miércoles, 21 de agosto de 2013

Las siete Cualidades fundamentales de Carácter de los Santos Ángeles


I. La Fidelidad

 

 La fidelidad contribuye al perfeccionamiento de cada virtud

Con la prueba de los Ángeles –así se dice-, se produjo al comienzo la división, cuyo origen fue la cuestión de la fidelidad a Dios. Con San Miguel -"¡Quién como Dios!"-, los Ángeles  f i e l e s  decidieron mantener la fidelidad a Dios, mientras que los Ángeles c a í d o s abjuraron de Dios y quebrantaron la fidelidad a Él. Por esta razón, la fidelidad es el primer rasgo característico de los santos Ángeles.
La fidelidad, entonces, ha de ser la primera cualidad del carácter de los miembros de la Obra de los Santos Ángeles. Así, en la presente carta circular trataremos sobre la fidelidad, una de las virtudes más fundamentales. Se dice con frecuencia que la humildad es el  f u n d a m e n t o de la vida espiritual; pero si se mira con detenimiento, podremos darnos cuenta de que la función de la humildad consiste en cavar la zanja y apartar los escombros del amor propio, para que la vida espiritual pueda levantarse realmente sobre la piedra angular de la fe, y de que la labor de la fidelidad consiste en cimentar firmemente la vida espiritual en la fe. De ahí que la palabra latina para fidelidad, ‘fidelitas’, esté emparentada con la palabra latina para la fe: ‘fides’. Sin fidelidad es imposible que puedan darse la perfección o la santidad.


Concretamente, el camino de los fieles hacia la santidad es el de la fidelidad a la voluntad de Dios, manifiesta en Su palabra, en Sus mandamientos y en las inspiraciones del Espíritu Santo. Respecto a nosotros, el amor perfecto -al igual que con María y con todos los santos- consiste en una absoluta y confiada entrega a las manos del Padre según el ejemplo de Jesús" (Juan Pablo II, Audiencia general del 22/07/1998).

Expresiones de fidelidad

Antes de analizar detalladamente los aspectos específicos de la fidelidad, vamos a efectuar un breve inventario de sus funciones, denominaciones y relaciones. Dichosos aquellos cuyas actitudes y relaciones estén marcadas por las múltiples expresiones de fidelidad descritas a continuación. ¡Quiera Dios que correspondamos a este elevado ideal!
Debemos, primero, ser fieles a Dios, a quien debemos un absoluto y fiel acatamiento como nuestro Creador, Redentor y Santificador. Luego, hemos de ser fieles a la Iglesia, tanto en relación con su autoridad magisterial (respecto a la doctrina de la Iglesia debemos ser firmes y estables, pues el Evangelio de Cristo es uno solo e inalterable) como en relación con su autoridad gobernativa (como siervos obedientes, leales, confiables e imperturbables).
Debemos ser consistentes en la práctica de nuestra fe, perseverantes en el ejercicio de las virtudes y pacientes en las pruebas. Debemos ser leales con nuestros parientes y amigos (el verdadero amigo se muestra como tal sólo en la necesidad). Debemos ser patriotas frente a nuestro país; debemos cumplir a conciencia nuestras obligaciones. Debemos ser fieles a nuestra palabra, a nuestras promesas y a nuestros deberes.

"Treinta años después de la publicación del Decreto Presbyterorum Ordinis (Decreto sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes. Concilio Vaticano II), podemos reconocer la providente sabiduría, cuando allí se afirma que la clave del verdadero ser del sacerdote radica en la fidelidad y el entusiasmo hacia el don recibido del Señor..." (Emilio Carlos Berlie Belaunzaran, Arzobispo de Yucatán, Méxcio).
Debemos ser particularmente fieles a nuestro estado de vida y sus correspondientes obligaciones: los sacerdotes a su ministerio sacerdotal, a sus obispos, a su compromiso celibatario; los consagrados a su profesión pública, mediante la cual se comprometen a imitar perfectamente a Cristo, según los consejos evangélicos de la castidad, de la obediencia y de la pobreza; los casados deben ser fieles el uno al otro, pues su unión es un signo sacramental del fiel amor de Cristo hacia Su esposa, la Iglesia.
En esta categoría de fidelidad a Dios y a la Iglesia debemos incluir nuestra fidelidad a la Madre de Dios y a los Ángeles y Santos, que en el Credo confesamos como "comunión de los santos". Y puesto que todos nosotros, miembro por miembro, formamos un solo cuerpo en Cristo, estamos obligados de una manera particular a ser fieles a los que creen en Cristo, es decir, a los miembros de la Iglesia. Mediante nuestra Consagración a los santos Ángeles nos hemos comprometido, además, a ser especialmente fieles a los santos Ángeles y a la Obra de los Santos Ángeles.


El papa Juan Pablo II: "¡Dejaos guiar por los Ángeles Custodios!"
“Ciudad del Vaticano, 2 de octubre de 2002:
El papa Juan Pablo II hizo un llamamiento a los creyentes en general, y en especial a los jóvenes, a redescubrir en la propia vida la ayuda de los Ángeles de la guarda.

Al concluir la audiencia general, en la que participaron algo más de quince mil peregrinos en la Plaza de San Pedro del Vaticano, el papa recordó que el 2 de octubre la Iglesia celebra la fiesta de los santos Ángeles Custodios. Esta celebración, añadió el papa, ‘nos invita a pensar en estos protectores celestiales que la providente atención de Dios ha puesto junto a cada persona’, aclaró el obispo de Roma.
Después, dirigiéndose particularmente a los jóvenes, dijo: ‘dejaos guiar por los Ángeles Custodios para que vuestra vida sea una vivencia fiel de los mandamientos divinos’”
(Zenit News Service).


La esencia de la fidelidad

No cabe duda de que apreciamos la fidelidad en nuestros amigos, pues ella constituye un soporte de la vida moral. Sin ella, no subsistirían la sociedad ni la familia. Ciertamente, es justo poner el amor en primerísimo lugar, pero no sería un amor verdadero, si no fuese, al mismo tiempo, fiel. "Dicho concretamente, el amor significa fidelidad" (Congregación para el Clero, L’Osservatore Romano, 21.7.99). El amor implica tanto el agrado por el bien que encontramos en el otro como también la generosa benevolencia, mediante la cual buscamos promover su bienestar. La fidelidad sella esta buena intención a través de un auto-compromiso duradero. ¡Cuando se ama realmente a alguien, se le quiere amar por siempre y ayudarle siempre!
Esta fidelidad, entonces, constituye la virtud por la cual permanecemos fieles al cumplimiento de nuestras obligaciones -"en las buenas y en las malas"-, como se dice en el momento de contraer matrimonio, que es la promesa humana de la fidelidad por excelencia.


Fidelidad heroica de un joven amor

Antonio y María se encontraban en la primavera de su vida y se habían enamorado mutuamente. Él ya le había propuesto matrimonio, y ella había respondido con un "sí". Así pues, con la bendición de sus padres, campesinos pobres, se dispusieron a hacer planes para un futuro en común.

Había, sin embargo, un pequeño problema: su aldea, ubicada en el interior del Brasil, se encontraba tan alejada, que muy raras veces era visitada por el párroco misionero. Antonio y María aceptaron la situación y decidieron esperar hasta que apareciera nuevamente por allí el sacerdote y los casara. Esperaron y esperaron... Era probable que ‘su' párroco hubiese muerto ya hacía tiempo. El tiempo pasaba. Antonio y María, que vivían a ambos lados de un río, llegaban todas las mañanas a la orilla, se saludaban desde lejos y oraban juntos antes de iniciar sus labores en el campo.

La joven pareja esperó nada menos que diez años, hasta que apareció por allí otro sacerdote, que finalmente los pudo casar.
Para la gente del mundo, la paciente fidelidad de esta joven pareja habría sido considerada una gran pérdida de tiempo y una estupidez. Si bien el derecho canónico, tendiendo en cuenta las circunstancias, permitía a Antonio y María que efectuaran las promesas matrimoniales en presencia de algunos testigos (cosa que evidentemente desconocían), por su testimonio heroico y fiel respecto a la santidad del matrimonio merecieron una bendición eterna y una radiante corona.

Fidelidad y justicia

Como tal, la fidelidad hace parte de la justicia, pues debemos al otro cumplir nuestra palabra. También hace parte de la veracidad, pues debemos a nosotros mismos, a la rectitud de nuestro entendimiento, reconocer la verdad y cumplir la palabra dada.
Por eso nuestra promesa de ser fieles puede ser implícita o también formal. En relación con las criaturas la verdad significa reconocer que lo que es, es, y aclarar que lo que no es, no es. La verdad es la correspondencia o la conformidad de nuestro entendimiento con la realidad. Naturalmente, el mundo creado por Dios (y en últimas Dios mismo) es el parámetro para la verdad. Somos veraces cuando percibimos, conocemos y afirmamos la realidad tal como es.
Puesto que el entendimiento ha sido creado para la verdad, afirma de manera natural esta luz cuando brilla en nuestro corazón. Igualmente, la voluntad tiene una inclinación innata a obrar el bien y a evitar el mal. Así pues, ya con la percepción del orden natural estamos inclinados a optar por el bien. Esta es la ley natural que está escrita en nuestros corazones y de la cual da testimonio nuestra conciencia (cfr. Rom 2,14ss).

Al reconocer y obligarnos a vivir de acuerdo con las consecuencias morales que resultan de nuestra posición en el mundo y la sociedad, nos adentramos en el ámbito de la fidelidad. Más allá de las inmutables obligaciones de la ley natural, a la cual debemos ser fieles, se nos abre el vasto reino de la libertad humana, en la cual hemos de optar por una determinada manera de actuar. En estas circunstancias el hombre no se encuentra como un individuo aislado, pues hace parte de un entramado social que también exige estabilidad. De ahí surgen la necesidad y la obligación de vincularse de múltiples maneras a través de promesas, contratos o votos, bien sea en el matrimonio, en el trabajo, en la amistad, etc., y por el reino de los cielos, a los consejos evangélicos en la vida consagrada, al ministerio sacerdotal, a particulares formas de devoción, como las consagraciones al Sagrado Corazón de Jesús, a María y a los Santos Ángeles.


Fidelidad y veracidad

En su relación con la veracidad, la fidelidad tiene en sí algo de ‘divino’. En la veracidad reconocemos la verdad de seres existentes. Debemos permanecer fieles a la palabra dada en los vínculos de fidelidad que asumimos libremente. Mediante esta fidelidad surge y nace algo bueno y nuevo. En este sentido la fidelidad es casi ‘creativa’; al menos podemos decir que llegamos a la perfección mediante la fidelidad. Además, siendo fieles es como colaboramos más eficazmente con los santos Ángeles. El objetivo de su ministerio, de su servicio, consiste en ayudarnos a ser configurados a semejanza de Dios, a ser semejantes a Él en el amor y en las virtudes. Cuanta más grande sea nuestra fidelidad para seguir Sus inspiraciones y exhortaciones, mayor será nuestra fidelidad en medio de pruebas y más rápidamente seremos transformados a semejanza de Cristo (cfr. 2 Co 3,18).
Si negásemos la ley natural establecida por Dios o rompiésemos nuestras promesas, estaríamos, claro está, siendo infieles. Esta es la razón por la cual los espíritus que fueron rechazados fueron acusados de infidelidad hacia Dios. En el instante de su creación, todos los espíritus creados se dirigieron con amor hacia Dios y se comprometieron, a la luz de su entendimiento natural, a servirle (cfr. Summa Theologica I. 63,5,c). Pero en el momento en que fueron aún más iluminados por la luz de la fe y conocieron el Reino sobrenatural de Dios y su propio lugar en él, el demonio y sus Ángeles se rebelaron y fueron infieles. Tomás de Aquino enseña: el demonio pecó porque se apartó, lleno de odio, de la disposición divina (De Malo, 16, 3, 1m, 10m, 15m).
En cambio, el hombre justo y fiel ama la ley de Dios: "¡Cuánto amo Tu ley, oh Señor!" (Sl 119, 97). "Fiel y justas son las obras de Sus manos. Sus preceptos son todos infalibles. Son afirmados eternamente y para siempre, hechos con verdad y rectitud" (Sl 111,7-8). Con la gracia de Dios, lograremos permanecer fieles. Jesús nos asegura: "Separados de Mí no podréis hacer nada" (Jn 15,5); y San Pablo confiesa: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Fil 4,13); pues "Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas" (1 Co 10,13); "fiel es el Señor, el cual os fortalecerá y os guardará del maligno" (2 Tes 3,3), pues "Su fidelidad es escudo y protección" (Sl 91,4). Sí, Él, que nos ha llamado, es fiel y nos santificará enteramente en cuerpo, alma y espíritu, para que seamos irreprochables cuando Cristo venga (1 Tes 5,23-24).

La fidelidad de Dios

"Dios, «El que es», se reveló a Israel como el que es «rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6). Estos dos términos expresan de forma condensada las riquezas del Nombre divino. En todas Sus obras, Dios muestra Su benevolencia, Su bondad, Su gracia, Su amor; pero también Su fiabilidad, Su constancia, Su fidelidad, Su verdad. «Doy gracias a Tu nombre por Tu amor y Tu verdad» (Sl 138,2; cfr. Sl 85,11). Él es la Verdad, porque «Dios es Luz, en Él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5); Él es «Amor», como lo enseña el apóstol Juan (1 Jn 4,8)" (CIC 214).
"«Es verdad el principio de Tu palabra; y eternos todos Tus justos juicios» (Sl 119,160). «Ahora, mi Señor Dios, Tú eres Dios, Tus palabras son verdad» (2 Sam 7,28); por eso las promesas de Dios se realizan siempre (cfr. Dt 7,9). Dios es la Verdad misma, Sus palabras no pueden engañar. Por ello el hombre se puede entregar con toda confianza a la verdad y a la fidelidad de la palabra de Dios en todas las cosas" (CIC 215). Puesto que Dios no tiene ninguna obligación natural frente a la creación, sólo podemos hablar de Su fidelidad respecto a Su inmutable bondad, respecto a Sus planes y promesas (pactos), que Él nos ha dado por nuestra salvación.
La fidelidad de Dios, Su eterna firmeza y la seguridad que nos da Su bondad, son, en definitiva, el único fundamento sobre el cual se puede sostener la fidelidad de las creaturas. Por eso, generaciones incrédulas están marcadas por el caos, la inseguridad y las guerras. Una vez, un sabio sacerdote preguntó a una joven pareja que vivía en concubinato: "¿Cómo pretendéis vosotros -meras creaturas- ser fieles el uno al otro, si no estáis dispuestos, si no estáis dispuestos, antes que todo, a ser fieles a Dios, cumpliendo Sus leyes?"

La vergüenza de la mentira y la impureza es su infidelidad

Así como la mentira es la vergüenza para el hombre, asimismo la impureza es la vergüenza para la mujer, pues con ello manifiestan su infidelidad a su vocación original. Con la mentira, el hombre se niega a recibir la verdad; con la impureza, la mujer se niega a recibir la vida. Estos dos males se encuentran unidos en los espíritus impuros, denominados así por el rechazo al misterio de la fe: en su prueba, estos espíritus impuros se negaron a aceptar la Palabra de Vida. Por eso el demonio es el padre de la mentira y un asesino desde el comienzo (cfr. Jn 8, 44), pues lo que despreció fue el plan divino, según el cual el Verbo de Dios habría de hacerse hombre. En ese mismo momento decidió matar al Verbo de Dios, cuando se encarnase.
"La fidelidad como atributo de Dios, significa la firme e irrevocable consistencia en la que Yahvé permanece: Dios rico en benevolencia y misericordia. Incluso en medio de un mundo lleno de infidelidad (Dt 32, 4; Os 4, 1; Sir 11, 30) Él continúa siendo el ‘Dios fiel’ (Sl 31,6), que frente al rompimiento de la alianza por parte de los hombres, no rompe Su fidelidad (Os 11)" (LTK, X,333ss).
Una y otra vez las Sagradas Escrituras alaban la fidelidad de Dios, particularmente en relación con la fidelidad de Dios a la alianza, fidelidad que es vista a la luz de Su incomparable bondad: "Todos los caminos del Señor son benevolencia y verdad para los que guardan Su alianza y Sus mandamientos" (Sl 25,10). La fidelidad de Dios es Su decisión unilateral de guardar y cuidar la creación, que Él, por sobreabundante bondad, hizo surgir de la nada. Dios era libre de crear o no crear. Para ser más precisos, todo el universo podría volver a la nada en un instante, si Dios, por causa de los pecados de la humanidad, se ‘arrepintiese’ totalmente de haber creado el mundo. Él, sin embargo, nos hizo saber: "Que Dios no hizo la muerte; ni Se goza en la pérdida de los vivientes. Pues Él creó todas las cosas para la existencia" (Sab 1,13-14). Y frente a nuestros pecados Él mismo dice: "No llevaré a efecto el ardor de Mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque Yo soy Dios y no un hombre, soy santo en medio de ti y no Me complazco en destruir" (Os 11,9). San Pablo atestigua: "pues los dones y la vocación de Dios son irrevocables" (Rom 11,29). Esto no quiere decir que todos estén salvados -pues muchos rechazan el llamado de la gracia-, sino que mientras un ser humano viva en este mundo, a éste le será ofrecido el amor fiel y misericordioso de Dios.


Las promesas de la Alianza y el juramento de Dios

Muchas veces la humanidad y el pueblo elegido abjuraron de Dios; sin embargo, otras tantas veces Dios siguió siendo fiel a Su plan de salvación y le ofreció a la humanidad, una y otra vez, el perdón y un redentor. El renovó Su pacto con la humanidad a través de todas las generaciones:

- Prometió a Adán y Eva, incluso después de su caída, un redentor (Gén 3,15).
- Prometió a Noé que nunca más volvería a destruir el mundo a través de un diluvio (Gén 8, 21s; 9,11-15).
- Prometió a Abraham un hijo, una descendencia eterna y una herencia eterna (Gén 12,2ss; 15,4-5; 17,2).
- Prometió a David (no porque estuviese sin pecado, sino porque se arrepintió sinceramente de sus pecados y se sostuvo ante el Señor) el Mesías como un vástago de su estirpe y la eterna permanencia de su reino (Sl 132,11).
"Cuando Dios hizo a Abraham la promesa, como no tenía ninguno mayor por quien jurar, juró por sí mismo, diciendo: ‘Te bendeciré abundantemente, te multiplicaré grandemente...’ Por lo cual, queriendo Dios mostrar solemnemente a los herederos de las promesas la inmutabilidad de Su consejo, interpuso el juramento, a fin de que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos firme consuelo los que corremos hasta dar alcance a la esperanza propuesta" (Heb 6, 13-14; 17-18).
Esta promesa y este juramento se cumplieron con el nacimiento de Cristo y mediante Su muerte en la Cruz. En relación con el nacimiento de Cristo el salmista dice: "Voy a proclamar un decreto (juramento) del Señor. El me ha dicho: ‘Tú eres Mi hijo, Yo Te he engendrado hoy... Te daré en posesión los confines de la tierra’" (Sl 2,7.8). En relación con la muerte de Cristo, San Pablo explica: "Cristo nos redimió de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición, pues escrito está: ‘Maldito todo el que es colgado del madero’, para que la bendición de Abraham se extendiese sobre las gentes en Jesucristo y por la fe recibamos la promesa del Espíritu" (Gál 3, 13-14).
Así, todos los pactos de la fidelidad de Dios se resumen en el nacimiento del Señor y en Su misterio pascual. Por Su muerte en la Cruz nos reconcilió con el Padre y estableció un pacto eterno. Este misterio de nuestra redención fue eternizado por Él a través de la instauración del sacrificio y sacramento de la Sagrada Eucaristía, la nueva y eterna alianza en Su sangre (cfr. Lc 22,20). Mediante el santo Sacrificio de la Misa se renueva diariamente en medio de nosotros el sacrificio de Cristo; su eficacia se nos actualiza de manera incruenta, y mediante la recepción de Su Cuerpo y de Su Sangre permanece en nosotros de una manera única, y nosotros en Él. También de esta manera, el Siervo fiel de Dios nos hace partícipes de Su sacrificio expiatorio, a fin de que participemos de Su gloria.
Así es la fidelidad de Dios en Sus intenciones y en Sus promesas: Él llama a Sus criaturas a ser Sus siervos, a Sus siervos a ser Sus amigos. Y lo que Él nos aconseja, Él mismo lo cumple: "Si tienes un siervo [fiel], trátale como a ti mismo" (Eclo 33, 31, según la Vulgata). "Muy bien, siervo bueno y fiel... entra en el gozo de tu señor" (Mt 25, 21).

