo.
Respondió el señor Papa:
-- La hemos dado y concedido, y no es conveniente revocar lo hecho. Pero la modificaremos fijándola en un solo día natural.
Llamó entonces a San Francisco y le dijo:
-- ¡Ea!, concedemos desde ahora que cualquiera que viniere y entrare en dicha iglesia bien confesado y contrito, quede absuelto de pena y de culpa, y queremos que esto sea valedero perpetuamente todos los años, solamente por un día natural, desde las primeras vísperas del día hasta las vísperas del día siguiente.
Entonces Francisco, después de inclinar con reverencia la cabeza, comenzó a salir del palacio. Viendo el Papa que se iba, le llamó y le dijo:
-- O simplicione! ¿Adónde vas? ¿Qué garantías llevas tú de la indulgencia?
Y el bienaventurado Francisco respondió:
-- Me basta vuestra palabra. Si es obra de Dios, Él mismo la manifestará. No quiero otro instrumento, sino que la bienaventurada Virgen María sea la carta, Cristo el notario y testigos los ángeles.
Él tornó de Perusa hacia Asís, y llegando a medio camino, al lugar que se llama Collestrada, donde había hospital de leprosos, descansando un poco con su compañero, se durmió. Despertóse, y después de la oración llamó al compañero y le dijo:
-- Fray Masseo, dígote de parte de Dios que la indulgencia que me ha concedido el sumo Pontífice ha sido confirmada en los cielos» (Diploma del obispo Teobaldo).
Aclaración histórica
El origen de la Indulgencia de la Porciúncula es uno de los sucesos más discutidos en la vida de San Francisco. Las leyendas franciscanas del siglo XIII no hablan de ella; tampoco se publicó ningún diploma de la Cancillería romana referente a su concesión. Los enemigos de la Indulgencia apoyáronse en este silencio para negarle todo valor con argumentos teológicos y eclesiásticos, a los que contestó cumplidamente en 1279 el ardiente y genial pensador franciscano Pedro Juan Olivi. Los partidarios del Perdón fueron agrupando testimonios y referencias desde 1277 hasta 1310, poco más o menos, en que se fijó en sus rasgos esenciales la tradición histórica con el documento de fray Teobaldo, obispo de Asís. El suceso fue adornándose de elementos fantásticos maravillosos, que alcanzaron su plena evolución, después del relato de Michael Bernardi, en la narración del obispo de Asís, Conrado, en 1335.
No vamos a historiar las controversias que se han suscitado durante varios siglos hasta hoy. Dos años después de rechazar de plano los relatos de la tradición, Sabatier cambió totalmente de parecer; y fue el primero, entre los contemporáneos, que, planteando científicamente la cuestión sobre códices antiguos, publicó conclusiones definitivas a favor de la autenticidad histórica de la concesión de la Indulgencia por Honorio III a San Francisco. Los numerosos estudios publicados después de Sabatier han aportado poca luz sobre la materia; se limitan, en lo fundamental, a repetir sus argumentos. Solamente Fierens reanudó la labor de Sabatier con verdadera amplitud y espíritu científico, arribando por diversos caminos, con diferente coordinación de los códices manuscritos, a la misma conclusión definitiva: «El núcleo histórico de toda la floración legendaria de la Indulgencia de la Porciúncula se halla en la entrevista de San Francisco con el Papa Honorio III en Perusa, el año 1216».
Los fundamentos históricos de la autenticidad son:
1.º Testimonio notariado de fray Benito de Arezzo y de su compañero fray Rainerio de Mariano de Arezzo, en 1277: afirman haber oído de fray Masseo de Marignano el relato de la concesión de la Indulgencia, siendo el mismo Masseo el que acompañó a San Francisco a Perusa cuando se presentó a Honorio III y consiguió de él esa gracia.
2.º Testimonio de Pedro Zalfani de haber asistido él mismo a la consagración de Santa María de la Porciúncula y oído predicar a San Francisco delante de siete obispos, anunciando a todo el pueblo la Indulgencia.
3.º Testimonio de Jacobo Coppoli de haber oído, delante de testigos que nombra, a fray León, compañero del Santo, afirmar firmemente la verdad histórica de la concesión.
