Conversamos hasta la llegada del sacerdote. Cuando juntos salían de una habitación dirigiéndose a otra para la Confesión, vi repentinamente que alrededor de ella había una gran cantidad de gente, tal vez diez o doce personas, que querían entrar con ella al recinto. Me sorprendí mucho al ver aquello, pero pronto comprendí que era una experiencia mística y me puse en oración.
Se oía por un lado unas voces que hablaban fuerte, con una música al ritmo de tambores que aturdía, y al mismo tiempo un coro, unas personas que cantaban el Ave de Fátima y otro coro que en la lejanía cantaba y decía: “¡Gloria y alabanza a Dios Creador, al Hijo Redentor, y al Espíritu Santo...!”
Me arrodillé y pedí que el Señor iluminara esa confesión. De pronto escuché un bullicio de gente que gritaba. Miré inmediatamente hacia el lugar desde donde provenían los ruidos y era el balcón de la habitación donde estaba confesándose la joven.
Lo que vi fue espantoso: figuras absolutamente desagradables, criaturas deformes, que salían corriendo y gritando y se arrojaban por el balcón al vacío. Al arrimarme a mi ventana para ver la caída, que fue mi primer impulso, no vi más a nadie.
En ese momento entró el amigo que había pedido al padre la Confesión para ella, y ambos pudimos escuchar claramente el ruido de cadenas y fierros que parecían rasgar el techo y las paredes. Nos pusimos a rezar, le dije que no tuviera miedo, que son los típicos ruidos y enojos del demonio porque se le estaba arrebatando un alma. Me acompañó unos minutos en la oración, luego tuvo que marcharse.
Quedé sola en oración unos minutos, no sé cuántos, y de pronto una luz me hizo abrir los ojos. Constaté que frente a mí había desaparecido la pared que separaba el cuarto donde se realizaba la Confesión de la habitación donde yo me encontraba.
Pude ver entonces a la joven que estaba sentada, confesándose, pero no delante del sacerdote sino frente a Jesús mismo. Yo no veía al sacerdote, era Jesús Quien había tomado su lugar. El Señor se veía de perfil, con las manos entrelazadas como en ademán de oración, mientras apoyaba sobre ellas Su mentón; pero Su actitud era de atenta escucha.
Detrás de la muchacha y junto a la puerta de la habitación estaba el grupo de personas entre las cuales se reconocía una monja, vestida de azul y con velo negro. Junto a ella, sobresalía un Ángel con las alas muy grandes, una figura majestuosa, con una gran lanza en la mano derecha, mirando a izquierda y derecha, en actitud de alerta. Pensé que podría ser San Miguel Arcángel, o algún capitán de su Milicia Celestial.
En el fondo, a la derecha de Jesús y de la joven que se confesaba, reconocí a la Virgen María, de pie, vestida como Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, con un traje que parecía de seda, color perla, y un manto color “tostado”, o caramelo, con los emblemas que usualmente lleva esa imagen.
Dos ángeles muy altos, de pie, sostenían sus lanzas en una mano, observando de manera atenta, al igual que el de la puerta. Estaban vigilantes y alertas, como custodiando a la Virgen, que permanecía de pie con las manos en oración, mirando hacia el cielo, mientras ellos parecían vigilar todo el recinto.
Había muchos pequeños ángeles que iban y venían, como si fueran transparentes. En cierto momento, Jesús levantó la mano derecha dirigiendo la palma a cierta distancia de la cabeza de la joven. Toda Su mano estaba llena de luz, de ella salían rayos dorados que la cubrían enteramente con todo esplendor, transformándola. Yo veía cómo el rostro de la penitente iba cambiando, como si le quitaran una máscara... Vi cómo ese rostro duro de antes, se transformaba en otro más noble, dulce y pacífico.
En el instante en el que el Señor impartía la absolución, la Virgen hizo una genuflexión e inclinó la cabeza y todos los seres que estaban a su alrededor hicieron lo propio. Jesús se puso de pie, se acercó a la penitente y recién pude ver al sacerdote sentado donde antes estaba Jesús.
El Señor abrazó a la joven y la besó en la mejilla. Luego se dio la vuelta, abrazó al sacerdote y también lo besó en la mejilla. En ese instante, todo se llenó de intensa luz que desapareció como ascendiendo hacia el techo al mismo tiempo que desaparecía toda la visión y me encontraba yo de nuevo viendo a la pared.
Después de haberme regalado esta inusitada experiencia mística
me habló el Señor, diciéndome:
- Si ustedes supieran cómo se transforma un alma que ha
efectuado una buena confesión, todos los que están cerca de ella
la recibirían de rodillas, porque en virtud a la gracia santificante,
está llena del Espíritu Santo.
Cuando la joven salió de la confesión, sentí un verdadero deseo de arrodillarme delante de ella, pero la abracé con todo mi amor, pues sabía que estaba abrazando a la persona que antes había abrazado el Señor. Se veía distinta, mucho más joven y muy feliz. Relaté todo a mi director espiritual y permanecimos ambos en oración, dando gracias a Dios.
En la noche el Señor me pidió que me preparase para escribir todo cuanto había visto, en una publicación dedicada al Sacramento de la Misericordia: la Reconciliación; que es el presente texto.
El delicado momento de la Reconciliación
Dos días después el Señor dijo que continuaríamos con nuestro trabajo y de pronto me vi en una Iglesia, frente a un grupo de personas que esperaban su turno para confesarse.
Aparecieron ante mis ojos muchas “sombras”, con figuras que tenían el cuerpo de gente pero las cabezas de animales. Estas enlazaban a una persona que iba hacia el confesionario, con sogas en el cuello y en la frente; mientras, le decían algo al oído...