La historia de una fidelidad que salva
Era de noche, y el padre Eugen, capellán en una universidad norteamericana, se encontraba arreglando la oficina luego de un día lleno de trabajo, y esperando, al mismo tiempo, a una última persona que tenía concertada una cita con él. Era con Henry, un estudiante de la universidad, quien debería llegar a las 7:00 p.m. El padre había calculado que una vez pasada la charla, podría presenciar, a partir de las 8:00 p.m., el partido de fútbol que iba a jugarse en el estadio de la universidad.
Henry había pasado últimamente por muchas dificultades, pero incluso si la charla se llegara a extender -pensaba el padre Eugen- alcanzarían a ver la parte más emocionante del juego. Pero el padre Eugenio no contaba con que Henry pudiera demorarse. El reloj marcó las siete, marcó las siete y media, y Henry no aparecía. A las ocho en punto, el padre Eugen escuchó el grito de entusiasmo de la muchedumbre cuando se dio el pitazo inicial en el estadio; él comenzó a perder la serenidad. Llegó a pensar, que como Henry llevaba una hora de retraso, ya no valía la pena seguir esperando y más se iría a ver el juego. Algo, sin embargo, le decía: "¡Espera, ya viene!".
Luego de veinte minutos más de nerviosa espera, el padre Eugen cogió el abrigo y la bufanda, murmurando: ¿Para qué sigo esperando más? Con seguridad Henry olvidó la cita; muy probablemente se encuentra allá en las tribunas viendo el juego." Una vez más, sin embargo, una voz interior lo hizo detenerse. Se quitó el abrigo y lo arrojo sobre una silla, diciendo: "Tal vez ya viene".

Los gritos emocionados del público, al comenzar el segundo tiempo del partido, lo pusieron aún más de mal humor. Estaba realmente enojado por la irresponsabilidad e indelicadeza del estudiante. Agarró el abrigo y la bufanda, pero una vez más no llegó sino hasta la puerta: sentía un terrible conflicto interior, que no podía explicarse. No tuvo más remedio que sentarse a esperar a Henry. El mismo no sabía que le pasaba y estaba sorprendido de su irresoluta actitud. "Quizá no me siento bien" -pensó para sí.

Pasado un momento, golpearon a la puerta de la oficina del padre Eugen. Era Henry. Tenía una pistola en la mano y se veía totalmente trastornado. Antes de que el padre Eugen pudiera decir algo, Henry gritó: "¿Por qué se quedó usted aquí? ¿Por qué no se fue a ver el partido de fútbol? ¿Por qué no me dejó plantado como todos los demás?" — "No podía irme. Algo me retuvo todo el tiempo, como si dijera: ‘¡Quédate donde estás! ¡Henry ya viene! No pude hacer más que esperarte. ¡Entra, Henry, charlemos un rato! Cuéntame que te sucede."

Henry le entregó la pistola al padre y entró. Ambos sostuvieron una conversación larga y fructífera. Mientras tanto el partido de fútbol había concluido. Fue el comienzo de la sanación de Henry. Sin embargo, hubiera podido ser el fin, pues la permanencia o la partida del padre Eugen era la señal que Henry había determinado para quitarse o no la vida, la señal de que alguien lo tenía en cuenta.

Más tarde, el padre Eugen reconoció que en aquellos instantes no había entendido lo sucedido. Sin embargo, luego se dio cuenta de que su Ángel, sabiendo lo que pasaría si se hubiera ido, lo había instado a quedarse. "¡Cuán agradecido estoy con Dios de haber sido fiel a aquella inspiración de la gracia!"

II. La Humildad: una Virtud para toda Circunstancia

 

I. La Humildad, servidora de la perfección
La segunda de las siete cualidades características en la Obra de los Santos Ángeles es la humildad. Pocas virtudes vienen precedidas por una recomendación tan elevada: “¡Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón!” (Mt 11,29). Por el ejemplo del Rey, que dijo: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22, 27) y por amor a la verdad, la humildad halla alegría en el acto de servir. En términos generales la humildad es la sierva de la gracia en el alma. Un alma humilde se humilla como María, la sierva del Señor, por lo cual Dios la exalta y le concede una mayor participación en la santidad. “Es impensable imaginarse la santidad en una creatura de Dios sin la presencia de la humildad y la pureza. Pues así como la castidad es la pureza del cuerpo, de igual manera la humildad es la pureza del alma, y la pureza es la primera condición para la santidad” (Arzobispo Ullathorne, Little Book on Humility and Patience, I, cap. 6, 1).
La humildad también sirve con gusto a las otras virtudes. Se dedica a la más baja de las tareas: apartar todos los obstáculos para la gracia y las virtudes. Pero Dios mira la humildad de Sus siervos y siervas, y al final, la humildad portará una de las mayores coronas en la gloria del cielo.
El valor o la grandeza de una virtud se mide de acuerdo con su meta final. Las virtudes más nobles y preciosas son aquellas que nos unen directamente a Dios, el Supremo Bien, y que mejor nos ayudan a glorificarlo. Ellas son: la caridad, la esperanza, la fe y la religión.
Servidora de la caridad
La reina de las virtudes es la caridad. No sólo por cuanto nos une directamente a Dios: ella nos hace semejantes a Él en bondad y belleza y nos hace capaces de amar como Él ama. La humildad sirve a la caridad “disponiéndonos a esta unión con Dios mediante nuestra entrega total a Él en todas las cosas” (Santo Tomás, Comentario a las sentencias 4 d. 12u. 3ª. 2qc ad 1).
La humildad es también una llave para ejercitarse y crecer en el amor fraterno. “La verdadera humildad no ha podido, no puede, ni podrá existir sin caridad. Ella es el ingrediente de sacrificio en cada amor sincero. Y puesto que el amor es la transferencia, a otra persona, del afecto que nos tenemos a nosotros mismos, ello significa abandonar ese amor propio, y este abandono es la humildad”. Además, “nada nos hace más semejantes a Dios, que cuando perdonamos a aquellos que nos hieren y nos ofenden”(Ullathorne, ob. cit., I, 16, 3). Así pues, quien carece de humildad, tampoco se inclina a perdonar.
Servidora de la esperanza
Por la esperanza sobrenatural deseamos audaz y ardientemente -con la ayuda de Su gracia- poseer a Dios mismo, como nuestra recompensa eterna y dichosa, y gozar para siempre en el cielo del abrazo de Su amor en el perfecto conocimiento del Amado.
Al pensar en una recompensa tan desbordante, el humilde tiende a expresarse como David, cuando hubo de desposar a la hija del rey: “¿Os parece sencillo ser yerno del rey? Yo soy un hombre pobre y ruin” (1 S 18, 23). La humildad une en el alma el temor de Dios y la confianza, de tal manera que el alma, pese a la abierta confesión de su bajeza (mediante la cual supera la soberbia) pone confiadamente toda su esperanza en la bondad y el poder de Dios (con lo cual supera la pusilanimidad). Un alma soberbia fue a la fiesta de bodas sin el vestido de la gracia divina, por lo que fue arrojada a las tinieblas (Mt 22, 11-13). ¡La esperanza es el traje de bodas y la humildad nos ayuda a vestirlo! “Los que temen al Señor buscan Su agrado, los que le aman quedan llenos de Su Ley” (Si 2, 16).
Servidora de la fe
“Sin fe es imposible agradar a Dios” (Hb 11, 6). “La fe es, por su naturaleza, una sumisión del entendimiento y de la voluntad a Dios, puesto que Él es la soberana verdad; es una sujeción a Su divina autoridad, puesto que Él es el iluminador y el maestro del alma; y es una sumisión a la verdad enseñada por Él a través de la Revelación. Además, a Dios le agrada que esta sumisión de la fe sea realizada y manifestada de manera abierta y delante de todos los hombres, sometiéndonos públicamente a la Iglesia, establecida por Dios como representante de Su autoridad, y a la voz de su Magisterio y su ministerio de gracia, tal como es ejercido en Su nombre y por Su poder. No se trata aquí solamente de fe, sino de la humildad de la fe, pues es la sumisión del entendimiento y del corazón a la autoridad de Dios y a Su verdad, en la manera como Él lo prescribe y establece. Así pues, la humildad es el fundamento de la fe, y la fe es el fundamento de todas las demás virtudes cristianas, ejercidas todas a la luz de la fe. La humildad libera al alma del orgullo y del error, la fe la colma de luz y verdad; la humildad abre el alma a fin de que la fe pueda entrar; la humildad nos conduce al conocimiento de nosotros mismos y la fe al conocimiento de Dios” (Ullathorne, ob. cit. I, 14, 3-4).
Servidora de las virtudes morales
Las virtudes morales transforman y embellecen las potencias del alma, subordinándolas a la luz del entendimiento, y, más precisamente, a la luz de la fe. La humildad vela sobre este sagrado orden en el alma. Entre las partes potenciales de la templanza encontramos la humildad, porque también como la templanza, la humildad refrena los desordenados impulsos de las pasiones. En el ámbito de la modestia contribuye a dominar los apetitos del corazón, y a contener la vanagloria. Dado que el hombre puede adorar y se vanagloriar de todo lo imaginable (riqueza, poder, belleza, saber, talentos, etc.), es sensato que la humildad posea la llave para el tesoro del corazón. Ella mantiene libre nuestro espíritu para adorar a Dios en espíritu y en verdad (virtud de la religión). “El camino seguro y verdadero hacia el cielo pasa por la humildad, la cual dirige el corazón hacia Dios y no en contra de Él” (San Agustín, Ciudad de Dios, Libro XVI, cap. 4).
La humildad sirve de muchas maneras a la prudencia. Primero que todo, ayudándonos a mantener nuestra mirada fija en la meta y a rechazar todas las metas falsas (ídolos). De ahí que Josué exhortara a Israel diciendo: “Pero si no os parece bien servir a Dios, elegid hoy a quién habéis de servir: o a los dioses a quienes servían vuestros padres más allá del Río, o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitáis ahora. Yo y mi familia serviremos a Dios (Jos 24, 15). Al ayudarnos a tener una idea modesta de nosotros mismos, de nuestras capacidades y conocimientos, la humildad nos dispone a buscar o aceptar consejo de otros y a ser cuidadosos con nuestros pensamientos y nuestros juicios. Ella nos libra de la adulación y la lisonja, que nos podrían hacer caer víctimas de la sabiduría del mundo y del temor humano.
Finalmente, la humildad tiene propiamente su asiento en el apetito irascible. De ahí que es semejante a la fortaleza. Por esta razón, en la Obra de los Santos Ángeles se dice: “¡La humildad es ánimo para servir!”. Es una fuente de fuerza escondida. Como explica santo Tomás, la humildad cumple una tarea ardua y difícil: “Cristo nos recomendó de manera especial la humildad, pues esta virtud aparta ante todo los obstáculos que impiden el bien espiritual del hombre, el cual consiste en desear los bienes celestiales” (Suma de Teología II-II161, 5, 4m). Mediante esta fuerza allanadora, la humildad ayuda a la prudencia a vencer todos los obstáculos (como por ejemplo el temor humano) que nos impiden prontamente llevar a cabo una decisión acertada. Y precisamente en esta firme voluntad de la resolución se despliega plenamente la prudencia.
II. Una anécdota sobre la humildad heroica
Luego de un largo día de viaje y en medio de un clima frío y tormentoso, San Francisco de Borja, Superior General de los jesuitas, y su compañero de camino, llegaron a un apartado hostal. El hostelero les comunicó que no había ninguna habitación vacía. Sin embargo, el lamentable estado de los viajeros y sus humildes ruegos conmovieron al hombre, hasta el punto de que dispuso unos camastros en el estrecho y helado desván. El acompañante de San Francisco, que estaba terriblemente resfriado, pasó la noche tosiendo y escupiendo. Las flemas que arrojaba las dirigía contra la pared.
Al otro día, cuando el enfermo despertó, pudo comprobar, con gran desconcierto, que en la oscuridad había perdido la dirección y se había pasado la noche escupiendo a la cara de San Francisco. Lleno de vergüenza y pena le pidió que lo perdonara. San Francisco lo tranquilizó y consoló diciéndole: “No te preocupes. No había mejor lugar aquí arriba, para que pudieras escupir”. Con ello, el asunto estaba cancelado. Y no se volvió a hablar de ello.
III. Los grados de la humildad
Por razón de su belleza, la humildad ha sido amada y alabada por los santos. La más famosa descripción sobre ella se encuentra en la regla de San Benito. Su punto de partida es pedagógico y comienza con los grados exteriores. Aquí nos atendremos al orden propuesto por Santo Tomás, que parte de sus aspectos internos y más esenciales.
La humildad pone rienda a nuestro deseo, con frecuencia impetuoso, de excelencia. El parámetro no es el deseo, sino la justa razón, mediante la cual aceptamos la realidad de lo que somos ante Dios y ante los hombres. Así pues, el núcleo de la humildad consiste en caminar respetuosamente en la presencia de Dios y en la observación celosa de Sus mandamientos. Este es el primer grado.
Luego debemos hacer tres cosas a fin de contener nuestras pasiones: (2) Si reconocemos realmente que Dios está por encima de nosotros, no podemos seguir nuestra voluntad, como si ella fuese el último parámetro para nuestros actos. (3) Nuestro proceder más bien, debería estar guiado y dirigido por quienes están por encima de nosotros (en la familia, en la comunidad, en el trabajo o en cualquier otro lugar). (4) Deberíamos tener el carácter para no abandonar nuestras obligaciones o nobles empresas a causa de las dificultades que se nos puedan presentar.
Aún más, la humildad pone freno a nuestra exagerada autoestima: (5) en espíritu de verdad deberíamos reconocer y confesar nuestras deficiencias. (6) No deberíamos creernos capaces de hacer cosas grandiosas (aunque con la gracia de Dios podemos realizar cosas grandes). (7) Así pues, deberíamos darle prioridad a otros. Y aunque uno pueda estar dotado de talentos importantes, hay siempre determinados aspectos en los que otros nos superan.
Puesto que la humildad es una virtud relacionada con el servicio, la discreción y la veracidad, tanto aquella como su contraparte se manifestarán a través de ciertas señales externas: (8) Respecto a su conducta, la persona humilde no se diferencia del resto en cuanto a su manera de proceder, de vestirse, etc.; (9) respecto a su manera de hablar, no es apresurada, tampoco alaba sus propias opiniones ni se las impone a los otros; no le corta las palabras a los demás, sino que los deja hablar. (10) Su conversación, más bien, es mesurada en cuanto al tono, el tema y la escogencia de sus palabras.
Hay, además, otras dos señales externas relacionadas con la manera de comportarse y de gesticular: (11) la persona humilde evita miradas y gestos altivos. (12) No se muestra retozona en una hilaridad desmesurada, es decir, no se entrega a carcajadas. Pues, en esto se manifiesta una sensualidad excesiva, una forma de amor egoísta.
IV. Dios, el artífice de la perfección
¡Cuán celoso y atento es Dios en relación con nuestra perfección! A este respecto, Él actúa más bien como un escultor o un tallador que va quitando el exceso de material, como un pintor que cubre con color las imperfecciones. Uno de sus mejores cinceles son las humillaciones. El padre Walter Ciszek, jesuita norteamericano, describe en su autobiografía, titulada He Leadeth Me (Él me condujo), cómo la mano del Maestro trabajó en él durante los largos a ños que pasó detrás de la cortina de hierro, muchos de los cuales en prisión.
1. Prueba en el campo maderero de Teplaya-Gora
El padre Walter anhelaba ardientemente anunciar el Evangelio a todos los sometidos detrás de la cortina de hierro. Su oportunidad llegó cuando los rusos en la segunda guerra mundial invadieron Polonia donde estaba trabajando como sacerdote. El padre comenzó a trabajar entre los leñadores de los montes Urales. Su sueño, sin embargo, se desvaneció rápidamente. La vigilancia era tan estricta, que era prácticamente imposible hablar abiertamente de Dios. Peor aún, los trabajadores no tenían ningún interés en oír hablar de Dios. La propaganda, el miedo y la lucha por sobrevivir habían borrado cualquier sentido de lo sobrenatural. Al darse cuenta de la realidad de las cosas, habría preferido marcharse de ahí. Le parecía que todo había funcionado mal. Nada era como se lo había imaginado.
“Un día, cuando nos encontrábamos reunidos, Dios nos dio la gracia de conocer la solución a nuestro dilema, la respuesta a nuestra tentación. Fue la gracia de ver nuestra situación simple y llanamente desde Su perspectiva, y no desde la nuestra, de no medir nuestros esfuerzos con parámetros humanos o según nuestros propios deseos y pensamientos, sino de valorarlos de acuerdo con las intenciones de Dios. Fue la gracia de comprender que nuestro dilema y nuestra tentación eran obra nuestra, que existían sólo en nuestra cabeza y no coincidían con el mundo real, que había sido dispuesto y gobernado por Su voluntad.
Nuestro dilema en Teplaya-Gora provenía de nuestra frustración de no poder hacer lo que nos parecía que debía ser la voluntad de Dios en esa situación, de nuestra incapacidad de trabajar tal como pensábamos que era lo que Dios seguramente quería, en lugar de aceptar la situación misma como voluntad Suya...
El alma humilde, que cada mañana ofrece todas sus oraciones, trabajos, alegrías y sufrimientos del día y actúa según esta intención, aceptando y respondiendo incondicionalmente y con amor a todas las situaciones diarias como enviadas por Dios, ha comprendido, con una fe de niño, por así decirlo, la profunda verdad sobre la voluntad de Dios. Predecir lo que será la voluntad de Dios, especular cuál tiene que ser Su voluntad, es, por demás, un acto de humana insensatez y la más sutil de todas las tentaciones.
La simple verdad es esta: que Su voluntad es lo que Él nos quiera enviar cada día en forma de situaciones, lugares, personas, problemas… La tentación consiste en no reconocer que esas cosas son voluntad de Dios y en no ponerles atención, precisamente porque las consideramos cotidianas, insignificantes, monótonas y rutinarias, y en su lugar buscamos descubrir abstractamente alguna otra y más noble ‘voluntad de Dios’, que corresponda mejor a nuestro concepto de lo que debería ser Su voluntad. Esta fue nuestra tentación en Teplaya-Gora. La solución está en comprender que son precisamente esas cosas, aquí y ahora, las que constituyen la voluntad de Dios. De nosotros depende aceptar con humildad esta verdad y vivirla en cada instante de cada día” (He Leadeth Me, extractos págs. 42-45).
2. Prueba en la prisión
Muy pronto el padre Walter fue descubierto y hecho prisionero. Él mismo describe esta prueba con las siguientes palabras: “Desvalimiento es la palabra correcta. En Teplaya-Gora me había sentido frustrado, puesto que no había podido trabajar entre la gente tal como yo lo esperaba; pero ese sentimiento de frustración no era nada frente a la abismal sensación de impotencia y desvalimiento… Tanto para los funcionarios de la prisión como para los otros presos, yo era un objeto inútil, una nada. Así, no sólo sufría por causa de mi desvalimiento e impotencia, sino además por la repugnante y deprimente sensación de ser un inútil.
Como en el caso de otras situaciones críticas, busqué refugio en Dios a través de la oración. Busqué Su auxilio, Su compasión, Su consuelo. Puesto que sufría por causa de Él y era, además, escarnecido por ser sacerdote, no podría negarme Su consuelo, sobre todo si la descripción del profeta Isaías correspondía a Su vida terrena: ‘un hombre hondamente despreciado, desechado…’. También Él había buscado consuelo y no lo halló. Seguramente tendría misericordia de mí, me fortalecería y me levantaría, al ver el miserable estado en que me encontraba.
Pero como muchas veces había acontecido en mi vida, la forma en que Él me consolaba consistía en aumentar el conocimiento de mí mismo, y mi comprensión de Su providencia y del misterio de la salvación. Cuando desde el fondo de mi humillación busque refugió en Él a través de la oración, cuando me encontraba tirado y destruido en el suelo y corrí hacia Él, pues me consideraba inútil y despreciado, recibí, entonces, como respuesta, la gracia y la luz del conocimiento de cuánto mi propio yo se había deslizado furtivamente en la escena. Había sido humillado y yo mismo me compadecía. Nadie me estimaba como sacerdote, razón por la cual me abandoné a la autocompasión. Fui tratado injustamente por prejuicio; y nadie escuchó mi triste historia ni me mostró compasión, razón por la cual sentía lástima de mí mismo. Esta era en realidad la dimensión de mi ‘humillación’…
¿De cuántas otras maneras había dejado que mi estúpido yo, ese lujo de la autocompasión enturbiara mi mirada y la entorpeciese, de tal manera que no podía ver con los ojos de Dios la situación en que me encontraba? Ningún ser humano -no importa la situación en que se encuentre- es inútil o nulo ante los ojos de Dios. Ninguna situación es insignificante o sin valor en la providencia de Dios.
Muchas personas se frustran o hasta se desmoralizan cuando se sienten desvalidas frente a una situación o un mal, respecto de los cuales no pueden hacer mucho. Pobreza, alcoholismo, drogas, injusticia social, discriminación racial, odio, amargura, guerras, etc., todo esto puede constituirse en una fuente de amarga frustración y desespero. Pese a esto, Dios no espera que una sola persona cambie el mundo, acabe con las injusticias, o cure todas las enfermedades. Ciertamente espera que todos los seres humanos actúen como Él lo quisiera, en las circunstancias por Él dispuestas. Si así fuera, nunca les faltaría Su gracia. …
Lo que toda persona puede inicialmente cambiar, es a sí misma. Todas las personas ejercen también una cierta influencia sobre otras, que Dios le pone diariamente en su vida. De un cristiano se espera que influya en ellas para bien” (He Leadeth Me, extractos págs. 49-54).
3. Prueba durante el interrogatorio decisivo
Más tarde, el padre Walter fue trasladado a la cárcel Lubianka de Moscú, acusado de espionaje a favor del Vaticano. La KGB se enorgullecía de cumplir allí ‘su mejor trabajo’, al arrancar las confesiones mediante torturas. Durante doce meses, el padre Walter resistió al terror, a las intimidaciones, a los golpes y a los interminables interrogatorios, hasta que llegó al final de sus fuerzas. Aún seguía esperando la intervención del Espíritu Santo, pues sabía que Él debía intervenir…
Finalmente, llegó la prueba de fuerza, en la que poniéndole una pistola en la cabeza, le ordenaron que firmara la confesión, pues de lo contrario lo matarían. El Espíritu Santo seguía callando. En medio de ese terrible silencio se dio por vencido y estampó su firma en la confesión, que desde ese momento se convertía en un arma política en contra de la Iglesia Católica.
Una vez de regreso en su celda, se dio cuenta de que todo su cuerpo temblaba. ¿Por qué al menos Dios no lo dejó morirse de un infarto antes de haber firmado los papeles? “Yo confiaba en Él y en Su Espíritu, pues esperaba que me concediera las palabras y la sabiduría necesarias para enfrentar a todos mis adversarios. Yo no había avergonzado a ninguno de mis adversarios, pero me encontraba, a mí mismo, totalmente quebrantado y avergonzado. …
Poco a poco, y con la ayuda de Su gracia, comencé a enfrentarme conmigo mismo y con mi manera de orar. ¿Por qué me sentía así? La sensación de abatimiento y fracaso que me invadieron luego de lo acontecido, era fácil de explicar, pero por qué me sentía tan culpable y avergonzado? Había actuado en medio del pánico y había cedido bajo amenaza de muerte. ¿Por qué habría de sentirme tan culpable y tan responsable de mis actos, por causa de acciones que había ejecutado sin plena intención ni consentimiento de la voluntad? ...
Con lentitud y de manera vacilante me puse, bajo el suave impulso de la gracia, frente a la verdad, que era la más profunda causa de mi miseria y vergüenza. La respuesta estaba en una pequeña palabra: ‘Yo’. Yo me sentía avergonzado, pues sabía en mi corazón, que había intentado hacer muchas cosas por cuenta propia y había fracasado deplorablemente. Me sentía culpable, porque al fin reconocía que si bien había pedido ayuda a Dios, en el fondo creía en mis propias capacidades para evitar el mal y enfrentar cualquier reto. Yo había orado mucho durante todos estos años y había aprendido a estimar y agradecer la providencia y solicitud de Dios, … pero nunca me había entregado realmente. … En una palabra: Me sentía culpable y avergonzado, pues, en últimas, lo que había hecho durante esa prueba de fuego era confiar casi totalmente en mí mismo y había fracasado deplorablemente.
¿No había puesto yo incluso las condiciones en que el Espíritu Santo debía intervenir por mí? ¿Acaso no había esperado que Él me inspirase precisamente la respuesta que yo ya tenía dispuesta? …En realidad, yo no había tenido una actitud de apertura al Espíritu Santo. De hecho, hacía tiempo que yo ya había decidido escuchar lo que yo esperaba de Él, y cuando no escuché exactamente aquello que quería, me sentí traicionado. Y para otras cosas que el Espíritu Santo me hubiera querido decir en esos momentos, no tenía yo oídos dispuestos. ...
La virtud de la humildad tiene que ver con experimentar la plena verdad de nuestra dependencia de Dios y de nuestra relación con Su voluntad, pues humildad es la verdad que abarca nuestra relación con Dios, el Creador, y por Él, nuestra relación con el mundo, que Él ha creado, y con nuestro prójimo.
Lo que nosotros solemos llamar como humillaciones, son las pruebas mediante las cuales se acrisola en nosotros la perfecta comprensión de esta verdad. Es el propio Yo el que debe ser humillado; y no habría ‘humillaciones’, si hubiésemos aprendido a poner nuestro Yo en su lugar y a vernos en la justa actitud que debemos tener ante Dios y el prójimo. Cuanta mayor sea la fuerza con que nuestro Yo se despliegue en nuestra vida, tanto más duras habrán de ser las humillaciones que nos ayuden a purificarnos.
Este fue el terrible conocimiento que obtuve en la celda de la cárcel de Lubianka, cuando, tembloroso y deprimido, oré luego de mi experiencia con el funcionario de la KGB. El Espíritu Santo no me había abandonado, pues todo el suceso había sido obra Suya. Mis sentimientos de culpa y de vergüenza residían en mi falta de no anteponer la gracia a la naturaleza y de no confiar primero que todo en Dios antes que en mis propias fuerzas. Yo había fallado y estaba estremecido hasta la médula, pero fue un estremecimiento curativo…
No fue a la Iglesia a la que se le siguió un juicio en la cárcel de Lubianka; no se trataba del régimen soviético o la KGB contra Walter Ciszek. Era Dios contra Walter Ciszek. Dios me había probado a través de esas experiencias tal como se prueba el oro en el fuego. ¡Gracias sean dadas a Dios! …Yo aprendí cuán absoluta era mi dependencia de Él, incluso en mi supervivencia, y cuán insensato era construir sobre mí mismo.
La gracia más grande que Dios puede concederle a una persona, es cuando le envía una prueba que no puede superar con sus propias fuerzas, y cuando lo sostiene, entonces, a fin de que persevere hasta el fin y sea salvado” (He Leadeth Me, extractos págs. 78-82). El proceso de beatificación del padre Walter Ciszek fue introducido hace algunos años en Roma.
V. Falsa humildad
“Esta es una humildad falsa que el demonio inventaba para desasosegarme y probar si puede traer el alma a desesperación. Tengo ya tanta experiencia que es cosa de demonio, que, como ya ve que le entiendo, no me atormenta en esto tantas veces como solía. Vese claro en la inquietud y desasosiego con que comienza, y el alboroto que da en el alma todo lo que dura, y la oscuridad y aflicción que en ella pone, la sequedad y mala disposición para oración ni para ningún bien. Parece que ahoga el alma y ata el cuerpo para que de nada aproveche. Porque la humildad verdadera, aunque se conoce el alma por ruin, y da pena ver lo que somos, y pensamos grandes encarecimientos de nuestra maldad, tan grandes como los dichos, y se sienten con verdad, no viene con alboroto ni desasosiega el alma ni la oscurece ni da sequedad; antes la regala, y es todo al revés: con quietud, con suavidad, con luz. Pena que, por otra parte conforta de ver cuán gran merced la hace Dios en que tenga aquella pena y cuán bien empleada es. Duélele lo que ofendió a Dios. Por otra parte, la ensancha su misericordia. Tiene luz para confundirse a sí y alaba a Su majestad porque tanto la sufrió.
En estotra humildad que pone el demonio, no hay luz para ningún bien, todo parece lo pone Dios a fuego y sangre. Represéntale la justicia, y aunque tiene fe que hay misericordia, porque no puede tanto el demonio que la haga perder, es de manera que no me consuela, antes cuando mira tanta misericordia, le ayuda a mayor tormento, porque me parece estaba obligada a más. Es una invención del demonio de las más penosas y sutiles y disimuladas que yo he entendido de él” (Santa Teresa de Jesús, El Libro de la Vida, cap. 30, 9-10).
Se cuenta en la vida de San Antonio Abad que Dios le hizo ver el mundo sembrado
de los lazos que el demonio tenía preparados para hacer caer a los hombres.
El santo, después de esta visión, quedó lleno de espanto, y preguntó:
“Señor, ¿Quién podrá escapar de tantos lazos?”
Y oyó una voz que le contestaba: “Antonio, el que sea humilde”.
 La santa Obediencia: ¡una Suerte dichosa
 