Estos tres testimonios, con otros varios que dicen lo mismo, se funden en el relato del obispo Teobaldo, hacia 1310. Los partidarios de la autenticidad refuerzan su opinión con el testimonio del beato Francisco de Fabriano, quien asegura de sí mismo que fue a Asís en agosto de 1268 a lucrar el Perdón de la Porciúncula. Otro de los testimonios autenticados es el del beato Juan de Alverna, personaje celebérrimo de las Florecillas: su relato confirma el de fray Benito y fray Rainerio de Arezzo, aportando más testigos.
No podemos discutir aquí uno por uno todos los testimonios, su grado de veracidad y la coordinación de todas las narraciones en el relato tradicional de Teobaldo. La plena solución depende, en mi concepto, de que sean auténticos los documentos. Fierens rechaza los testimonios de Zalfani y de Coppoli, porque hablan de un suceso que juzga improbable, la consagración de la iglesia de la Porciúncula; le parece también sospechosa la atestación de fray Benito, porque depone con demasiada pompa y solemnidad y alude a los "secretos de la Orden", secreta Ordinis, que, dice, nunca existieron. Y se atiene al testimonio de fray Marino, sobrino de fray Masseo, y de Juan de Alverna, como las únicas exentas de sospecha. Lemmens, en cambio, sin mencionar siquiera a fray Marino y a fray Juan de Alverna, insiste en la veracidad de los testigos rechazados por Fierens. Yo creo que esto es desplazar la cuestión del verdadero terreno científico. En mi concepto, antes que la veracidad de los testigos y testimonios debe discutirse la autenticidad de los documentos. ¿El testimonio de fray Benito y fray Rainerio se extendió verdaderamente ante notario el año 1277? ¿Este y los otros documentos fueron o no fabricados en las postrimerías del siglo XIII, para acallar las negaciones de los enemigos del Perdón? Ahí está para mí la más fuerte duda. Si los documentos son auténticos, no veo ninguna razón seria que permita dudar de la veracidad de su testimonio; se coordinan y completan mutuamente, y el relato tradicional del obispo Teobaldo adquiere firme consistencia histórica.
Lo mismo debemos decir del testimonio de Francisco de Fabriano, que conocemos a través de Waddingo. ¿El analista transcribió fielmente la forma original del documento?
Algunos sostienen que la autenticidad histórica de los orígenes de la Indulgencia de la Porciúncula está firme y definitivamente consolidada. Permítasenos dudar de esa definitiva firmeza. Hay quienes la niegan redondamente; otros vacilan, como nosotros; otros muchos afirman su autenticidad. Sea como fuere, las gentes piadosas no deben confundir la autenticidad histórica con la autenticidad canónica, que ningún católico niega. No se olvide tampoco que este suceso es un mero episodio en la vida de San Francisco, que puede y debe ser discutido críticamente, sin que por eso disminuya en un ápice su grandeza. La gloria inmortal de la humilde ermita restaurada por el Santo permanece intacta.
Una noche, en el monte cercano a la Porciúncula, ardía Francisco de Asís en ansias de la salud de las almas, rogando con eficacia por los pecadores. Apareciósele un celeste mensajero, y le ordenó bajar del monte a su iglesia predilecta, Santa María de los Angeles. Al llegar a ella, entre claridades vivísimas y resplandecientes, vio a Jesucristo, a su Madre y a multitud de beatos espíritus que les asistían. Confuso y atónito, oyó la voz de Jesús, que le decía:
-- Pues tantos son tus afanes por la salvación de las almas, pide, Francisco, pide.
Francisco pidió una indulgencia latísima y plenaria, que se ganase con sólo entrar confesado y contrito en aquella milagrosa capilla de los Ángeles.
-- Mucho pides, Francisco -respondió la voz divina-; pero accedo contento. Acude a mi Vicario, que confirme mi gracia.
A la puerta esperaban los compañeros de Francisco, sin pasar adelante por temer a los extraños resplandores y las voces nunca oídas. Al salir Francisco le rodearon, y les refirió la visión; al rayar el alba, tomó el camino de Perusa, llevando consigo al cortés y afable Maseo de Marignano. A la sazón estaba en Perusa Honorio III, el propagador del Cristianismo por las regiones septentrionales, que debía unir su nombre a la aprobación de la regla de la insigne Orden dominicana.
-- Padre Santo -dijo el de Asís al antes Cardenal Cencio-, en honor de María Virgen he reparado hace poco una iglesia; hoy vengo a solicitar para ella indulgencia, sin gravamen de limosnas.