De pronto una de esas sombras se separó discretamente del resto y tomó la forma de una mujer vestida, arreglada de manera muy provocativa, que pasó por delante del hombre que iba a confesarse. Él, distrayéndose, detuvo su mirada en ella. Aquellos seres horribles reían a carcajadas muy complacidos. Un ángel luchaba con las manos tratando de ahuyentar a esas fieras.
Otra de las personas que esperaba confesión, una joven muy humilde, tenía un librito de oraciones entre las manos, se la veía recogida, leyendo y luego meditando... Las sombras se acercaban a cierta distancia pero no podían enlazarla, parecía como si el ángel que la acompañaba fuera más fuerte que aquellas (eso pensé).
Me quedé observando y cuando esta joven terminó de confesarse, ya no estaba más vestida como antes, llevaba un traje largo de color perla, casi blanco, con una diadema de flores en la cabeza, iba rodeada de cuatro ángeles que acompañaban su paso hacia el Altar. Tenía el rostro lleno de paz. Allá se arrodilló para rezar, seguramente su penitencia, y los ángeles permanecieron con las manos unidas en actitud orante. Entonces concluyó la visión y volví a ver los muebles de mi casa
El Señor me dijo:
- Acabas de ver a dos personas acudiendo al Sacramento de la Reconciliación. Una que distraídamente y sin previa preparación va hacia el confesionario. En tal circunstancia, cualquier cosa que hagan los malos espíritus, cobra mayor fuerza.
En cambio, la joven estuvo en oración, preparando su confesión, pidiendo asistencia del cielo. Es así como el demonio no pudo acercarse a ella y su ángel guardián pudo obrar mejor en su defensa, puesto que ella lo invocaba.
Luego agregó:
- Todos deberían orar por aquellas personas que van a confesarse, para que hagan una buena confesión, pues podría ser la última de su vida.
Me hizo comprender que todas las personas que permanecían en la Iglesia, también podrían ayudar con sus oraciones, intercediendo por el confesor y por aquellos que van a confesarse. Me asombré de que pidiera oraciones en favor del confesor, puesto que días antes yo misma había visto que era Jesús el que perdonaba en lugar del sacerdote.
Luego dijo el Señor:
Por supuesto que necesitan oraciones. También están expuestos a las tentaciones, a las distracciones, al cansancio. Recuerda que son seres humanos.
El don otorgado al sacerdote
Durante la noche, el Señor me instruyó acerca de lo que sucede cuando una persona pide confesión y no se la conceden por negligencia o descuido. Así dijo Jesús:
- Si un alma busca a un sacerdote para confesarse, a menos que sea un caso de fuerza mayor, éste está obligado a escuchar la confesión del fiel; porque si ese pecador muere, inmediatamente, es ingresado en el Paraíso en virtud a su arrepentimiento y deseo de purificación. Yo mismo le doy la absolución.
Pero el sacerdote que se negó a confesarlo por comodidad o negligencia, sin tener un motivo justificable ante Dios, tendrá que responder ante la Justicia Divina y dar cuentas de una falta muy grave, tanto como si él mismo fuera culpable de los pecados que se negó a escuchar y perdonar, a menos que haya confesado y enmendado su culpa.
El sacerdote ha recibido dones que no han sido otorgados ni a Mi Madre; está unido a Mí y obra en Mí, por lo tanto merece mucho respeto de parte de las personas que van a buscar el Sacramento. Respeto en el trato, en la forma de vestir, en la forma de aceptar sus consejos y la penitencia impuesta.
Por eso les pido oraciones por los sacerdotes, para que fieles a su vocación y a la Gracia que se le confiere en Mi propia Persona, (in persona Christi), concedan el perdón y Misericordia a las almas.
Recuerda, hija Mía, que todo tiene un valor relativo en la tierra. Algunas cosas pueden tener un alto valor material y si una persona las pierde, se queda en la ruina económica... pero eso es todo. Puede intentar y volver a recuperar todo o al menos algo de lo perdido. Pero si pierde su alma, nada podrá salvarla del fuego eterno.
Una breve reflexión al concluir
Hermano, hermana: tú que has llegado a este punto de mi testimonio, ¿te has preguntado, cuánto tiempo hace que no has acudido a una buena y consciente confesión?
Si tuviese que llamarte en este momento el Señor, ¿Crees que te salvarías? ¿Te has dedicado concientemente a las cosas de Dios, o has sido un cómodo cristiano a medio tiempo, de asistencia dominical a la Santa Misa, más por costumbre o apariencia que por auténtico fervor? ¿Te has preguntado cuántas almas has ayudado a salvar? ¿Has cuidado siempre de recibir la Sagrada Eucaristía estando en gracia del Señor o eres de los que piensan que debe confesarse ante Dios únicamente y no ante un sacerdote?
Mientras lees estas líneas, habrá alguien que estará diciendo una oración por ti, para que en el momento de tu muerte –que llegará indefectiblemente- no estés privado de los auxilios de los Sacramentos; para que con tu partida haya fiesta en el Cielo y en la tierra. ¡Para que no sientas temor sino amor y gozo!
¡Abre las puertas de tu corazón a la Gracia y al perdón que todos necesitamos! ¡Pide la asistencia de la Virgen María para vivir desde hoy conforme a la Voluntad del Padre!
Te lo desea, en el Amor Misericordioso de Jesús,
Catalina
Misionera laica del Corazón Eucarístico de Jesús 18 de julio de 2003,
día de la Preciosísima Sangre de Jesús
hola me sirvieron de mucho las imágenes gracias.
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