Vista humanamente, la obediencia parece sobria y pragmática: "¡Haz esto!" y "¡Deja eso!". Las Sagradas Escrituras nos revelan el noble origen de la obediencia en la amistad con Dios, la cual se rompió mediante la desobediencia de Adán. Desde entonces la obediencia acostumbra llevar vestido de trabajo, pues con esfuerzo y el sudor de su frente come el hombre su pan. Por la obediencia de Cristo, el nuevo Adán, fuimos redimidos y fue reestablecida la amistad con Dios. El, el Siervo de Dios, el Hijo del Padre, penetró la obediencia de amor. La obediencia es la suerte dichosa del niño y del que ama: "¡Tus deseos son órdenes para mí!" En relación con Dios, ello constituye una dicha para los que tienen sed de justicia, pues serán saciados (Mt 5, 6).

Como virtud, la obediencia hace parte de la virtud cardinal de la justicia, mediante la cual tenemos una constante y firme voluntad de dar a cada quien lo suyo (cf. Summa teológica, II-II. 58.1, c). Por la obediencia de Cristo hemos sido ‘justificados’, pues Su gracia nos capacita para dar dignamente a Dios, aquello que Le debemos: fe, veneración y obediencia. "Cuando Dios revela hay que prestarle ‘la obediencia de la fe’ (Rom 16, 26; cf. Rom 1, 5; 2 Cor 10, 5-6), por la que el hombre se entrega libre y totalmente a Dios" (Constitución dogmática Dei Verbum, cap. I, 5).
Mediante la devoción, es decir, la entrega, que es el principal acto de la virtud de religión, damos solícitamente a Dios la reverencia y la veneración debidas a Su Nombre. Y mediante la santa obediencia nos sometemos a Su majestad y autoridad, es decir, a Sus leyes, provenientes directamente de Él o de aquellos que ejercen autoridad en Su nombre, bien sea en la Iglesia o en la sociedad.
Es significativo que nuestra sumisión obediente a la voluntad divina constituya la garantía de que nuestra veneración a Dios sea santa y pura. Debido a que Saúl no cumplió la orden dada por Dios, fue rechazado: "Mejor es obedecer que sacrificar, mejor la docilidad que la grasa de los carneros. Como pecado de hechicería es la rebeldía, y crimen de idolatría la contumacia" (1 S 15,22). Por esto, santo Tomás de Aquino contaba entre las peores faltas la piadosa obstinación, pues bajo la cobertura de la religión y de la obediencia, se hace precisamente lo contrario de ello.
En el sentido amplio del término la obediencia es una virtud o cualidad general de la vida moral, pues toda obra buena ‘obedece’ a una ley, y todo pecado ‘desobedece’, de alguna manera, a una ley. Según las palabras de Cristo, la obediencia está estrechamente vinculada al amor: "Si cumplís Mis mandamientos, permaneceréis en Mi amor" (Jn 15,10). Es imposible amar a Dios, si no veneramos Su autoridad ni nos sometemos a Sus mandamientos.
En esta carta circular meditaremos sobre la obediencia desde el lado práctico del servicio y desde el lado filial de la obediencia de Cristo. La obediencia no sólo culmina el trabajo, sino que también nos dispone para unirnos a Dios. Después del amor, la obediencia es el mayor atributo redentor de Cristo.

La Obediencia en la Historia de la Salvación
La obediencia es, ciertamente, funcional y práctica; pero una obediencia puramente funcional es imperfecta y no cumple con el ideal de Cristo, cuya obediencia reverencial estaba animada por Su amor. La obediencia va más allá de una mera meta exterior; como virtud apunta hacia el orden.
Al comienzo los Ángeles fueron sometidos a una prueba de obediencia. Los espíritus caídos se rebelaron por aversión al Plan salvífico de Dios, en el cual habían sido llamados a servir: "Oh, tú, que rompiendo desde siempre el yugo y, sacudiendo las coyundas, decías: ‘¡No serviré!’" (Jr 2,20).
También Adán y Eva fueron sometidos a una sencilla prueba de obediencia. Su docilidad frente a la autoridad divina les hubiera producido a ellos y a nosotros los mayores dones. ¡Cuán inescrutable fue su caída! A este respecto, comentó San Agustín: "… En el mandamiento les encargó y encomendó Dios la obediencia, virtud que en la creatura racional es en cierto modo madre y custodia de todas las virtudes, porque creó Dios a la criatura racional de manera que le es útil e importante el estar sujeta y muy pernicioso hacer su propia voluntad y no la del que la creó. Así que este precepto y mandamiento de no comer de un solo género de comida donde había tanta abundancia de otras cosas, mandamiento tan fácil y ligero de cumplir, tan breve y compendioso para tenerle en la memoria (…), con tanta mayor injusticia se violó y quebrantó, con cuanta mayor facilidad y observancia se pudo guardar" (La Ciudad de Dios, XIV, 12).
¡Cuán fácil es caer y cuán difícil levantarse! El hombre no podía recuperar la amistad con Dios, sin antes recobrar la justa reverencia ante la autoridad divina. Fue así como la redención del hombre requirió de una larga y ardua preparación a través de una serie de pactos y alianzas de Dios con Sus siervos elegidos. Los fundamentos para estos pactos eran siempre la fe y la obediencia. El primero que halló gracia ante Dios fue Noé, pudiéndose salvar del diluvio él mismo, su familia y la humanidad, pues obedeció a Dios al construir el arca de madera (símbolo de la Cruz de Cristo; cf. 1 P 3,20; Gn 6,8.14ss).
Abraham: "¡Porque has escuchado Mi voz!"
De igual manera ordenó Dios a Abraham: "Anda en Mi presencia [en la obediencia] y sé perfecto. Yo establezco Mi alianza entre nosotros dos, y te multiplicaré sobremanera. (…) Serás padre de una muchedumbre de pueblos" (Gn 17,1-2.4). Y llegado el tiempo en que Abraham habría de ser probado una vez más, Dios exigió el sacrificio de su amado hijo Isaac. Cuando Abraham, con fe pura y santa obediencia, se disponía a sacrificar a su hijo, el Ángel del Señor le dijo: "No levantes tu mano contra el niño, ni le hagas nada, que ahora sé que tú eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único" (Gn 22,12) Y por segunda vez le dijo: "por no haberme negado a tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones (…) en pago de haber obedecido tú a Mi voz" (Gn 17,1-2.4). Dios preservó al hijo de Abraham, pero no a Su propio Hijo, a quien entregó para nuestra Salvación, el obediente por los desobedientes (cf. Rm 4,25; 5,9).

Moisés: el Mediador de la Ley
A fin de educar aún más al hombre en la reverencia y prepararlo así para la promesa, envió Dios a Moisés como instructor de la ley. Sabiamente propuso Moisés a Israel la ley: "Yo pongo hoy ante vosotros bendición y maldición. Bendición si escucháis los mandamientos del Señor vuestro Dios que yo os prescribo hoy, maldición si desoís los mandamientos del Señor vuestro Dios" (Dt 11,26-28).
La Historia de la Salvación nos enseña que la reverencia a Dios del siervo prepara el camino para la devoción amorosa y filial: "El hijo honra a su padre, el siervo a su señor. Pues si Yo soy padre, ¿dónde está Mi honra? Y si soy Señor, ¿donde está Mi temor?" (Ml 1,6).

Obediencia social y Obediencia filial
Las Sagradas Escrituras presentan dos clases de obediencia. La primera: la obediencia social, necesaria para el bien y el funcionamiento de la sociedad y del individuo. Tal obediencia natural se desborda también en el orden de la gracia y la revelación. La segunda: la obediencia filial, que en Cristo asume un carácter de revelación. Esta obediencia nos invita a la verdadera libertad de los hijos de Dios. Un cierto énfasis distingue la obediencia social de la filial.