-- No es costumbre obrar así -contestó sorprendido Honorio-; pero dime cuántos años e indulgencias pides.
-- Padre Santo -replicó Francisco-, lo que pido no son años, sino almas; almas que se laven y regeneren en las ondas de la indulgencia, como en otro Jordán.
-- No puede conceder esto la Iglesia romana -objetó el Papa.
-- Señor -replicó Francisco-, no soy yo, sino Jesucristo, quien os lo ruega.
En esta frase hubo tal calor, que ablandó el ánimo de Honorio, moviéndole a decir tres veces:
-- Me place, me place, me place otorgar lo que deseas.
Intervinieron los Cardenales allí presentes, exclamando:
-- Considerad, señor, que al conceder tal indulgencia, anuláis las de Ultramar y menoscabáis la de los apóstoles Pedro y Pablo. ¿Quién querrá tomar la cruz para conseguir en Palestina, a costa de trabajos y peligros, lo que pueda en Asís obtener descansadamente?
-- Concedida está la indulgencia -contestó el Papa-, y no he de volverme atrás; pero regularé su goce.
Y llamó a Francisco:
-- Otorgo, pues -le dijo-, que cuantos entren contritos y confesados en Santa María de los Ángeles sean absueltos de culpa y pena; esto todos los años perpetuamente, mas sólo en el espacio de un día natural, desde las primeras vísperas, inclusa la noche, hasta el toque de vísperas de la jornada siguiente.
Oídas las últimas palabras de Honorio, bajó Francisco la cabeza en señal de aprobación, y sin despegar los labios salió de la cámara.
-- ¿Adónde vas, hombre sencillo? -gritó el Papa-. ¿Qué garantía o documento te llevas de la indulgencia?
-- Bástame -respondió el penitente- lo que oí; si la obra es divina, Dios se manifestará en ella. No he menester más instrumento; sirva de escritura la Virgen, sea Cristo el notario y testigos los ángeles.
Con esto se volvió de Perusa a Asís. Llegando al ameno valle que llaman del Collado, en Collestrada, sintió impulsos de afecto, y se desvió de sus compañeros para desahogar su corazón en ríos de lágrimas; al volver de aquel estado de plenitud, de gozo y de reconocimiento, llamó a Maseo a voces:
-- ¡Maseo, hermano! -exclamó-. De parte de Dios te digo que la indulgencia que obtuve del Pontífice está confirmada en los cielos.
No obstante, corría el tiempo sin que Honorio, ocupado en atender a las Cruzadas, a la lucha con los maniqueos y a la pacificación de Italia, formalizase los despachos autorizando la proclamación de la otorgada indulgencia; el retraso atribulaba a Francisco. En mitad de una fría noche de enero se encontraba abismado en rezos y contemplaciones. Impensadamente le asaltó una sugestión violentísima; pensó que obraba mal, que faltaba a su deber trasnochando, macerándose y extenuándose a fuerza de vigilias, siendo un hombre cuya vida era tan esencial para el sostenimiento y prosperidad de su Orden. Discurrió que tanta penitencia pararía en enflaquecer y enajenar su razón, tocando en las lindes del suicidio, y le entró congoja. Para desechar esta tentación, nacida quizás del propio cansancio y debilidad de su cuerpo, se levantó, se desnudó el hábito, corrió desde su celda al obscuro monte, y no pareciéndole mortificación bastante el frío cruel, se arrojó sobre una zarza, revolcándose en ella. Manaba sangre de su desgarrada piel, y se cubría el zarzal de blancas y purpúreas rosas, fragantes, turgentes, frescas, como las de mayo. Exhalaba suave aroma la mata recién florida, y las hojas verdes, salpicadas con la sangre del Santo, se tachonaban de pintas bermejas o gotas de carmín. Una zona de blanca y fulgurosa luz radió disipando las tinieblas, y Francisco se encontró rodeado de innumerables ángeles:
-- Ven a la iglesia; te aguardan Cristo y su Madre -cantaban a coro sus inefables voces.
Francisco se levantó transportado y caminó entre un ambiente luminoso. En torno suyo revoloteaban como mariposas de fuego los serafines, y esplendían, cual luciérnagas magníficas, las aladas cabezas de los querubines; el monte se abrasaba todo sin consumirse en aquel sobrenatural foco de luz; resonaban acordes de deliciosa melodía; el suelo estaba cubierto de ricas alfombras y tapices de flores, sedas y oro; sobre su propio cuerpo veía Francisco una veste cándida, transparente como el cristal, relumbradora como los astros. Cogió Francisco de la zarza florida doce rosas blancas y doce rojas, entrando en la capilla. También deslumbraba el humilde recinto. Le bañaban ríos de claridad semejantes a oro líquido; envueltos en aureolas más inflamadas aún y en brillantes nubes de gloria, estaban Cristo y su Madre, con innumerables milicias celestiales, constelaciones de espíritus. Francisco cayó de rodillas, y fijo el pensamiento en sus constantes ansias, impetró la realización de la suspirada indulgencia, como si la vista de las hermosuras del cielo le impulsase a desear con más ardor que se abriesen sus puertas para el hombre. María se inclinó hacia su hijo, y éste habló así:
-- Por mi madre te otorgo lo que solicitas; y sea el día aquel en que mi apóstol Pedro, encarcelado por Herodes, vio milagrosamente caer sus cadenas [1 de agosto].
-- ¿Cómo, Señor -preguntó Francisco-, haré notoria a los hombres tu voluntad?
-- Ve a Roma -repuso- como la primera vez; notifica mi mandamiento a mi Vicario; llévale por vía de testimonio rosas de las que has visto brotar en la zarza; yo moveré su corazón y tu anhelo será cumplido.
Francisco se levantó; entonaron los coros de ángeles el Te Deum, y con último acorde de vaga y deleitosa armonía se extinguió la música, desvaneciéndose la aparición.
Fue Francisco a Roma con Bernardo de Quintaval, Ángel de Rieti, Pedro Catáneo y fray León, la ovejuela de Dios. Se presentó al Papa llevando en sus manos tres rosas encarnadas y tres blancas de las del prodigio, número designado en honra de la Trinidad. Intimó a Honorio de parte de Cristo que la indulgencia había de ser en la fiesta de San Pedro ad Víncula. Le ofreció las rosas, frescas, lozanas y fragantes, que se burlaban del erizado invierno. Se reunió el Consistorio, y ante las flores que representaban en enero la material resurrección de la primavera, fue confirmada la indulgencia, resurrección del espíritu regenerado por la gracia. Escribió el Papa a los obispos circunvecinos de la Porciúncula, citándoles para que se reunieran en Asís el primer día de Agosto, a fin de promulgar la indulgencia solemnemente. «En el día convenido -escribe uno de los cronistas del suceso-, concurrieron allí puntuales; con ellos gran multitud de las regiones comarcanas acudió también a la solemnidad. Apareció Francisco en un palco prevenido al efecto, con los siete obispos a su lado, y después de ferviente plática sobre la indulgencia obtenida, terminó diciendo que en el mismo día y todos los años perpetuamente, quien confesado y contrito entrase en aquella iglesia, lograría plena remisión de sus pecados. Oyendo los obispos a Francisco anunciar indulgencia semejante, se indignaron, exclamando que si bien tenían orden de hacer la voluntad de Francisco, no lograban creer que fuese la intención del Papa promulgar el indulto perpetuamente; en consecuencia se adelantó el obispo de Asís resuelto a proclamarlo por diez años solos; pero en vez de esto repitió involuntariamente las palabras mismas que Francisco había pronunciado; unos después de otros, pensando cada cual corregir al anterior, reprodujeron los obispos el primer anuncio. De esto fueron testigos muchos, tanto de Perusa cuanto de las inmediatas villas».