La Obediencia social
La obediencia social tiende a ser funcional. Se trata del trabajo que hay que realizar. Hay aquí una unidad de objetivo, que es jerárquica por naturaleza, como se da, por ejemplo, entre la voluntad y la mano. Todas las criaturas son como instrumentos en las manos de Dios y sirven a los planes de Su providencia "¡Como los ojos de los siervos en la mano de sus amos…, así están puestos nuestros ojos en el Señor nuestro Dios!" (Sal 122 2a-2c).
Diferentes clases de obediencia social
Además del respeto y la reverencia que debemos a nuestros padres (Ef 6,1), debemos obediencia a toda legítima autoridad, en aquellas cosas que caen bajo su jurisdicción legítima: los siervos han de obedecer a sus señores "con sencillez de corazón, como a Cristo" (Ef 6,5). Los casados deben ser sumisos el uno hacia el otro "en el temor de Cristo" (Ef 5,21) y las mujeres "a sus maridos, como al Señor (Jesucristo)" (Ef 5, 22).
La autoridad civil también tiene un derecho de mandar, debido a la autoridad que le ha sido concedida por Dios: "Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana: sea el rey, como soberano, sea a los gobernantes… Pues esta es la voluntad de Dios… honrad al rey" (1 P 2, 13.15.17). Por eso Jesús se sometió a la autoridad de Pilatos, a quien respondió: "No tendrías sobre Mí ningún poder, sino se te hubiera dado de arriba" (Jn 19,11).

Grados de Obediencia social
La obediencia social tiene muchos grados, entre los cuales el más bajo, el que se deja guiar por el puro miedo, no es ni siquiera una virtud. La obediencia rastrera es aquella clase de sometimiento a la ley, que es puramente externa y está motivada sólo por un provecho temporal: se presta ‘obediencia’ únicamente para evitar el castigo, la vergüenza o una pérdida terrenal. Si la autoridad civil no tuviese la posibilidad de castigar los delitos, y los pecados quedaran impunes, entonces aquellos hombres cuya única motivación es la obediencia rastrera, se burlarían de la autoridad y harían lo que quisieran.
Aunque no hay nada de saludable en esta clase de obediencia, es, sin embargo, útil para la sociedad y hasta para el individuo mismo. Por una parte, se garantizan la tranquilidad y el orden; por otra parte, cuando el pecador se abstiene de pecar por miedo al castigo, el pecado se anida con una menor profundidad en su alma, aumentando, así, sus ‘oportunidades’ de mejorar.
La obediencia imperfecta, comienzo de la virtud, también está fundada en el temor, pero un temor que está influido por las consecuencias sobrenaturales. Se obedece para no perder la recompensa celestial y evitar el castigo eterno. Tal como el arrepentimiento imperfecto y el temor servil, así también la obediencia imperfecta se queda muy corta respecto a la meta de la perfección, aunque contribuye a preparar el alma para ella. Podemos aplicar a este grado de obediencia imperfecta las palabras que San Francisco de Sales dijo acerca del arrepentimiento imperfecto: "Así como el deseo del paraíso es en extremo honorable, el temor de perderlo es, también, un excelente temor… La fe y la religión cristiana nos enseñan estos motivos, y por eso el arrepentimiento (obediencia) que resulta de esto es loable, pero imperfecto (Tratado del amor divino, II, caps. 18-19). Incluso si alcanzamos el perfecto arrepentimiento (obediencia), jamás deberíamos excluir los motivos que provienen del arrepentimiento (obediencia) imperfecto. El hecho de tener un perfecto amor a Dios no nos debería dispensar jamás de hacer, en esta vida, actos de esperanza (cf. Tratado del amor divino, II, cap. 17).
Desde una perspectiva funcional, la obediencia social es un asunto claro, semejante a un contrato de trabajo honesto o como el servicio militar. Las relaciones verticales son fijas, están claramente definidas. Se trata de producir alguna cosa, de llevar a cabo un cierto trabajo, por el cual se espera una retribución.

Respeto ante la Autoridad
No hay que dejar a un lado la esperanza de retribución ni el temor ante el castigo; sin embargo, el motivo formal para la obediencia sobrenatural es la reverencia y el respeto ante la majestad y autoridad de Dios y ante quienes hacen parte de esta autoridad.
La culpa formal de la desobediencia radica precisamente en la irreverencia y desprecio ante la autoridad, razón por la cual Santo Tomás cuenta la desobediencia entre los pecados mortales, pero agrega que la mayoría de desobediencias es realmente sólo una desobediencia material (Summa teológica II-II, 105). ¿Qué quiere decir él con desobediencia ‘formal’ y desobediencia ‘material’? Cuando el motivo por el cual alguien desobedece una ley está en otro aparente bien al cual apunta el transgresor, entonces se habla de "desobediencia material". Este clase de desobediencia no constituye un pecado mortal contra la obediencia, pero puede ser un pecado mortal contra otra virtud. Los adúlteros, por ejemplo, cometen un grave pecado contra el sexto mandamiento, pero no contra la obediencia.
La desobediencia cuyo objetivo es expresar rebeldía y desprecio por la autoridad, es denominada ‘desobediencia formal’ y constituye una falta grave. Cuando los espíritus caídos se rebelaron contra Dios, no creían poder hallar su felicidad por fuera de la voluntad de Dios; su única ‘felicidad’ consistía en expresarle todo su desprecio con su "¡Yo no serviré!".
Por el contrario, es frecuente encontrar personas que se someten y ‘obedecen’ externamente (materialmente), pero que internamente están llenas de crítica y desprecio contra sus superiores. Es evidente, que semejantes personas pecan formalmente contra la obediencia por causa de este desprecio. Es muy común ver que no hay arrepentimiento por este pecado y con mucha frecuencia tampoco es confesado en el sacramento de la Penitencia. Es difícil evitar esta falta sin una profunda humildad, que nos inclina a expresar respeto a la autoridad.
Tal respeto humilde, que da alas a la obediencia, debe animar a los miembros de la Obra de los Santos Ángeles.

La Obediencia filial
La obediencia filial, que primeramente tiene que ver con las personas y no con cosas, va más allá de sí misma hasta la unión en el amor. "La obediencia, practicada a imitación de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34), manifiesta la belleza liberadora de una dependencia filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la confianza recíproca, que es reflejo en la historia de la amorosa correspondencia propia de las tres Personas divinas" (Vita consecrata =VC, 21).
Recordemos el pasaje del joven rico. El sólo estaba interesado en hacer alguna ‘buena cosa’ con obediencia funcional, a fin de ganar la vida eterna. Jesús elevó el nivel de la discusión, de ‘buenas cosas’ al ‘único bien’: Dios. La vida eterna no es tanto una cosa que se llega a poseer, sino una relación personal, en la cual se entra a través de la obediencia y el amor reverenciales. Puesto que nadie puede llegar a esta relación con el Padre, si no es a través del Hijo, fue que Cristo invitó al joven rico a desprenderse de los bienes que lo estorbaban y seguirlo (obedecerle), a fin de llegar, por Él, al Padre. El joven rico se fue triste; sólo había comprendido la obediencia funcional (que produce algo bueno), pero no la obediencia filial, de la cual nacen, en mutuo amor, la unión y la felicidad.
Esto no sólo es aplicable al joven rico, sino también a muchas personas que ejercen algún tipo de autoridad. Con que facilidad ‘rinden en el trabajo’, son ‘propositivas’ y olvidan que su principal misión consiste en cultivar una relación paterna con sus subordinados. No cabe duda de que esta idea será criticada. Pero si el bien del trabajador tiene prelación sobre el producto de su trabajo (cf. Juan Pablo II, Encíclica Sobre el trabajo humano, 13), con cuanta mayor razón debe la autoridad -que finalmente proviene de Dios y es ejercida en nombre del Padre- comprometerse con el bien personal de los subordinados.

Punto central: la Familia cristiana
La realidad integral de la obediencia se halla en la familia, donde la autoridad paterna, ejercida en espíritu de amor, suscita y alimenta el respeto filial y confiado. A través de su productividad, la obediencia contribuye no sólo a alcanzar una profunda unidad familiar sino también el bien común.
Recordemos el pasaje del hijo pródigo. Seducido por los placeres del mundo, reclamó su herencia. Quería romper la relación de dependencia con su padre y se fue a un país lejano. Una vez derrochado el dinero, se acordó de la bondad de su padre y regresó, arrepentido y temeroso, al hogar, pidiendo ser aceptado como un obediente jornalero. Pero el padre le devolvió la plena condición y dignidad de hijo, restaurándose, así, el orden santo.
El hijo mayor, aunque siempre había cumplido externamente las órdenes de su padre, tampoco había comprendido la relación filial amorosa y respetuosa que el padre siempre había deseado: "¡Hijo mío, tú siempre estás conmigo, y todo lo que es mío también es tuyo!" (Lc 15,31).
El Hijo de Dios no sólo se hizo hombre para pagar nuestras culpas, sino para guiarnos llenos de reverencia hacia los brazos misericordiosos del Padre: "..el que Me ame, será amado de Mi Padre… guardará Mi palabra… y vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14,21.23).

En el Seno del Padre
"Nadie ha visto jamás al Padre". ¿Cómo podemos, entonces, conocer el misterio de Su amor? San Juan continúa: "El Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1,18). El mutuo amor y la reverencia entre las personas de la Santísima Trinidad es el modelo para la obra de la Redención a través de la Encarnación del Hijo, que dice: "¡Yo he venido a hacer Tu voluntad, oh Dios!". En Su humanidad se rebaja voluntariamente y entrega Su vida en obediencia, pues "ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado" (Jn 14,31).
El Padre ama a Cristo por Su amorosa obediencia hasta la muerte (Jn 10,17). Puesto que el amor del Padre hacia Cristo ya era infinito, este amor particular se relaciona con los méritos redentores de Cristo, mediante los cuales merecía también la glorificación eterna de Su cuerpo, y no sólo para Sí mismo, sino también para todos los miembros del Cuerpo Místico, que un día resucitarán en Cristo. Precisamente Él oró al Padre de manera particular para que estemos con Él en la gloria (Jn 17,24).
La magnitud del amor de Dios hacia nosotros es algo que apenas podemos comprender. Al crearnos Dios manifiesta Su bondad. Al enviarnos a Su Hijo unigénito para hacerse hombre y morir por nosotros, el Padre manifiesta un amor inconmensurablemente mayor. Pero aún no manifiesta la amorosa relación que quiere entablar con nosotros.
Esta relación la manifiesta Cristo con la institución de la Santísima Eucaristía, a fin de unirse a nosotros en la más íntima de las uniones. De esta manera, nos hace también partícipes del abrazo amoroso y eterno, en el que Él y el Padre son uno en el Espíritu Santo: "para que todos sean uno. Como Tú, Padre, en mí y Yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros" (Jn 17,21).
A través de la unión corporal de Cristo con nosotros en la sagrada Comunión podemos comprender la verdadera intención divina: hechos uno con Cristo, participamos de una manera aún más perfecta de Su relación filial con el Padre. Esta relación mutua, esta íntima unión tiene que ver con la obediencia filial de Cristo, y el camino más perfecto hacia ella es la Eucaristía, en la cual nos convertimos, con Él, en ofrenda al Padre.

La Grandeza de los Consejos evangélicos
Si hemos de amar la ley de Dios: "¡Oh, cuánto amo Tu ley! Todo el día es ella mi meditación" (Sal 119,97), cuánto más deberíamos amar los consejos de Su amor, cuyo fin es conducirnos a la perfección: "Si quieres ser perfecto…, ven y sígueme" (Mt 19,21).
"Un mandamiento testimonia una voluntad aún más completa y absoluta respecto a aquel que lo establece; un consejo, sin embargo, representa sólo una voluntad de deseo. Un mandamiento nos obliga, un consejo sólo nos invita. De ahí, pues, que un mandamiento convierta a su transgresor en alguien culpable; y quien no sigue un consejo simplemente se hace menos loable. Quienes violan los mandamientos merecen ser condenados; quienes descuidan los consejos, merecen menos gloria…Se sigue un consejo a fin de agradar, y un mandamiento para no desagradar" (S. Francisco de Sales, Tratado del amor divino, VIII, cap. 6).
Dios nos llama a todos para que seamos perfectos (Mt 5,48), pero no todos son llamados a la vida consagrada en los votos de la castidad, la pobreza y la obediencia. Sin embargo, todos están llamados a amar los consejos evangélicos y a seguir a Cristo según la medida de la gracia que les ha sido dada (cf. Ef 4,7). En realidad, "la vida consagrada está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión, ya que «indica la naturaleza íntima de la vocación cristiana» y la aspiración de toda la Iglesia" (VC,3).
"Si nuestro amor a la voluntad de Dios es enorme", dice S. Francisco de Sales, "no nos contentemos solamente con hacer la voluntad de Dios tal como se nos manifiesta en los mandamientos, sino obedezcamos también los consejos, que nos han sido dados únicamente para observar con mayor perfección los mandamientos, y con los cuales están relacionados" (ibid., VIII, cap. 7), sobre todo con el mandamiento del amor.
"Los consejos evangélicos son, pues, ante todo un don de la Santísima Trinidad. La vida consagrada es anuncio de lo que el Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu, realiza con su amor, su bondad y su belleza" (VC,20).
En efecto, los consejos evangélicos (castidad, pobreza y obediencia), "son expresión del amor del Hijo al Padre en la unidad del Espíritu Santo. Al practicarlos, la persona consagrada vive con particular intensidad el carácter trinitario y cristológico que caracteriza toda la vida cristiana" (VC, 21).
"El Hijo, camino que conduce al Padre (cf. Jn 14,6), llama a todos los que el Padre le ha dado (cf. Jn 17,9) a un seguimiento que orienta su existencia. Pero a algunos –precisamente las personas consagradas– pide un compromiso total… En efecto, Su forma [la de Cristo] de vida casta, pobre y obediente, aparece como el modo más radical de vivir el Evangelio en esta tierra, un modo –se puede decir– divino, porque es abrazado por El, Hombre-Dios, como expresión de su relación de Hijo Unigénito con el Padre y con el Espíritu Santo" (VC,18).

“Si no os hacéis como niños”

jesusTomás se sentía alegre y decidió salir a dar un paseo con su pequeña hija Judit. A decir verdad, quería llevarla de compras. Se decía a sí mismo y con satisfacción: -"¡Que maravillosa hija es Judit! Un verdadero rayo de sol en la familia: ¡tan jovial, tan solícita, todo lo hace con alegría!"
Esta cualidad había incluso llamado la atención de Judit, pues había confesado a su padre: -"Papá, cuando yo decido lo que quiero hacer, me canso y me aburro. Pero cuando tú me dices lo que tengo que hacer, jamás me canso. Es mejor que jugar. Es como si yo fuera tú. ¿Es porque tú eres tan grande que yo no me canso nunca?"
Las compras, al final del paseo, fueron una sorpresa para Judit. Tomás la llevó a su tienda favorita y le dijo: -"Últimamente has sido tan buena hija. Quiero, pues, que escojas algo que te guste. ¿Qué querrías?"
Sin la menor hesitación, Judit respondió: "¡Papá, quiero el regalo que tú me des!"
-"¡No, hija mía, escoge lo que más te guste!
- ¡Pero papá, lo que más quiero es lo que tú quieras escoger para mí!
La profundidad y belleza de esta respuesta tocó lo más íntimo de su corazón. ¿Acaso cuando nació Judit no la habían consagrado al Inmaculado Corazón de María? En aquel entonces, Judit, en su infantil inocencia, reflejaba la belleza de María, y hoy refleja, en su amor perfecto, la sabiduría de María.

Se dirigieron, entonces, a un almacén de artículos religiosos. Y puesto que de él dependía escoger el regalo que más le habría de gustar, sus pensamientos tomaron otro rumbo. Por un instante se detuvo, indeciso, frente a dos imágenes. Finalmente compró las dos: para Judit, un cuadro de la Anunciación, en el que María responde a San Gabriel con su alegre "Ecce", convirtiéndose así en la Madre de Dios. Para él se compró una imagen de la escena del Huerto de los Olivos, donde Jesús exclama: "¡Abba!", anteponiendo así la voluntad del Padre a la suya.

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     "¡Ecce!" - "¡Abba!"

En estas dos imágenes está contenida toda la sabiduría del plan de Dios para nuestra eterna felicidad en el Corazón del Padre. Por el obediente regreso de Jesús al Padre a través de la Cruz, encontramos también nosotros el camino que nos conduce a los brazos del Padre.
¡Cuán grande es la belleza y el poder de la obediencia filial, que se alegra de vivir en esta relación filial, en esta dependencia del Padre! De entre las virtudes morales y los consejos evangélicos, es la que tiene la preeminencia confirmada por Cristo: "Yo os aseguro: … quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos" (Mt 18, 3-4).
En su propia relación filial con el Padre, Cristo es él mismo el eterno hijo, que descansa en el corazón del Padre. Él manifestó esto no sólo con Su amor, sino también con su amorosa obediencia


Sobre el Amor Divino


El Amor: el Juego de los Juegos

jesuskindLa beata Dina Bélanger (beatificada en 1993), cuenta como un día el Niño Jesús la retó diciéndole: "¿Quieres apostar conmigo al amor?" Ella, haciéndose pequeña como Él, Le respondió: "¡Oh, sí, Jesús mío!" "Muy bien", respondió Él, "¡el que más ame de nosotros será el ganador!"
Pensando que tenía buenas posibilidades de alcanzar el mayor puntaje en este juego, dije: "¡Estoy lista!"
- El Señor agregó: "Yo te cree, Yo te di el don de la fe desde el primerísimo instante de tu existencia, Yo te he colmado de innumerables y preciosas gracias. Yo te redimí, yo te he perdonado, y te he llamado a la vida religiosa. Todo esto es Mi amor. ¿Cuál es el tuyo?"
-"Jesús, yo Te amo lo más que puedo, y a fin de demostrarte mi amor, no Te negaré nada, ni siquiera el más pequeño sacrificio."
-"Yo lo sé", repuso Él, "pero Mi amor es infinito. ¿Y el tuyo?"
-"¡Oh Niño divino, mi amor es tan infinito como el Tuyo, pues yo Te amo con Tu propio corazón!"
-"Tienes razón. El juego ha terminado empatado. Los dos hemos ganado"  

(tomado de su Autobiografía).


La Seriedad del Amor divino
Nuestra felicidad depende de que juguemos lo mejor posible este ‘juego del amor’. Sin amor no somos nada (1 Co 13,2). El amor es como un juego, y sin embargo es la ley de la vida. ¡Cuán fascinante es que Dios nos encomiende precisamente eso: que Lo amemos! Pero no con un amor cualquiera. Debemos amarlo como se ama al propio padre, como se ama al esposo. ¿Quien se hubiese jamás atrevido a amar a Dios de una forma tan íntima, si Él mismo no nos lo hubiese mandado? ¿Y habríamos podido aceptar realmente este mandamiento en la fe, si Él no se hubiera hecho hombre previamente y no nos hubiese vivido y manifestado Su inconmensurable amor, al extender Sus brazos en la Cruz?
A través de todo el Antiguo Testamento Dios preparó al hombre para este amor: le dio a Abraham la promesa de la alianza, y dio a Israel, por medio de Moisés, la ley de la antigua alianza. La ley mosaica mostraba externamente la áspera cáscara de la justicia, pero en su interior albergaba el amor, en la esperanza del Mesías prometido. Así, la dinámica de la antigua ley consistía, por una parte, en el miedo al castigo, y por otra, en la esperanza por el Redentor.
En la presente circular confrontaremos inicialmente la ‘ley del miedo’ con la ley del amor, a fin de que nuestra estima y agradecimiento por la gracia que se nos ha dado en el amor de Cristo se despliegue aún más. Más adelante, haremos unas reflexiones sobre la esencia del amor.

La Ley del Temor frente a la Ley del Amor
Para ganar la vida, debemos cumplir los mandamientos; para alcanzar la perfección, debemos seguir a Cristo con todo el corazón (Mc 10,19-21). Sólo hay dos posibilidades de instar al hombre a que haga el bien y se aparte de obrar el mal: la coacción externa del temor o la motivación interna del amor.
Los diez mandamientos, que resumen toda la ley natural, son una obra maestra de concisión. Hasta un niño los puede recordar y seguir. Puesto que la ley dada en el Sinaí carecía de la fuerza interna de la gracia santificante, fue impuesta con la amenaza del castigo.
Es frecuente escuchar la queja de que los diez mandamientos son negativos y ajenos a la ley del amor. Ambas afirmaciones son, ya desde su raíz, falsas. Si bien algunos mandamientos están formulados como prohibición (p. ej. "No robarás"), ello se debe a que en el Antiguo Testamento, Dios se conformaba con un  m í n i m o  de exigencias. Mandamientos expresados como prohibiciones son precisamente más fáciles de cumplir, puesto que sólo incluyen el ámbito de los pecados prohibidos., p. ej., robar, pero nos dan libertad en los demás ámbitos, p. ej., en el uso de nuestros bienes. La ley del amor va mucho más allá, pues no sólo nos prohíbe, por ejemplo, no robar al prójimo, sino que además nos manda ayudarlo en sus necesidades: "Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?" (1 Jn 3,17). Incluso si algunos de los diez mandamientos prohíben algo, son fundamentalmente mandamientos del amor. San Pablo exhortó a los romanos con las siguientes palabras: "Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud" (Rm 13,8-10).
El Señor mismo también enseñó que los dos más grandes mandamientos resumen toda la ley: "Jesús le contestó: "El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos" (Mc 12,29-31) "De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas" (Mt 22,40).
Si sólo vemos los mandamientos como algo negativo, entonces los sentiremos como una carga y una limitación, y nuestra vida estará determinada por un temor servil. Pero si los contemplamos a la luz del amor, aprenderemos a verlos como guías y sendero hacia la libertad y podremos, finalmente, gozar de la libertad de los hijos de Dios. "De todo lo perfecto he visto el límite: ¡Qué inmenso es Tu mandamiento. ¡Oh, cuánto amo Tu ley! Todo el día es ella mi meditación" (Sal 119,96-97).

Preeminencias de la nueva Ley del Amor
San Pablo nos exhorta con estas palabras: "¡Buscad el amor!" (1 Co 14,1). A fin de fomentar en nosotros aún más esta comprensión positiva de la nueva ley del amor, vamos a meditar sobre algunas preeminencias de la nueva ley del amor por sobre la antigua ley. Es claro que la nueva ley no anula los diez mandamientos, sino que facilita su cumplimiento en el amor por la sobreabundante gracia de Cristo. Los santos del Antiguo Testamento estaban animados por la esperanza en el Mesías y por el amor a Dios, mientras que hoy en día muchas personas evitan pecar principalmente por temor al castigo (cf. Catecismo de la Iglesia Católica = CIC, Nr. 1964).
1. La antigua ley, "a causa del pecado, que ella no puede quitar, no deja de ser una ley de servidumbre" (CIC, Nr. 1963). Sólo por la Sangre de Cristo fuimos liberados de nuestros pecados (Hb 9,28; 10,4.10-14). Por eso la antigua ley nos hacia siervos; la nueva ley del amor, por el contrario, nos hace hijos de Dios y amigos de Cristo: "Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús" (Gal 3,26) y "Vosotros sois Mis amigos, si hacéis lo que Yo os mando. (…) Lo que os mando es que os améis los unos a los otros" (Jn 15,14.17). Además, el amor cubre, por la gracia de Cristo, muchos pecados (cf. 1 P 4,8).
2. La antigua ley, con su enorme cantidad de prescripciones era asfixiante y difícil de cumplir: "¿Por qué, pues, ahora tentáis a Dios queriendo poner sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos sobrellevar?" (Hch 15,10). El yugo de Cristo, sin embargo, no oprime y Su carga es ligera (Mt 11,30).
3. "Aunque la ley antigua prescribía la caridad, no daba el Espíritu Santo, ‘por el cual la caridad es difundida en nuestros corazones’" (CIC Nr. 1964; citando S. Tomás de Aquino y a Rom 5, 5).

4. En la antigua ley, la tienda de la alianza y el templo de la presencia de Dios eran algo que estaba fuera de los hombres. Ahora, Dios vive en nuestros corazones por el amor. "¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?...porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario" (1 Co 3,16.17).
5. "La ley evangélica ‘da cumplimiento’, purifica, supera, y lleva a su perfección la Ley antigua. (cf. Mt 5,17-19). En las ‘Bienaventuranzas’ da cumplimiento a las promesas divinas elevándolas y ordenándolas al Reino de los cielos" (CIC Nr. 1967).
6. El misterio de la salvación, que en el Antiguo Testamento brillaba sólo débilmente, llega a su cumplimiento mediante la revelación y la luz de Cristo en el Nuevo Testamento: "Pues de Su plenitud hemos recibido todos, y gracia sobre gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie Le ha visto jamás: El Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado" (Jn 1, 16-18).
Dicho brevemente: fuera del mismo cielo, el don más grande que Dios nos haya podido regalar es esa participación en Su vida (por la gracia) y en Su amor en Cristo, pues en ellos la vida eterna ya ha echado raíces en nuestros corazones; por ellos alcanzamos todo bien y sin ellos nada está bien.

La Esencia del Amor

La Complacencia: Deleite del Amor
¡Nada es más deseable que amar, conocer al amado y ser amado y conocido por Él! En ninguna otra cosa podemos encontrar la plena felicidad. El amor no es anhelo, sino la explicación de todo anhelo. El amor no es alegría, sino el principio de toda alegría. El amor no es saber, sino una respuesta al saber y la sed de más. El amor no es el bien, sino una inclinación hacia el bien.
El amor tiene que ver con el bien. El amor y el bien están íntimamente relacionados, tanto que se definen mutuamente: El bien es aquello que todos aman; el amor es la inclinación, el movimiento hacia el bien. El amor posee finalmente dos movimientos a las que se remiten todos los demás actos de la voluntad:

la complacencia y la benevolencia.
El amor es el principio que mueve la voluntad, movimiento por el cual tendemos hacia un determinado bien, visto como un objetivo. La fuerza de atracción del bien proviene de una cierta vinculación o correspondencia entre la voluntad y el bien percibido. El concepto complacencia alude a un deleitoso reposar en un bien elegido y conveniente (cf. Summa Theol. I-II.26, 1, c). En el plano natural puede compararse con la fuerza de atracción entre un imán y un pedazo de hierro o entre un bebé lactante y una madre que lo alimenta con su leche.
"La voluntad está tan esencialmente orientada al bien, que tan pronto lo percibe se dirige inmediatamente a él, para hallar su complacencia en él, que es siempre su objeto complaciente. (…) Si por mediación del entendimiento, que le muestra el bien, la voluntad lo percibe y toma conciencia de él, entonces siente inmediatamente alegría y gusto por ese encuentro. Y esto la atrae, amorosamente, pero con ímpetu, hacia el objeto amado para unirse con él, y la deja buscar todos los medios apropiados a fin de realizar esa unión" (San Francisco de Sales. Tratado del amor divino, I,7).
Este bien provoca una sensación de gozo al ser percibido, y de alegría al ser poseído. El movimiento hacia el bien, a fin de abrazarlo, es el primer acto del amor, es complacencia o delectación. Es una alegría que precede a la alegría del poseer. Precede incluso a la alegría previa; es la alegría por la simple y pura percepción del bien, que fue elegido en el instante.
Es una elevación del corazón (voluntad), que saluda con alegría su elección del amor. Se quisiera, de puro amor, saltar de gozo: "¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría!" (Sal 47,1). "‘Cuán hermoso eres Tu, amado mío’, exclama, entonces, el alma que ama a Dios. ‘Eres digno de todo deseo; sí, el deseo mismo. Así es mi amado, Él es el amigo de mi corazón, hijas de Jerusalén…’" (San Francisco de Sales, Tratado del amor divino, V, 1, citando el Cantar de los cantares 5,16). Sí, sólo mediante la complacencia del amor es que Dios será el Dios de nuestro corazón, nuestra herencia para toda la eternidad (cf. Sal 119,10.57).

La Complacencia: Inicio del Amor por Parte de la Criatura
Es importante entender que la complacencia es el único inicio posible de nuestro amor como creaturas, y que también en ella alcanzaremos reposo. Hemos nacido (sido creados) pobres, pero ‘ricos’ en anhelar la felicidad. La búsqueda de la felicidad comienza y termina con el amor; él determina toda la historia de nuestra vida. En realidad todo lo que hacemos va a desembocar en el amor, pues apunta directa o indirectamente hacia un bien al que tendemos y que nos corresponde, de alguna manera, en razón de la naturaleza o la gracia.
Con respecto a las cosas (p. ej., la comida y la bebida, la música y la ciencia), las apreciamos de una manera adecuada como medios que nos ayudan a alcanzar nuestra meta final. Apreciamos su bienhechora utilidad; las apreciamos, pues, porque nos son útiles. Cuando son apreciadas y utilizadas apropiadamente, se trata de un amor mesurado y concupiscible. También esto pertenece al amor de la complacencia.

La Ambigüedad de la Complacencia y sus Riesgos
La complacencia, sin embargo, no puede quedarse en un mero complacer, pues tarde o temprano se convierte en una complacencia noble o innoble. Esta última constituye un apetito desordenado. La complacencia es como jugo fresco de uva: muy dulce y agradable al paladar. Pero si no es manejado rápida y adecuadamente, es decir, si no se convierte en vino noble, se vuelve agrio e impotable como el vinagre.
Jorge Washington, primer presidente de los Estados Unidos, dijo una vez: "¡El poder estatal, como el fuego, es un siervo peligroso y un terrible maestro!" Lo mismo puede decirse al respecto: "¡La complacencia, como el fuego, es una sierva peligrosa y una terrible maestra!" ¡Cuán necesario es el fuego, pero cuán terrible cuando está fuera de control!
Estos dos aspectos aclaran por qué algunas personas omiten la complacencia y buscan poner directamente en práctica el amor perfecto, cuya perfección formal, sin embargo, radica –aunque no exclusivamente- en la benevolencia.
Pero no por esto se puede omitir sin más la complacencia. Sin complacencia no hay felicidad –ni siquiera en Dios. ¿No dijo el Padre: "Tú eres Mi Hijo amado, en Ti Me complazco" (Mc 1,11; cf. 2 P 1,17)? Esto vale tanto para el amor del Padre hacia el Hijo en Su eterna unión divina, como también en relación con el amor del Padre hacia la humanidad creada de Cristo.
Dios no creo todo porque buscaba alegría y felicidad, sino porque quería compartir Su alegría y Su felicidad. Así pues, en el orden del amor el orden creado constituye el reverso del orden divino. El amor benevolente de la Santísima Trinidad movió a Dios, en pura libertad, a comunicar Su bondad mediante el acto creador. Y cuando la creación estuvo ante Él, se complació por la bondad de Sus criaturas: "Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien" (Gn 1,31). Pero respecto a las criaturas el amor comienza con la complacencia y sólo desde este punto de partida puede avanzar hasta la benevolencia.
En relación con objetos o cosas, la complacencia noble radica en emplearlas provechosa y placenteramente como medios para alcanzar nuestro verdadero fin. Se volverá innoble, si el placer se convierte en la meta del amor: "Porque muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo, cuyo final es la perdición, cuyo Dios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza, que no piensan más que en las cosas de la tierra. Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el Suyo, en virtud del poder que tiene de someter a Sí todas las cosas" (Flp 3, 18-21).

Respecto a las personas (criaturas y Dios) la relación con la complacencia es más sutil. Con frecuencia la santa complacencia es malentendida, razón por la cual las personas caen fácilmente de una complacencia noble a una complacencia innoble. Vamos a profundizar aquí en las características esenciales de la complacencia noble en el campo de las relaciones personales.
La complacencia es un acto de amor, en el que el provecho propio juega un papel: uno se alegra del amado, porque se tiene algo de la persona amada. Esta motivación para el amor es ciertamente imperfecta, y pese a todo, buena, en cuanto no se quede sólo en esto. ¿Quién pondría en duda que el amor agradecido de un paciente por el médico que le ha salvado la vida, o el de un deportista por su entrenador, que le ha ayudado a ganar una medalla de oro, no es algo bueno? ¡Hasta nosotros sentimos una complacencia de amor, cuando pensamos en las extraordinarias proezas de los grandes atletas!
Démonos cuenta de que en esta complacencia nos alegramos por el bien (la excelencia) del otro, sin querer separar este bien de la persona altamente apreciada. Más bien nos alegramos de que ese bien exista en otros y queremos también que continúe siendo suyo. Y precisamente por nuestra alegría de que le pertenezca, se convierte también en propiedad nuestra. Al dirigirnos hacia otros en un torrente de amor, ellos no se convierten en propiedad nuestra; más bien nos volvemos en propiedad suya en la complacencia del amor. (En la ‘religión’ del deporte, los hinchas pertenecen más al héroe, que el héroe a los hinchas. Y sin embargo , él es ‘su’ héroe).
Por nuestra alegría de que Dios es bueno, seremos, por este amor de complacencia, Suyos, y sólo entonces Él será nuestro: "Yo soy para mi amado, y mi amado es para mí" (Ct 6,3). Esta es una complacencia noble, mediante la cual nos convertimos en usufructuarios de los bienes del amado, y pese a ello, sentimos alegría de que esa belleza y ese bien pertenezcan a nuestro amado.
Qué diferente es la complacencia, cuando se desvía hacia la sensualidad, de tal manera que el amante sólo busca poseer, disfrutar y  u t i l i z a r  en provecho propio lo bueno del amado, sin tener en consideración el bien de éste. El verdadero amor es noble, está estrechamente vinculado con el respeto, con una especie de enorme aprecio, por el cual nos sentimos humildes frente a nosotros mismos en relación con la persona amada. El auténtico amor busca ser cada vez más personal, se afana cada vez más por una unión espiritual, pero sin negar el cuerpo. En el matrimonio, por ejemplo, la unión conyugal debería ser expresión y señal de entrega amorosa y personal, y de sentimiento mutuo de felicidad.
La Complacencia: Raíz de la Esperanza
Cuando San Francisco de Sales se refirió a la nobleza de la complacencia y la aplicó a la esperanza (que añade a la complacencia el aspecto del futuro y del esfuerzo), escribió: "El amor que cultivamos en la esperanza, apunta hacia Dios, pero vuelve nuevamente a nosotros; mira hacia el bien divino, pero tiene en consideración nuestro provecho; anhela la máxima perfección, pero busca nuestra satisfacción. En una palabra: No nos conduce hacia Dios por el hecho de que Él sea el bien en Sí mismo, sino porque Él es, por encima de todo, bueno con nosotros. (…) En este amor hay algo nuestro y de nosotros; es amor, pero amor concupiscente, que quiere poseer algo para sí.
Esto, sin embargo, no significa que este amor está tan vuelto hacia nosotros, que Dios sólo fuese amado por causa nuestra. ¡Oh, Dios, no! El alma que sólo ama a Dios por amor a sí misma y tiene en la mira su propio provecho como fin del amor a Dios, comete un gran sacrilegio. Una mujer que amase a su marido sólo por amor al siervo de éste, amaría a su esposo como un siervo y al siervo como a su esposo. Y un alma que ama a Dios sólo por amor a sí misma, se ama a sí misma tal como ella debería amar a Dios, y a Dios, como ella misma debería amarse…"
"Cuando yo digo: ‘amo a Dios para mí’… quiero decir: ‘Amo poseer a Dios; me alegro de que Dios sea mi heredad y mi máximo bien.’ Este es el amor santo, que hace que la novia exclame cientos de veces y con ardiente deseo: ‘Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado’ (Ct 2,16).
… Cuando amamos a Dios como nuestro máximo bien, entonces sin duda lo amamos por causa de una cualidad, mediante la cual no relacionamos a Dios con nosotros, sino a nosotros con Él. No somos nosotros Su meta, Su anhelo, Su perfección, sino Él la nuestra; no es Él quien nos pertenece, sino nosotros a Él. En una palabra: siendo, como es, el máximo bien -y como tal lo amamos-, Dios no recibe absolutamente nada de nosotros; nosotros, en cambio, recibimos todo de Él. …Amar a Dios como el máximo bien significa manifestarle, con nuestro amor, la honra y la reverencia; significa confesar que Él es nuestra perfección, nuestro descanso y nuestra meta; aquella meta cuya posesión constituye toda nuestra dicha" (ob. cit. II.17).
El Amor de Benevolencia
La benevolencia es la forma perfecta del amor, con la cual amamos a otro por sí mismo y buscamos, según nuestros medios, fomentar su bien. Por la benevolencia del amor hemos de amar a Dios sobre todas las cosas, con todo nuestro corazón, con todo nuestro entendimiento, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas.
"Amar a Dios…
• sobre todas las cosas significa preferirlo a Él antes que a cualquier criatura, incluso la más querida y perfecta, y estar dispuesto a perder todo antes que ofenderlo o no seguir amándolo;
• con todo nuestro corazón significa consagrarle todo nuestro afecto;
• con todo nuestro entendimiento significa dirigir todos nuestros pensamientos hacia Él;
• con toda nuestra alma significa consagrarle el uso de las potencias de nuestra alma;
• con todas nuestras fuerzas significa aspirar a crecer cada vez más en Su amor y actuar de tal      manera que el único motivo y meta de nuestras acciones sean el amor a Él y el deseo de agradarlo"
                                                                                                       (Catecismo de San Pío X).