Así quedó solemnemente publicada y promulgada la gran indulgencia de la Porciúncula, rival por el concurso y la importancia de los más célebres jubileos de la Edad Media. A su misma extraordinaria amplitud se atribuye que ninguno de los primeros biógrafos del Santo de Asís haga mención explícita de ella, ni de las circunstancias que la precedieron. Cuando se cifraba en las Cruzadas la esperanza de la Europa y del cristianismo, sería imprudente e impolítico del todo, según observaban los Cardenales, esparcir el rumor de que los peregrinos de Asís lograban iguales gracias que los palmeros de Jerusalén. Hasta disposiciones de los Concilios vedaban cuanto pudiese en algún modo impedir o dilatar las Cruzadas. Por muchos años, pues, fue sólo conocida oralmente la indulgencia de la Porciúncula, y hasta medio siglo después del tránsito de Francisco no hallamos el primer documento auténtico de Benito de Arezzo, que dice así:
«En el nombre de Dios, Amén. Yo fray Benito de Arezzo, que estuve con el beato Francisco mientras aún vivía, y que por auxilio de la divina gracia fui recibido en su Orden por el mismo Padre Santísimo; yo que fui compañero de sus compañeros, y con ellos estuve frecuentemente, ya mientras vivía el santo Padre nuestro, ya después que se partió de este mundo, y con los mismos conferencié frecuentemente de los secretos de la Orden, declaro haber oído repetidas veces a uno de los susodichos compañeros del beato Francisco, llamado fray Maseo de Marignano, el cual fue hombre de verdad y clarísimo en su vida, que estuvo con el hermano Francisco en Perusa, en presencia del señor papa Honorio, cuando el santo pidió la indulgencia de todos los pecados para los que, contritos y confesados, viniesen al lugar de Santa María de los Angeles (que por otro nombre se llama Porciúncula) el primer día de las calendas de agosto, desde las vísperas de dicho día hasta las vísperas del día siguiente. La cual indulgencia, habiendo sido tan humilde como eficazmente pedida por el beato Francisco, fue al cabo muy liberalmente otorgada por el Sumo Pontífice, aunque él mismo dijo no ser costumbre en la Sede Apostólica conceder tales indulgencias (...)».
Muertos también ya entonces los testigos oculares del suceso, se echó de ver la conveniencia de registrarlo en forma legal y solemne. Al citado testimonio del compañero de San Francisco, Benito, se agregan otros muchos de obispos, canonistas, cronistas e historiógrafos.
No todos saben lo que significa una indulgencia; acaso la mayoría de los católicos lo ignora en parte. Es la parcial o total remisión de las penas temporales que expían los pecados en esta o la otra vida, aun después de la reconciliación entre Cristo y el alma. Anexa va de ordinario a la indulgencia una obra pía: una limosna para construir iglesias, fundar instituciones benéficas, cubrir, en suma, el presupuesto de la fe, de la caridad o del culto. Mas el requisito de la limosna constituye sólo lo exterior y formal de la práctica; lo esencial e interno estriba en la firme voluntad y propósito de renunciar al pecado, en la renovación del espíritu; así lo enseña la Iglesia, declarando el fruto de la indulgencia plenaria proporcionado a las disposiciones del alma que aspira a lograrlo, y de cuyo albedrío depende obtenerlo. Distinguíase la indulgencia del jubileo en que cabía en éste la absolución hasta de censuras o casos reservados enormísimos, exceptuándose la herejía y conmutación de votos, privilegio guardado sólo para los jubileos magnos.
Esto eran espiritualmente las indulgencias; socialmente podemos considerarlas como una manifestación internacional de mayor influencia para el adelanto de los pueblos que nuestras modernas Exposiciones. Difícil es que hoy nos formemos cabal idea de lo que significaba en la Edad Media un jubileo. Abría la Iglesia la fuente de sus gracias a las naciones sedientas, y especialmente a las milicias de la Cruz, aún más pródigas de su sangre que Roma de sus espirituales tesoros. Fueron acaso las indulgencias uno de los medios más potentes de civilización que empleó la gran civilizadora del orbe. Por ellas se comunicaban gentes de remotas comarcas, se establecía comercio activo, se roturaban vías de comunicación y se colgaban puentes sobre los abismos de los senderos de atajo. Por ellas tomaba la cruz el magnate, dejando la ociosidad de su castillo; al paso que con su espada combatía en Oriente, abarcaba su inteligencia nuevos horizontes, y traía en su pupila, al regresar, la luz de aquellas misteriosas comarcas. Con el producto de las indulgencias se edificaban hospitales y hospicios, comprándose además el cáliz y el humilde ornato del templo rural; el dinero bendecido se multiplicaba, bastando para innumerables buenas obras, que sólo puede contar Dios.