Nacimiento y Crecimiento de la Benevolencia
Una vez que hemos adquirido una noción sobre el ser, la posición y la perfección de la benevolencia, debemos concentrarnos ahora en su nacimiento y crecimiento en el alma, pues en esto se funda la verdadera ciencia y sabiduría de los santos. Aquí podemos comprender, por qué algunas personas avanzan con pasos de gigante y otras se rezagan. Con mucha frecuencia la puesta en práctica del amor perfecto es malentendida, como si la complacencia tuviese que ser totalmente suprimida en aras de la benevolencia. Pero si consideramos con detenimiento el asunto, sabiendo que el ser de Dios es el amor y que Él es infinitamente bienaventurado, entonces nos daremos cuenta de que con respecto al amor hay un tratamiento diferente. Así pues, no puede pensarse la complacencia aparte del amor perfecto.
San Francisco de Sales nos revela el misterio en una sola y breve afirmación: "Nuestro amor a Dios comienza con la complacencia que hallamos en la soberana bondad y en la infinita perfección que sabemos que existe en Dios. A partir de esto llegamos, entonces, al ejercicio de la benevolencia."
¿Cómo ocurre esto? A ello responde el santo: "Así como la complacencia que halla Dios en Sus criaturas no es otra cosa que una continuación de Su benevolencia hacia ellas, así también la benevolencia [del amor] que manifestamos a Dios no es otra cosa que una aprobación y perseverancia en la benevolencia que hallamos en Él" (ob. cit. V,6).
La complacencia no es sólo el comienzo del amor de la criatura, es el único camino para el perfecto amor en la plenitud de la caridad, es decir, en el amor benevolente, por el cual amamos a Dios por ser Él quien es.
La complacencia genera benevolencia, y la benevolencia genera una complacencia aún mayor. Comenzamos a sentir complacencia en la bondad de Dios, y si pensamos más puntualmente en ella, comenzamos a amar y a alabar a Dios por ser Él quien es. De esta manera penetramos más profundamente en Su bondad y nos alegramos aún más en ella.
Pronto nos daremos cuenta de que las palabras no alcanzan para alabarlo, y desearemos glorificarlo mediante nuestra vida. Aspiraremos cada vez menos a la perfección por amor a nosotros y cada vez más para glorificarlo a Él y agradarlo. Las consolaciones que recibamos de Él como señal de que nuestro amor Le agrada, nos alegrarán tanto más.
Nos volveremos, entonces, en misioneros de Su amor. Queremos que todos los hombres y todas las criaturas bendigan Su nombre. Nos alegramos por perfección de los santos, particularmente del Corazón Inmaculado de María, que fue la única que no cesó de glorificar a Dios. Adoremos el Sacratísimo Corazón de Jesús con un nuevo entendimiento y afecto, como nuestro Sumo sacerdote humano y divino. Sólo Él pudo manifestar al Padre la glorificación y honra debidas a Su nombre. Anhelamos el cielo para unirnos al infinito canto que entonan los Ángeles y santos: "Santo, Santo, Santo…".

El amor benevolente purifica y aumenta aún más nuestra alegría de amar a Dios: ambos se fortalecen mutuamente. La ascética del amor es, pues, el santo concierto del amor, de la benevolencia y de la complacencia en nuestra unión con Dios.
Finalmente, nos alegramos por la infinita y eterna glorificación que manifiestan entre sí el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en la vida intratrinitaria,
"como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén."



El santo Silencio: el Secreto de los Santos

EL SILENCIO: COMPAÑERO PARA EL PROGRESO ESPIRITUAL
El santo silencio es la quinta de las siete cualidades características en la Obra de los Santos Ángeles y se encuentra estrechamente relacionada con las otras seis. El silencio, ciertamente, no constituye un fin en sí mismo. No practicamos el silencio por el silencio mismo, sino con miras a alcanzar otro bien, razón por la cual se considera una virtud que ayuda, al igual que la humildad (2). Una humildad indiscreta no sería humildad, pues no sería sencilla ni estaría dispuesta a servir. No cabe duda que la humildad debe estar penetrada por el espíritu de silencio, el cual contribuye a la verdad y al amor (4). No hay que soltar cualquier verdad. La justicia y el amor han de estar siempre presentes en nuestras conversaciones. Con frecuencia el amor calla por compasión y consideración.
El santo silencio le proporciona sencillez y nobleza a la obediencia (3). Mediante el silencio aprendemos a ejecutar una tarea según la intención original de nuestros superiores, sin ningún reparo, sin poner el sello de nuestros afectos o desafectos.
La fidelidad (1) perdería rápidamente su fuerza, si no estuviese fundada en el silencio interior. En periodos de prueba, los diálogos internos con uno mismo libran una batalla desmoralizadora contra la fidelidad y minan nuestra perseverancia. Así como la fidelidad puede malograrse por algunas caídas, lo mismo puede acontecer con el silencio.
El silencio sólo puede prosperar si está unido a la templanza (6), pues no hay nada más difícil de dominar que la lengua. "Si alguno no cae hablando, es un hombre perfecto. […] La lengua es un miembro pequeño y puede gloriarse de grandes cosas" (St 3, 2.5). El autodominio es la característica formal de la moderación y de todas las virtudes relacionadas con ella.
Así pues, si queremos apropiarnos del santo silencio, haremos bien en apoyarnos en María, que guardó todo en su corazón, e imitarla (7). Mediante su silencio, María fue la confidente de los santos Ángeles. Cuán amado debería ser para nosotros el silencio, pues en un alma que no ame y viva el silencio, es imposible que pueda darse un trato asiduo con los santos Ángeles. "Cuídate de hablar mucho", expresó San Doroteo, "pues el mucho hablar aniquila totalmente los pensamientos santos, los más razonables, y los que provienen del cielo", pensamientos que los santos Ángeles nos quieren transmitir (Sermón 30, cf. Rodríguez, Ejercicio de la perfección cristiana II, 2). Un alma, o también una comunidad entera, que pierden el amor al silencio, pierden de vista la meta eterna.

La importancia del silencio
"Si quieres hacer grandes progresos en las virtudes y quieres alcanzar la perfección, entonces guarda el [santo] silencio" (Rodríguez, ibid., II, 6). ¡Cuán imprescindible e importante es el silencio! Son innumerables los santos que dan testimonio de esto con el ejemplo de sus vidas. Sin embargo, preferiríamos arreglárnoslas sin necesidad del silencio o al menos que no fuera considerado tan imprescindible. El silencio tiene algo de inquietante, que nos recuerda a la muerte (¿acaso no se dice "un silencio de muerte"?), pero nosotros lo que queremos es vivir. Sin embargo, los santos nos dicen que el silencio es como la sal de la vida, pues la conserva y le da el auténtica sabor. Quien no sabe hacer silencio, lleva una vida sosa.

El origen del ruido
En el paraíso no había, en sentido moral, ningún ruido, pues todas las cosas contribuían conjuntamente a la glorificación de Dios y a la edificación del ser humano. Por haber sido creado en gracia, las facultades del alma del hombre estaban ordenadas hacia el bien, hacia Dios, en una maravillosa sinfonía de amor. Ya por su naturaleza –y aún más en la gracia de la amistad sobrenatural- el hombre amaba a Dios intensamente y al máximo grado. Las virtudes infusas ejercían un suave dominio en la naturaleza humana, pues el hombre poseía también el d o n sobrenatural de la  i n t e g r i d a d,  por el cual todas las facultades inferiores del cuerpo y del alma obedecían plenamente a su entendimiento y a su voluntad. El ser humano era un verdadero paraíso en su propio ser. La paz y la armonía imperaban allí, y el diálogo amoroso estaba fundado en el santo silencio, pues en Adán y Eva no había nada desordenado ni en su propio ser, ni en su trato con Dios, consigo mismos y con la creación que los circundaba.
Pero el diablo, el que disemina la discordia, el padre de la mentira, sembró la falsedad en el espíritu de Eva, que dio así a luz al pecado de rebelión y arrastró a Adán en el mismo caos. Desorden, desarmonía (ruido), desunión son los descendientes del pecado original. Es cierto que nuestra naturaleza no fue destruida por el pecado original, pero sufrió daños. Aunque persisten la natural inclinación hacia Dios y el anhelo por Él, el amor propio intenta tenazmente cautivarnos y explayarse en el trono de nuestro corazón. Si bien todas las facultades de nuestra alma siguen orientadas hacia ‘cosas buenas’, reclaman a gritos y de manera desordenada sus propios gustos.
El ruido desgasta y fatiga el alma; en el silencio, recuperamos nuestras fuerzas. El silencio restablece el orden y trae paz, la cual es definida por San Agustín como "la tranquilidad del orden". Sin la disciplina del santo silencio es imposible que Cristo gobierne en nuestro corazón como Rey.

El silencio comienza con la fe y florece en el amor
"Numquam minus soli quam soli!" «¡Nunca estoy menos solo que cuando estoy solo¡, exclamó San Bernardo. Los enamorados están totalmente de acuerdo con él. Modernamente, dirían lo siguiente: "¡Dos son suficiente, tres son multitud!" Dos personas que se aman quieren estar a solas y estar exclusivamente una para la otra.
Cuando el ‘amado’ de una persona interior es el Divino Esposo, que vive en ella, tal alma se alegra de estar sola y en calma para poder dialogar en su corazón con el Amado. Este amor, sin embargo, es un misterio de fe, y por eso el silencio presupone la fe, que es el terreno fértil del amor.
La hermana Lucía de Fátima, proporciona, en sus Memorias, una excelente descripción de este rasgo característico del beato Francisco: "Francisco hablaba poco. Cuando rezaba o hacía sacrificios, prefería apartarse de los demás e incluso se escondía de mí y de Jacinta. Con frecuencia lo sorprendíamos detrás de un muro o de un par de zarzas, donde se había ocultado hábilmente, a fin de orar de rodillas o, como él decía, pensar en Nuestro Señor. Yo le preguntaba: ‘Francisco, ¿por qué no nos llamas a mí y a Jacinta para que podamos rezar juntos?’ ‘Yo prefiero rezar solo", respondía, "para poder pensar en Nuestro Señor y consolarlo…’
De camino a la escuela solía decirme tan pronto llegábamos a Fátima: ‘¡Oye! Tú vas a la escuela y yo me quedo en la iglesia con Jesús que está escondido. No tiene sentido que aprenda a leer, pues pronto iré al cielo [¡la Virgen María le había prometido nada menos que esto!]. Recógeme aquí cuando vengas de vuelta a casa.’ (…) Francisco se arrodillaba frente al sagrario… y allí lo encontraba, horas después, al regresar a casa" (tomado del capítulo: Francisco, el amante de la soledad y de la oración).

LOS ÁMBITOS DEL SILENCIO
Nuestra alma posee cuatro facultades, en las que se asientan y obran las virtudes: La prudencia, en el entendimiento; la justicia, en la voluntad; la fortaleza, en el apetito irascible; y la templanza, en el apetito concupiscible. Estas cuatro virtudes se llaman virtudes cardinales, pues constituyen el eje de la vida moral, y todas las demás virtudes se agrupan en torno a ellas (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nr. 1805).
En el plano sobrenatural, sin embargo, el amor constituye la forma interna de todas las virtudes, pues las eleva y las ordena hacia la meta final: Dios; como dice San Pablo: "Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia;… Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, nada me aprovecha" (1 Co 2a-3a.2b-3b).
Consideremos ahora las virtudes cardinales, a fin de destacar uno que otro aporte que nos hace el silencio. Aquí sólo podremos trazar un breve bosquejo de cada uno de los ámbitos en los cuales el silencio juega un papel importante.

1. Silencio y prudencia
La prudencia es la virtud mediante la cual hallamos y aplicamos los medios razonables en nuestra búsqueda de la meta correcta. "Ante el hombre inteligente está la sabiduría, los ojos del necio en los confines de la tierra" (Pr 17, 24). En su relación con la meta, la prudencia está conectada con la sabiduría, por la cual disfrutamos de Dios, el máximo bien, para así, de cierta manera, juzgar desde arriba el valor de todas las cosas. En relación con esto, el cardenal Journet escribe: "Cuando alguien se encuentra en estado de gracia, surge, entonces, un diálogo, una conversación de amigo a amigo. Vemos, pues, que la desintegración espiritual, que domina en el mundo de hoy, es una forma de locura. Necesitamos momentos de silencio: ‘Calla y reconoce que Yo soy tu Dios en tu corazón’. Cuando en momentos de pruebas, tristeza o sufrimiento te acuerdas con frecuencia que Dios está en ti para darte Su amor, no estás solo. Encontrarás al huésped en ti, y Él te responderá" (El significado de la gracia).
Los medios, sin embargo, no han de buscarse por sí mismos, sino en cuanto nos ayuden a alcanzar la meta. Entre todos los medios, el silencio ocupa un lugar de honor. En la Celda del conocimiento, texto anónimo inglés del siglo XIV, leemos esta exhortación del Señor: "Aunque vistieras un traje tosco y ayunaras a pan y agua, y aunque rezaras cada día mil Padres Nuestros, no me serías tan grato, como cuando haces silencio y me dejas hablar en tu alma".
El beato Tito Brandsma, sacerdote carmelita, escribe lo siguiente acerca del recogimiento: "Un aspecto que la regla destaca es el silencio y el recogimiento como condiciones necesarias para la vida de oración. El recogimiento activo, mediante el cual nos ponemos en la presencia de Dios y permanecemos en ella, fue siempre visto en la vida mística como preparación fundamental para la unión con Dios. Así como el profeta no pudo escuchar la voz de Dios en la tormenta, sino en un susurro, de igual manera el corazón del hombre espiritual, no puede ser estremecido por una tormenta, sino que debe escuchar a la voz de Dios en el silencio de su interior. Las Constituciones de la Orden siempre enfatizaron esto. La recuperación del recogimiento interior ha constituido siempre el primer paso para cualquier reforma" (Bosquejos históricos del Carmelo, Lectura 2: Los eremitas del Carmelo).
Un maestro de ejercicios espirituales solía preguntar a los participantes, si tenían dificultades a la hora de meditar. Su reacción –muchos asentían con la cabeza o levantaban la mano- lo confirmaba. Luego preguntaba si entre ellos también había quienes tenían dificultades con la distracción. La reacción indicó, igualmente, que el asunto era aparentemente epidémico. La gracia del recogimiento, tal como la tenía San Luis Gonzaga, no le ha sido concedida a todo el mundo. Cuando hacia el final del noviciado se le preguntó si tenía dificultades con la distracción, respondió: "¡Las distracciones de todo un año no alcanzan siquiera para un Ave María!"
Este padre entonces se dirigía al grupo y decía en broma: "Ustedes dicen que les cuesta trabajo meditar, pero que no les cuesta trabajo distraerse. ¿No se dan cuenta de que cada distracción es una ‘mini-meditación’?" "Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón" (Mt 6, 21). Las distracciones son una carencia de silencio, la cual proviene de falta de pobreza y de desprendimiento. Las distracciones gravitan generalmente en torno a cosas que queremos poseer y disfrutar o sobre cuya posesión imaginamos en peligro.

2. Silencio y justicia
La falta más extendida contra la justicia, el hablar mal de alguien, podría ser evitada mediante un discreto silencio. Cuán ciertas son las palabras del poeta: ¡El único instrumento que se afila con el uso, es la lengua! "Manantial de vida la boca del justo; la boca de los impíos rezuma violencia. (…) Con la boca el impío pierde a su vecino" (Pr 10, 11; 11, 9). Hyoperrequio, uno de los padres del desierto, observó a este respecto: "Es mejor comer carne y beber vino, que comer la carne de los hermanos en conversaciones calumniosas" (Apotegmas, nr. 921).
San Francisco de Sales escribe: "El juicio inicuo causa intranquilidad, desprecio del prójimo, soberbia, autocomplacencia y muchas otras consecuencias dañinas. Una de las peores es la difamación despiadada, verdadera plaga de la sociedad. Ojalá tuviese -como le sucedió a Isaías con el serafín (Is 6, 6ss)- uno de esos carbones ardientes del sagrado altar para tocar con él los labios de los hombres, y así borrar su maldad y purificarlos del pecado. Quién pudiese extirpar del mundo la difamación, lo libraría de una gran parte de los pecados y de la maldad. El que injustamente roba a su prójimo la fama, además de pecar, queda obligado a la restitución, bien que de diversos modos, según la diversidad de las murmuraciones, porque nadie puede entrar en el cielo llevando los bienes de otro, y entre los bienes exteriores la fama es el más precioso. La difamación es una especie de homicidio. …Según San Bernardo, tanto el que difama como el que lo escucha tienen al demonio dentro de sí: ‘aquel en la lengua y el otro en el oído’" (Introducción a la vida devota, 3ª parte, cap. 29).
Por otra parte, la justicia puede a veces exigir que llamemos las cosas por su nombre. En este caso, callar sería un error e incluso un pecado: "Para censurar justamente los vicios ajenos, es necesario que así lo exija la utilidad de aquel de quien se habla. O de aquellos con quienes se habla. …[Por ejemplo] si se repiten palabras indecentes y se describen vicios y esto acontece en presencia mía y no censuro abiertamente ese modo de proceder, sino que lo disculpo, entonces pongo en peligro a las almas tiernas que lo escuchan, pues podrían dejarse llevar por ello. Así pues, el bien de estas almas exige que yo censure claramente estas cosas tan pronto las escuche, a menos que pueda reservar esta buena obra para otro tiempo más a propósito, en que se haga con menos daño de aquellos con quienes se habla" (ibid.).

3. Silencio y fortaleza
La fortaleza nos da fuerza ante la muerte. En la vida diaria su presencia se hace palpable a través de sus ‘vástagos’: paciencia, mansedumbre, constancia, etc. El ejercicio del silencio interior frente a las faltas de carácter (a lo mejor sólo aparentes) de nuestro prójimo constituye un reto para nuestra paciencia y constancia en el amor. El silencio exterior no es suficiente para la virtud; también debemos alcanzar el silencio del corazón. La paciencia y la mansedumbre no pueden subsistir separadas del santo silencio. "Recuerda" –dice Santa Catalina de Siena-, "que el amor de la divina caridad está tan íntimamente unido en el alma con la paciencia perfecta, que ninguna puede apartarse sin la otra" (Diálogos, Divina providencia). Hyoperrequio expresó categóricamente: "Quien no domina la lengua en un momento de ira, tampoco podrá superar las demás pasiones" (Apotegmas, nr. 921). El padre del desierto Poemio observó: "He aquí un hombre que parece callar, pero su corazón juzga a los demás. Ese, en realidad habla sin interrupción" (ibid., nr. 601). Por consiguiente aconsejaba: "La victoria sobre cualquier tormento que te sobrevenga es el silencio" (ibid., nr. 611). El santo silencio implica también la santa paz del corazón.

4. Silencio y templanza
Nuestra naturaleza tiende con frecuencia al placer, especialmente por la comida. Mayor que nuestro apetito al comer y al beber es nuestro placer por la conversación, pues el estómago –incluso del necio- se llena rápidamente, pero su boca nunca se cansara de las palabras. "En las muchas palabras no faltará pecado; quien reprime sus labios es sensato" (Pr 10, 19; 15, 14).
Sisos, padre del desierto, confesó: "Mira, hace ya treinta años que no rezo a Dios por causa de un [cierto] pecado, pero por eso oro diciendo: ‘Señor Jesús, guárdame de mi lengua, y pese a ello sigo cayendo cada día por causa de ella y peco’" (Apotegmas, Nr. 808).
Si para los padres del desierto era bueno ejercitar un casi ininterrumpido silencio en sus eremitorios, ello no puede servir de modelo para quienes vivimos en una familia o en una comunidad. San Francisco de Sales aconseja tener moderación al hablar: "Los sabios de la antigüedad aconsejaban hablar poco. Esto no quiere decir que uno sólo ha de utilizar pocas palabras, sino que hay que evitar las inútiles. Cuando se habla no se cuentan las palabras, sino que se sopesa el contenido. Es necesario abstenerse de dos actitudes exageradas: 1. hacer el papel de rígido e introvertido, de tal manera que cuando se está en sociedad no se quiere tomar parte de la reunión, actitud que puede ser vista como desconfianza o desprecio; 2. charlar y parlotear sin parar, de tal manera que los demás no pueden tomar la palabra, y entonces uno es visto, con razón, como una persona superficial y frívola (ob. cit., 3ª parte, cap. 30).

La curiosidad
El ansia de novedad es insaciable. En el libro bíblico de Cohélet (Eclesiastés) se pensaba seguramente en la curiosidad, al afirmar: "Todos los ríos van al mar, y el mar nunca se llena. …no se sacia el ojo de ver, ni el oído se harta de oír" (Qo 1, 7.8b). Quien devora periódicos y revistas, radio y televisión, jamás hallará tranquilidad. A esta categoría pertenecen también los juegos de computador y el navegar por internet. Estudios recientes constatan, por ejemplo, que la juventud norteamericana, pasa ahora más tiempo frente al computador y la televisión. Antes de esta nueva situación, pasaban un promedio de cinco horas diarias frente al televisor.

El silencio falso por vergüenza
En el ámbito de la templanza también hay un tipo falso de silencio, el cual es empleado para ocultar la vergüenza. San Francisco de Sales aconseja lo siguiente: "El gran remedio para todas las tentaciones, tanto las ligeras como las graves, consiste en comunicar abiertamente todas las imaginaciones, sentimientos y sensaciones al director espiritual. Lo primero que el Maligno exige de aquellos a quienes quiere tentar es que deben callar. Los que seducen a mujeres y muchachas se comportan de igual manera, pues ante todo les prohíben contar a sus padres o al marido acerca de sus requerimientos. Por el contrario, cuando recibimos inspiraciones de Dios, Él nos exige, ante todo, que las comuniquemos a nuestros superiores o directores espirituales" (ob. cit., 4ª parte, cap. 7).

La música
Uno de los principales peligros de la sociedad moderna proviene de la música, presente por todas partes, y también generalmente pésima. Quien piensa que los pésimos textos de las canciones son el problema principal, está muy equivocado. Suponiendo que los textos de las canciones son con frecuencia malos, ello, sin embargo, sólo implicaría una mínima parte del problema, pues el volumen de la música impide comprender el texto. El mayor problema está en el tipo de música que la gente escucha, la cual es, de hecho, seductora. La razón es esta:
Es propio de toda clase de arte imitar a la naturaleza. Una verdadera obra de arte se reconoce en que representa con gran gusto y sensibilidad el original de la naturaleza. Cuando las obras artísticas son concebidas de manera armónica y proporcionada, las percibimos como hermosas y agradables. Esto es fácilmente observable en la pintura, la escultura y las tallas en madera.
Cuando la persona siente agrado por el arte feo, ello es una señal de degradación moral. Inconscientemente, el ser humano (por causa del pecado) se percibe como feo, y considera como ‘bien’ representada en el arte tal fractura. En este sentido, muchas de las manifestaciones del arte moderno constituyen verdaderas autorevelaciones (cf. Juan Pablo II, Carta a los artistas, 2), pues son, de hecho, una imagen del quebrantamiento que halla en su modelo: la desenfrenada sociedad actual. El artista, sin embargo, no es una mera ‘cámara’, él también tiene una misión en la sociedad: representar la belleza, que es la expresión externa del bien (cf. ibid., 3), y así edificar espiritualmente al espectador.
En el caso de la música el asunto es diferente, pues la música no imita una realidad externa, sino las pasiones (emociones) interiores del alma. La música alborota los sentimientos. Uno no necesita decirle a un niño: "Esta es música alegre, y esta música triste". En el caso de las canciones la música es el verdadero mensaje y no el texto. Los movimientos del ánimo de nuestra alma son como cuerdas sobre las cuales se toca el mensaje.
Las actuales expresiones musicales apuntan ampliamente a despertar la sensualidad, a transportar al alma a un estado de embriaguez, por el cual las pasiones adquieren cada vez más dominio sobre el entendimiento y la voluntad. Quien se haya dado cuenta de esto, nota inmediatamente lo absurdo que es hablar de rock cristiano: en el caso de una canción y texto piadosos, la música toca, en el trasfondo, de manera permanente y cada vez más intensa las fibras más sensibles del corazón.
El silencio es el único medio efectivo contra la música sensual y salvaje: Simplemente no escuchen esa clase de música. Incluso la buena música hay que escucharla con moderación. La mejor clase de música es el canto sacro, pues el contenido espiritual del texto va realmente acompañado por la música, de tal manera que no sólo creemos y adherimos a Dios con el entendimiento, sino que creemos aún más en Él y lo amamos más íntimamente con el corazón. La música sacra se sirve de los movimientos del ánimo, conduciéndolos, en la vida del alma, y bajo la noble guía del entendimiento y la voluntad, hacia un orden armónico. En esta integridad armónica la persona está en mejor situación para afrontar su camino de vida. Estará, entonces, abierto para la belleza y la alegría en la vida moral y espiritual, y orientará todo hacia la meta más elevada.

RESUMEN
Ya habíamos escuchado las palabras del beato Tito Brandsma: "La recuperación del recogimiento interior fue siempre el primer paso de toda reforma". El estado general de ruina, dispersión y disolución del cristianismo moderno se debe más bien a la pérdida del silencio y de la interioridad, más que a este o aquel pecado. La pérdida del silencio es el origen de la mundanidad, que alberga en su seno casi todos los pecados.
Los pasos que condujeron a este lamentable estado no fueron propiamente pecados graves, sino el general impacto de una falta de prudencia, mediante la cual el amor se enfrió y el ser humano no empleó los medios como tales, sino que convirtió su disfrute en el objetivo de su vida.
Quien quiera cultivar una profunda amistad con los santos Ángeles, debe necesariamente cultivar el silencio. Al comienzo es difícil, pues aparentemente uno pierde mucho; pero al final está la alegría, pues el silencio nos abre a los verdaderos dones que el amor divino nos concederá.



"Cuando un sossegado silencio todo lo envolvía,
y la noche se encontraba en la mitad de su carrera,
Tu Palabra omnipotente ...
saltó da cielo, desde el trono real,
en medio de una tierra condenada al exterminio. ...
Tocaba el cielo mientras pisaba la tierra"
(Sb 18, 14-16c).



La Templanza: Virtud de la Belleza del Alma

Mesura y moderación


«Sigamos el ejemplo del cochero. Si éste guía un carro con potros que no armonizan bien entre sí, entonces no acelerará al rápido con el látigo, ni frenará al lento con las riendas, ni permitirá que el rebelde o difícil corra a su antojo, dejándose llevar por sus propios impulsos, sino que enderezará a uno, refrenará al otro, hostigará al otro con el látigo hasta que consiga armonizar a todos en una carrera conjuntada.
De igual manera nuestra razón, que tiene en las manos las riendas del cuerpo». La virtud de la templanza «corta el exceso por un lado y otro, procura añadir a lo que falta y evita inutilizar el cuerpo por un extremo u otro: ni haciendo a la carne indomable o irrefrenable por una condescendencia excesiva, ni convirtiéndola, por una excesiva penitencia, en enfermiza, débil o inútil para el servicio que debe cumplir. El último objetivo de la continencia no consiste en mortificar el cuerpo, sino en facilitar los servicios del espíritu»   (Gregorio de Nisa, La virginidad, cap. 22). 

 

La templanza: característica de los miembros en la Obra de los Santos Ángeles
La templanza, la sexta de las cualidades características en el Opus Angelorum, debería ser un rasgo distintivo de sus miembros, pues esta virtud constituye un requisito para cualquier tipo de colaboración con los santos Ángeles.
El término templanza (mesura), tiene, sin embargo, muchos significados. Todos ellos tienen que ver con el concepto de moderación. En general, la templanza tiene una relación con todo acto virtuoso, mediante el cual dominamos las violentas inclinaciones de nuestra naturaleza, cuyo desorden radica principalmente en que anhelamos un bien más por el placer que produce que por nuestro destino final.
Sólo el amor divino está exento de esta limitación, pues debemos amar a Dios sobre todas las cosas y sin medida. El amor a Dios es el parámetro según el cual se miden todas las demás virtudes.


Espíritus puros y corazones puros
Todo lo que es amado en Dios y por amor a Él, es virtuoso y santo; todo lo que es amado en contra de Dios, es despreciable. Puesto que los ángeles no poseen un cuerpo ni experimentan sensaciones, es imposible atribuirles, de manera inequívoca, la castidad o la pureza. Sin embargo, los espíritus creados son denominados "puros" e "impuros", por cuanto al comienzo, cuando fueron sometidos a prueba, se orientaron definitivamente hacia Dios o se concentraron egocéntricamente en sí mismos.
La pureza de los santos ángeles nos anima a vivir, como ellos, totalmente para Dios y a buscarlo en todas las cosas. El alma impura se busca a sí misma en todas las cosas, en lugar de orientarse correctamente hacia Dios y la vida eterna. Quien actúa de manera indecisa a este respecto, tiene una puerta abierta en el corazón, que lo hace más vulnerable para las múltiples seducciones de los espíritus impuros.
Cuán importante es buscar la pureza del corazón, la cual consiste en no tener nada en el corazón (en la voluntad), que pueda oponerse en lo más mínimo a Dios y a la acción de Su gracia. Esta práctica es el camino más corto y seguro para alcanzar la perfección, pues Dios está dispuesto a concedernos todas las gracias imaginables, siempre y cuando no le pongamos ningún obstáculo. Mediante la purificación del corazón apartamos todo aquello que impide la acción de Dios. No podemos siquiera imaginar las maravillas que Dios obra en el alma, cuando todos los obstáculos han sido allanados (Lallement, Doctrina espiritual, III, I, Art. 1-2).
El esfuerzo por alcanzar la pureza del corazón es, además, uno de los mejores medios para combatir los pecados veniales. Cuando una persona comete un pecado mortal, se aparta de Dios en cuanto meta de su vida; cuando una persona comete un pecado venial, si bien continúa amando a Dios por sobre todas las cosas, permanece, sin embargo, inmoderadamente en los placeres de las criaturas y se entrega a ellos de manera poco conveniente. Precisamente, la pureza del corazón contribuye a combatir y superar este desorden. Este esfuerzo dispone nuestro corazón para una profunda, fructífera y estrecha relación con los santos ángeles. De ahí, pues, que no cause asombro alguno que la pureza del corazón sea el ejercicio de la vida espiritual más combatido por el demonio (Ob. cit., art. 2,4). Fuera de esto, un efectivo discernimiento es provechoso para la pureza del corazón. Esto se desprende de las dos reglas señaladas por San Ignacio de Loyola respecto al discernimiento de espíritus, y que se resumen a continuación:
Primera regla: En personas que poseen un corazón impuro, la táctica acostumbrada del espíritu maligno consiste en engañarlos con aparentes satisfacciones ilusorias; los incita a imaginarse placeres y goces sensuales, a fin de atarlos mejor a sus pecados y vicios y hacer que estos sean cada vez mayores. Con estas personas, el ángel bueno utiliza una táctica opuesta, al suscitar en sus conciencias el arrepentimiento y el dolor, a través de la razón y la capacidad de discernimiento moral.
Segunda regla: Con aquellas personas que se esfuerzan constantemente por alcanzar la pureza del corazón, que se purifican de sus pecados, y que avanzan de menos a más en el Servicio a Dios, la manera de actuar de ambos espíritus es diferente. Es propio del espíritu maligno desmoralizar a estas almas, entristecerlas, ponerles obstáculos en el camino, intranquilizarlas con falsas razones, a fin de detener su progreso espiritual. Por el contrario, es propio del ángel bueno proporcionar a estas almas ánimo y energía, consuelo, lágrimas santas, inspiraciones, un espíritu tranquilo, ligereza en la acción, y apartar los obstáculos a fin de avivar el progreso en el bien.

El orden en el esfuerzo por alcanzar la pureza del corazón
Cuando se aspira a alcanzar la pureza del corazón, es necesario guardar un cierto orden:
Primero: Deberíamos tomar en serio cualquier tipo de pecado venial, rechazarlo y hacer todo lo posible por dejarlo. Los pecados habituales de los cuales no se siente arrepentimiento, ensordecen el oído espiritual de la persona para las exhortaciones del ángel santo, de tal manera que se vuelve más proclive a prestar oído a la apaciguadora voz del tentador.
Segundo: La práctica de la pureza del corazón nos hace más sensibles a todas las mociones y deseos desordenados del corazón y nos faculta para trabajarlos y ponerlos en orden.
Tercero: En esta línea, la pureza de intención hace que estemos atentos a nuestros pensamientos y los dirijamos hacia el amor.
Cuarto: Finalmente, el corazón puro se vuelve receptivo y dócil a los estímulos de la gracia, a las inspiraciones (exhortaciones) del santo Ángel. Con esta ayuda, los puros de corazón hacen rápidos progresos en su camino hacia Dios (cf. Lallement, ob. cit., cap. I, Art. 3, 1).

La templanza, virtud cardinal

Cuán cierto es el proverbio que dice: ¡Hay que aprender primero a caminar, antes de aprender a correr! Si antes no dominamos nuestras facultades inferiores, apenas podremos dominar las facultades superiores del alma. Estrictamente hablando, la virtud de la templanza tiene que ver con el dominio de los movimientos anímicos fundamentales de alegría (disfrute) y tristeza, en su relación con el sentido del tacto, incluyendo el del gusto. La templanza refrena los apetitos no racionales y sensitivos del hombre por comida, la bebida y la actividad sexual. Esta virtud tiene la sencilla pero importante tarea de ordenar esos impulsos y ponerlos bajo el dominio de la razón.
Dios creó y ordenó sabiamente todo y la naturaleza humana. Entre más natural sea un acto, tanto más agradable será. Entre los actos naturales los más necesarios son también aquellos que producen mayores alegrías, es decir, goces. Pero entre más se aparte un acto de la naturaleza, mayor tristeza causará.
A mayor templanza, mayor dominio de la razón sobre el placer, el cual se ordenará al plan divino. Bajo la guía de la templanza, las alegrías y disfrutes se convierten en bienes morales apropiados y convenientes para el bienestar del hombre; la tristeza también será moderada e incorporada a la vida de manera virtuosa. Sólo entonces, la vida afectiva será verdaderamente humana y noble.
Puesto que la dicha eterna es la meta definitiva a la cual tiende la vida humana, sería extraño si tuviésemos que excluir las alegrías, inclusive las corporales, de nuestra vida. Por esto, el uso razonable y moderado del deleite es algo virtuoso, mientras que la negación directa de todo deleite como tal entra a hacer parte del pecado de insensibilidad.

La virtud: equilibrio entre dos extremos
La virtud se encuentra en medio de los extremos de abundancia y carencia. El punto medio no puede medirse según valores materiales, pues no constituyen una medianía; más bien debe corresponder a los valores espirituales de la dignidad y de las elevadas metas de la vida humana. Así, las circunstancias de la vida, o una meta en particular, demandan, con frecuencia, una estricta moderación. El ayuno, por ejemplo, exige que también renunciemos de vez en cuando a la comida y la bebida necesarias, para hacer penitencia o para alcanzar el dominio sobre las facultades inferiores del alma. A los solteros, la santa castidad les exige la perfecta continencia.
Las necesidades corporales básicas del hombre giran en torno de la alimentación y perpetuación del género humano. La moderación contribuye a que la persona gobierne y ordene el gusto por la comida y la bebida, de tal manera que no se aparte de la recta razón, del dominio sobre sí mismo y del servicio a Dios. También le ayuda a dominar y ordenar el impulso sexual, de tal manera que éste contribuya constantemente al bien general de la humanidad, bien sea a través de su recto uso dentro del matrimonio o mediante la renuncia virtuosa de las personas no casadas, tanto solteras como consagradas a Dios.
No hay que buscar la justa medida de la virtud cardinal de la templanza necesariamente en el más pequeño común denominador. Guardar la mesura no significa que tengamos que vivir sólo de pan y agua y que tengamos que restringirnos a lo exclusivamente necesario. En este caso, la templanza no sería una virtud situada en el medio ni tendría que ver con la moderación, sino que tendería hacia el extremo. Semejante actitud equivocada tiene un matiz de maniqueo rechazo de la verdadera bondad de nuestro cuerpo, junto con sus alegrías.
No, la medida de la recta razón, propia de toda virtud, no radica en una necesaria medida mínima, sino en una medida que contribuye al bienestar del ser humano y que lo conserva (cf. Suma teológica I-II.141, 6, 2m). Esta medida debe tener en consideración la edad, el estado de vida, las circunstancias de tiempo y lugar. Así, por ejemplo, la moderación propia de la Cuaresma estaría fuera de lugar en caso de una fiesta de bodas.
El cristiano normal practica la moderación, al mostrar una conducta correcta, es decir, al no actuar en contra de su razón, ni omitir el justo dominio sobre sí mismo.

Aspirar a metas más perfectas
Así como hay una medida apropiada de ejercicio corporal para una persona normal, de igual manera un deportista de alto rendimiento demanda una medida más exigente. Así mismo, algunas almas sienten el llamado a aspirar con mayor celo a la perfección del Reino de Dios, asumiendo los consejos evangélicos, a fin de asemejarse cada vez más a Dios: "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). A estas almas las beneficiaría saber que hay un segundo orden de virtudes cardinales, que son específicamente diferentes y más exigentes que las virtudes cardinales generales: "Así pues, algunas virtudes pertenecen a aquellos que están en camino y aspiran a asemejarse a Dios; a estas virtudes se las llama virtudes purificadoras. Así, la prudencia considera como ínfimo todo lo terreno frente a la contemplación de lo divino y dirige el pensamiento de las almas únicamente hacia Dios; la templanza, por su parte, renuncia, hasta donde la naturaleza lo permite, al uso del cuerpo; la fortaleza, a su vez, hace que el alma no sucumba, cuando se ha apartado de lo corporal y se ha orientado hacia lo celestial; finalmente, la justicia conduce a que la persona afirme con toda el alma este camino propuesto" (Suma teológica I-II. 61, 5c).
Esto no es más que la rigurosa imitación de Cristo, a la cual Jesús invitó al joven rico (cf. Lc 18, 22). No todo el mundo recibe la gracia y el llamado a la completa castidad (consagrada a Dios) por el Reino de los cielos (cf. Mt 19, 12). Sin embargo, cada uno debería reconocer y realizar la manera de guardar la moderación propia de su estado de vida.