Del entusiasmo que en el alma del pueblo despertaban las indulgencias podemos juzgar por las crónicas que refieren el gran acontecimiento que, estremeciendo hasta las últimas fibras de la conciencia de Dante, dio por resultado la Divina Comedia. «El 22 de febrero de 1300 -escribe Ozanam-, publicó el Papa Bonifacio VIII las indulgencias del jubileo para todos los romeros que verdaderamente arrepentidos visitasen por espacio de quince días las basílicas de los Santos Apóstoles». Conmovió el anuncio del perdón a toda la cristiandad. Cruzaron las puertas de Roma hasta treinta mil personas cada día; llegaban así de las salvajes estepas de Ucrania y Tartaria, o de las frías montañas de Iliria, como de las floridas vegas valencianas y cordobesas, llevando los hijos en parihuelas a sus ancianos padres, las mujeres a sus hijos colgados del seno, y siendo las mozas sostenidas por sus hermanos; acampaban en las calles, dormían en los pórticos, comían en el regazo, bebían de las fuentes públicas; el número de romeros se calculó en dos millones. Tan deseadas eran las indulgencias, que aquel gran jubileo se impuso en algún modo a la Iglesia por un plebiscito: el pueblo recordaba tradicionalmente el jubileo de cien años antes, y exigía otro para comenzar el nuevo siglo.
Puede inferirse de aquí cuál sería el concurso a la indulgencia del valle de Asís, gratuita y como ninguna popular. Allí afluían cientos de miles de peregrinos, caravana patriarcal como la de las tribus de Israel en los primeros días de su éxodo: niños, mujeres, familias, aldeas enteras, cobijadas en un seto, bajo de un risco, por todos los rincones del venturoso valle. El jubileo determinaba una suspensión de discordias y luchas: la tregua de Dios. Sitiado Asís en cierta ocasión por las tropas de Perusa, el segundo día de Agosto se interrumpió el ataque, y los Menores perusinos pudieron entrar en la villa para obtener la indulgencia. A despecho de la providencia de Gregorio XV, que hizo extensivo el jubileo de la Porciúncula a todas las iglesias franciscanas del mundo, no menguó la concurrencia a la pequeña población de Asís.
Con respecto a la fecha de la concesión de esta gran indulgencia hay algunas dudas; ateniéndonos a las indagaciones de fray Pánfilo de Magliano, autor reciente y escrupuloso en materias cronológicas, la concesión de la indulgencia corresponde al año 1216, a enero de 1217 la determinación de la misma, y a las siguientes calendas de agosto la solemne publicación y congregación de la Porciúncula por siete obispos.
La víspera del solemne día llamaba a los fieles la Campana de la Predicación, una de las más antiguas y la que tocaba a la indulgencia; se cubría el campo de toldos y enramadas, que hacían fresca sombra, protegiendo contra los calores de agosto, y convidando a ello la hermosura de las noches, acampaban al raso los peregrinos. Al lucir el nuevo sol se verificaba la ceremonia de la absolución, descrita por el divino poeta, bajo el velo de misteriosa y bella alegoría, en el canto IX del Purgatorio (vv. 94-132): Llega el pecador a una puerta recóndita, a la cual conducen tres escalones, de blanco y pulimentado mármol el primero; de una piedra sombría, ruda y calcinada el segundo; el tercero de un pórfido de sangriento color. Son las tres condiciones de la penitencia: confesión sincera, contrición, satisfacción. El ángel, imagen del sacerdote, está sentado en lo alto; tiene en la mano la espada, con la cual toca la frente de los pecadores, al modo que el penitenciario hiere con su varita la cabeza de los peregrinos, que ve de hinojos delante. Empuña el ángel dos llaves, una de oro, otra de plata, símbolos de la autoridad y ciencia sacerdotales; ha recibido ambas de San Pedro; significan el ejercicio de una prerrogativa pontifical. Arrójase a sus pies el pecador, golpeándose tres veces el pecho, y pidiendo misericordia; el rito mismo de la confesión sacramental.
Al abrirse así con las sacras llaves las puertas del cielo, oleadas de bienaventuranza descendían sobre la Porciúncula, una especie de resplandor bañaba sus humildes muros, y en la serena noche del primer día de agosto los frailes en éxtasis veían revolotear por las naves blanca paloma; sobre el altar se aparecía la Madre Virgen, teniendo en su regazo al Niño, cuyas manecitas extendidas bendecían el recinto de paz, según la visión atribuida a fray Conrado de Ofida. Más tarde, para cubrir aquellas murallas toscas y resguardarlas como estuche precioso o joya inestimable, veremos alzarse, por el majestuoso plano de Vignola, las tres soberbias naves y gran rotonda de la Porciúncula actual. Acaso flota aún en su clara atmósfera el aroma de las rosas que abrieron sus cálices puros al contacto de un cuerpo más puro todavía.
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