La verdadera maldad del vicio de la inmoderación
El vicio es, esencialmente, actuar en contra de la recta razón, en contra la luz de la fe. La pecaminosidad de todo tipo de inmoderación no radica en el placer en sí, sino en el hecho de entregarse a él de una manera o en una medida tales que se oponga a la razón y la fe.
Hay, además, otros actos -placenteros o no-, que no son sólo irrazonables, sino también abiertamente contrarios a la razón, y que minan las facultades de ésta. Tales acciones son particularmente repudiables, pues atacan a la persona en la raíz de su dignidad natural: en la facultad de pensar y amar como persona. Es el caso del exagerado consumo de alcohol, y aún más con respecto al consumo de drogas y estupefacientes. El consumo moderado de alcohol no debilita el entendimiento, pero el consumo de drogas sí. Algunas drogas, como el LSD, atacan directamente la facultad humana de pensar, mientras que otras, como la marihuana, atacan el centro de la voluntad en el cerebro.
Otros productos que producen ligeras dependencias, como el café o el té, no atacan directamente a la persona en su dignidad de seres racionales. Pueden incluso ser útiles para reunir y ordenar los pensamientos. Sin embargo, en la medida en que se convierten en hábitos, pueden llegar a perjudicar indirectamente la plena libertad de la persona. Naturalmente, hay otros vicios que también provocan esto: comer permanentemente y con desmesura dificulta el pensar, vivir entregado a la sexualidad obnubila el espíritu. Y es más que una tautología (redundancia), decir que quien se dedica a holgazanear, adquiere un espíritu negligente y una voluntad complaciente. "Dice el perezoso: ‘¡Un león en el camino!’ ¡Un león en la plaza! La puerta gira en los goznes, y el perezoso en la cama" (Pr 26, 13).

Elementos de la templanza

A las virtudes cardinales se les atribuyen tres partes: las partes integrales, las partes subjetivas y las partes potenciales.

Las partes integrales de la templanza
"Como partes integrales se mencionan ciertas condiciones que le corresponden necesariamente a una virtud" (Suma teológica II.II. 143, 1c). La templanza tiene sólo dos partes integrales: el pudor y la honestidad, mediante las cuales se ama la belleza de la moderación.
El pudor hace que retrocedamos instintivamente ante las bajezas e infamias de la conducta, opuesta a la templanza. Esta reacción natural también es sentida interiormente en el espejo de la conciencia. La persona se da cuenta de que la vergüenza del pecado radica en la deformación de la voluntad, que desea cosas viles.
En un segundo nivel, el pudor suscita en nosotros el pensamiento del castigo o el desvelamiento público de tal manera que nos sonrojamos. La vergüenza, entonces, será mayor, si la maldad es fruto de la conducta personal. Por esto, el desvelamiento público tiene un efecto disuasivo, particularmente respecto a los pecados carnales. Esto explica también por qué se peca más fácilmente durante las vacaciones: se está lejos de casa, de aquellas personas cuyo respeto nos importa muchísimo.
Cuando los niños, al confesarse, decían que habían robado algo, el sacerdote acostumbraba a preguntar si lo habían hecho en presencia de otros. La respuesta era siempre: "¡No!" A lo que el sacerdote replicaba: "¿Acaso no eres consciente de que tu Ángel de la guarda está siempre junto a ti y te observa?" Si las almas tomaran conciencia de la presencia de Dios y de su Ángel, entonces no se cometerían tantos pecados.
La honestidad es la inclinación natural de la persona a preferir lo que es verdaderamente bueno y virtuoso; es algo que está inscrito en nuestra naturaleza. Ciertamente aspiramos no sólo a la meta final de la dicha eterna, sino también a todas las buenas cosas que nos ayudan a alcanzar la verdadera felicidad.
La honestidad está vinculada a la estima natural de la persona con respecto a la belleza y la rectitud moral. La conducta humana es bella cuando manifiesta y refleja, con claridad y proporcionadamente, la verdad sobre el hombre en su relación con Dios, con el mundo, y consigo mismo.
El lugar tan bajo que ocupa la moderación en nuestra sociedad moderna puede reconocerse en la forma como son denigrados y socavados el pudor y el pundonor nobles. Cuando al comienzo del siglo XX los enemigos del Cristianismo se dieron cuenta de que no podrían debilitar en occidente la fe utilizando la espada, cambiaron entonces su táctica y comenzaron a propagar el ideal de la ‘desnudez’ en nombre de la salud, del deporte y de la libertad. La consecuencia es que el pudor ha desaparecido ampliamente de occidente, cayendo así una defensa protectora contra la impudicia.
San Francisco de Sales observa que "la manera más segura de destruir el amor, es rebajándolo a meras relaciones terrenales y degradante […] Estas uniones, orientadas únicamente al placer sensual y a las pasiones animales, no contribuyen de manera ninguna a suscitar y conservar el amor, sino a dañarlo enormemente y a debilitarlo por completo […] Entre los deleites espirituales y los sensoriales existe, como lo manifiesta San Gregorio (Homilia 36 in Ev.), la siguiente diferencia: Los últimos despiertan el deseo antes de poseerlos, y asco cuando se poseen; los primeros producen desgano antes de poseerlos, pero alegría cuando se han alcanzado" (Tratado sobre el amor divino, Libro I, cap. 11).

Las partes subjetivas de la templanza
Las partes subjetivas de la templanza son aquellas virtudes que se concentran en un ámbito específico de la moderación. La abstinencia (ayuno) es la virtud, mediante la cual moderamos nuestro apetito y el consumo de comida y bebida. En oposición a ella está la gula, de la cual hay dos clases: el goloso, cuyo desenfrenado placer radica en la cantidad de comida que devora; y el sibarita, que excita su paladar con comidas finas y selectas.
En general, la glotonería no constituye un pecado mortal, pues normalmente no nos aparta de Dios, sino que sobrepasa la medida justa (cf. Suma teológica II.II 148, 2c). Sin embargo, provoca serias consecuencias para la vida espiritual: "En tanto que el vicio de la gula domine a la persona, ésta ha de sufrir las consecuencias; y mientras no se domine el estómago, éste destruirá todas las virtudes" (Gregorio el Grande, Moral. 20, 18).
La sobriedad modera el disfrute de bebidas embriagantes, mientras que el alcoholismo constituye un repugnante exceso. Chesterton, escritor católico inglés, comentaba al respecto: cuando en una fiesta lo único importante es la bebida, entonces no se trata de una fiesta. Cuando alguien desea perder voluntariamente el uso de su razón con la bebida, comete un pecado grave.
La castidad es la virtud capital que modera y regula el impulso sexual: su uso en el matrimonio, y la completa continencia fuera del matrimonio. La castidad es, en verdad, una virtud hermosa, pues a través de ella no sólo se somete la concupiscencia a la razón; más aún, los apetitos sensuales son penetrados por el espíritu del hombre, son espiritualizados, de tal manera que asumen una noble belleza humana. Su opuesto es cualquier forma de placer sexual y depravación, tanto de pensamiento y deseo como de acto, que rebajen al hombre por debajo del animal.

Las partes potenciales de la templanza
Son todas aquellas virtudes que se asemejan a la templanza en su acción moderadora y restrictiva. Ya se habló acerca de ellas, cuando se mencionó la templanza en sentido amplio. Abordaremos aquí sólo tres partes potenciales que pertenecen a las virtudes especialmente recomendadas por Cristo con Su palabra y Su ejemplo. La humildad refrena nuestro deseo espiritual de grandeza y superioridad. La mansedumbre detiene nuestra inclinación irascible a la ira, mientras que la clemencia suaviza la voluntad de aplicar justicia con severidad, mediante un sabio espíritu de misericordia.
Pero pese al gran deseo de imitar a Cristo en la práctica de estas virtudes, no pocas almas se quedan detrás de este ideal. La razón de esto puede deberse a un apetito sensual aún no purificado.
Puesto que la humildad, la mansedumbre y la clemencia son tan semejantes a la templanza en su forma de actuar, podría suponerse que almas inmoderadas y que se dejan llevar por los apetitos sensuales son con frecuencia vanidosas, rudas y crueles. Ciertamente, tales almas tendrán enormes dificultades para alcanzar estas virtudes, pues si todavía no han aprendido a temperar y moderar las pasiones de sus apetitos concupiscibles, ¿cómo esperarán dominar las aún más vehementes pasiones del apetito irascible?
Quisiera explicar esto con mayor amplitud. Al demonio, así se dice, le gusta pescar en río revuelto, en aguas turbias. En el alma, esta turbiedad es producto, ante todo, de la aflicción (tristeza). Si la templanza estuviera fuertemente arraigada en un alma, entonces no sólo moderaría las alegrías, sino también la tristeza. El alma inmoderada e intemperante, que se entrega a la servidumbre del placer, terminará también, de manera inevitable, por ser esclava de la tristeza.
El predominio del placer y la tristeza en un alma, hacen que ésta pueda ser inadvertidamente manipulada por el tentador, y así, la más mínima renuncia le parecerá desproporcionada e insoportable (de ahí que la templanza esté tan estrechamente ligada a la veracidad y la inmoderación a la falta de verdad, siendo esta última la razón de apreciaciones subjetivas y exageradas). En consecuencia, la renuncia a pequeñas alegrías y el soportar pequeños dolores e incomodidades (aflicciones) son percibidos subjetivamente como algo muy difícil y penoso. Es decir, el alma los percibe como un gran mal, de ahí que se oponga a ellos con una mayor agresividad y violencia. Este estado de ira, tanto mayor por cuanto se basa en una percepción falsa y exagerada, hace casi imposible la manifestación de la mansedumbre.

En la escuela del Ángel
El alma puede enfrentar este desorden, si acoge los consejos del Ángel de Portugal, los cuales conducen a la perfecta templanza, pureza de corazón, amor, mansedumbre y humildad. Quien los siga, no sólo hará progresos en estas virtudes, sino también en la relación personal con su Ángel de la guarda.
1. "Haz un sacrificio de todo lo que hagas y ofréceselo a Dios" (Tomado de: La Hermana Lucía habla sobre Fátima). No se trata de ofrecer a Dios todas las cosas difíciles, sino todo, también las cosas agradables. Por eso, deberíamos también ofrecer en Su honor nuestras pequeñas alegrías. De esta manera, serán ordenadas y santificadas.
2. "Ante todo, acepta el sufrimiento que el Señor quiera enviarte, y sopórtalo con entrega" (ob. cit.). Este espíritu sobrenatural de sacrifico nos enseñará rápidamente el valor del sacrificio; concederá a nuestras almas la templanza en relación con la alegría y la tristeza. En consecuencia, la veracidad tomará posesión de nuestra alma de una manera aún más perfecta, la ambición se calmará, y la práctica de la humildad y la mansedumbre se nos harán fáciles. El enemigo maligno será humillado y la amistad con los santos Ángeles florecerá.


La Imitación de María


Caminemos hacia María
En la meditación final sobre las características propias de los miembros de la Obra de los Santos Ángeles, dirigimos nuestra mirada y nuestro corazón a María. Ella es nuestra Madre, nuestra vida, nuestra dicha y nuestra esperanza. Cuán apropiado es que nos dirijamos a ella, a fin de que ella, que formó a Jesús, haga también nuestro corazón semejante al suyo. Vamos a aprender a amar como ella.
¡María es, en verdad, un regalo del cielo! Desde su Inmaculada Concepción hasta el triunfo de su Inmaculado Corazón ella es un "evangelio" que nos revela la manera como el amor divino puede y debe formar y vivificar el corazón humano. Hay que volverse nuevamente como un niño e ir, con toda confianza, hacia la tierna Madre. ¡Ella nos ama inefablemente!
¡Hay que dejarse tocar por ella con amor! De esta manera se aprenderá a amar como ella. ¡Hay que aprender a conocer mejor a María, de una manera más íntima y personal! Es muy probable que uno haya deseado esto desde mucho tiempo atrás y que la idea de ser reconocido como uno es, de ser rechazado o de que no resulte nada de ello provoque angustia, pues quizá falta la perseverancia en el amor.

María es la solución
¿Qué nos puede ayudar en estas circunstancias? Aceptar el amor de María. Sí, aceptar su amor, aun cuando lo más doloroso sea descubrir cuán indigno se es en realidad. ¡Sólo cuando uno acepta el amor de María y toma su mano, es posible ser digno de su amor de una manera sobrenatural! Hay que reflexionar en lo siguiente: sería un error fatal y frustrante creer que primero es necesario merecer el amor de Dios o el de María. Incluso si uno está en estado de gracia, el amor debería ser simple y llanamente una respuesta al amor de Dios y de María, que nos han amado primero.
Pero no hay que contentarse sólo con aceptar su amor, hay que percibir el deseo que ella tiene de nuestro amor. Ella anhela tenernos en sus brazos como a sus hijos amados, representando, con ello, los intereses de Dios y deseando, como Él, regalar no sólo amor, sino recibir su amor.
María es la respuesta a todas nuestras necesidades. Ella es la suma del amor. Nuestra sanación comienza con la aceptación de su amor. La experiencia de su amor incondicional y cordial nos ayudará a amar como ella. A este respecto, la sencillez, la humildad y la docilidad son la clave para la imitación de María.

La imitación
La imitación de María tiene aspectos paradójicos. Por una parte, es imposible llegar a semejarse cada vez más a María, si al mismo tiempo no se renuncia a todo lo que nos aparta de su imagen. A este respecto, una novicia decía: "Yo sé que aún debo apropiarme muchas cosas", a lo cual respondió Santa Teresita del Niño Jesús: "En lugar de decir 'apropiarme', dí despojarme; pues Jesús llenará de belleza y brillo tu alma, en la medida en que la liberes de tus imperfecciones".
María, Templo del Espíritu Santo, vivió la entrega del amor. El Espíritu Santo tenía pleno dominio de su corazón. "Llena de gracia", vivía una cierta plenitud de los dones del Espíritu Santo. Por esto, nuestra meditación se concentra en los siete dones en la vida de María. "Estos dones no sólo son inseparables del amor, sino que constituyen (si todo se considera bien y se expresa con exactitud) las principales virtudes, atributos y características del amor" (San Francisco de Sales, Tratado del amor divino, XI, 15).
Hay, además, un segundo inconveniente. No es posible imitar inmediatamente los dones que operan en el alma de María. Su acción no depende de nuestra iniciativa; más bien hay que hacerse como niños y dejar que el Espíritu Santo obre libremente en nosotros, tal como lo hizo María.
Si se medita en la docilidad de María al Espíritu Santo, se puede también descubrir lo que uno hace equivocadamente y dónde se encuentran la propia actitud voluntariosa y la resistencia personal frente a la gracia. Con todo y esto, hay una cierta manera en la que se puede 'imitar' la docilidad de María a las inspiraciones del Espíritu Santo. Algunas virtudes morales, en particular la humildad, la docilidad y la obediencia alegre, son semejantes a los dones. La práctica de estas virtudes ayuda a que uno se vuelva más receptivo a las inspiraciones del Espíritu Santo. Si uno se despoja de sus propios errores, poco a poco verá y probará la dulzura del Señor (cf. Salmo 33, 9), y dirá, con María: "Mejores al olfato tus perfumes; ungüento derramado es tu nombre, por eso te aman las doncellas. Llévame en pos de ti: ¡Corramos! El rey me ha introducido en sus mansiones" (Ct 1, 3-4).
Fuera de los siete dones del Espíritu Santo abordaremos también las siete peticiones del Padre Nuestro, las cuales se corresponden de manera especial con los dones. Confiamos, pues, que la imitación de María nos conduzca a la esperanza y el amor perfectos.
Si seguimos los pasos de María, estaremos en el camino de Cristo, pues ella se configuró plenamente con Él. Asemejarnos a Jesús a través de María también causará alegría a nuestro Ángel de la guarda, pues el Espíritu Santo lo ha hecho como "vientos" y "llamas de fuego" (cf. Hb 1, 7). Le es propio y le complace fomentar los dones del Espíritu Santo, más que apoyar los trabajosos esfuerzos de nuestra frágil y humana manera de proceder, propios de las virtudes morales.

1. El don de entendimiento: santificación del nombre de Dios
Dios creó a María como Su propiedad particular, como Su morada entre los hombres. Él dijo: "Yo santifiqué... esta casa. Mi nombre estará por siempre aquí, Mis ojos y Mi corazón reposarán aquí por todas las edades" (1 R 9, 3). María fue redimida en el primer instante de su existencia. Su vida comenzó en la gracia y el amor de Dios. Ella recibió el Amor Divino, el Espíritu Santo, y se le concedió conocer a Dios y responder a Su amor.
María es la creatura por antonomasia, condición que en últimas se funda en la receptividad: "¿Qué tienes que no hayas recibido?" (1 Co 4, 7). Todo lo que tenemos lo hemos recibido de Dios: la existencia, la vida, los talentos y la meta. Además de la naturaleza, hemos recibido también una llamada a la unión personal y sobrenatural con Dios. ¡Por cierto perdimos los dones y gracias originales a causa del pecado original, pero no la llamada!
Dios nos llama nuevamente en el Nuevo Adán, en la Nueva Eva; por eso nuestra llamada está incluida en la llamada a María, como un niño en el seno de su madre.
Cuán honrosa es la respuesta original de María a Dios, respuesta que ella dio también por nosotros. Su respuesta brilla en el don de entendimiento, mediante el cual indagó la profundidad de la majestad y bondad de Dios (cf. 1 Co 2, 13). En cierta manera, el Magnificat tuvo su comienzo en ese primer instante: "Mi alma glorifica la grandeza del Señor, y mi espíritu se gloría en Dios mi Salvador, pues ha mirado la humillación de Su sierva" (Lc 1, 46).
Si pensamos en cómo Juan el Bautista saltó de alegría en el seno de su madre con la llegada de Cristo en María, ¿cuál no debió ser la alegría de María al recibir el Espíritu Santo en el instante de su concepción? Ella se sabía mucho más segura amparada en los brazos del Amor Divino que en el seno de su madre. En ese primer instante de la gracia, María se convirtió en la hija del Padre.
En la gracia, María comprendió, de manera mística, la bondad paternal de Dios, y ella lo amó con todo su ser: "Mi alegría consiste en estar cerca de Dios. He puesto mi esperanza en Dios, el Señor. Proclamaré Tus maravillas" (Sl 73, 28). Ella exultó en el conocimiento: "Pues el poderoso ha hecho obras grandes..., Su nombre es santo" (Lc 1, 49). ¿No significa esto algo así como: "Santificado sea Tu nombre"?
La humildad llenó todas las fibras de su ser. Ella exultaba por ser una pequeña creatura de Dios. Llena de alegría, dejó que Él se gloriase en ella de la manera que a Él le pareciese más complaciente. En todo esto vislumbramos el brote del cual florecerá pronto su santísimo voto de virginidad. ¿Cómo podría ella, que amó tan incondicionalmente a Dios, ser otra cosa diferente que una virgen consagrada a Dios? "La que es virgen se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu, de cómo agradar al Señor" (1 Co 7, 34.32).

2. Sede de la sabiduría: Madre de Dios
"Desde la eternidad fui fundada, desde el principio, antes de la tierra" (Pr 8, 23).
"Desde el principio y antes de todos los tiempos [El Padre eterno] escogió una Madre para Su Hijo unigénito, y determinó que Él habría de nacer como hombre en la dichosa plenitud de los tiempos. Le manifestó, más que a cualquier otra creatura, Su particular amor y halló en ella Su máxima complacencia (Papa Pío IX, Inefable Deus, 1). "A Él unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo... con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas" (Lumen Gentium, 53).
María fue introducida, de manera paulatina, en los más profundos planes de la sabiduría divina en relación con el Reino de Dios. Ella fue "en forma singular la generosa colaboradora entre todas las creaturas y la humilde esclava del Señor" (Lumen Gentium, 61) en la obra de restaurar el Reino de Dios y de reunir todas las cosas en Cristo. Ninguna otra creatura podría jamás tener un tal amor y anhelo del Reino de Dios. Por eso, vemos reflejada en este don la petición: "Venga a nosotros Tu Reino".
Este Reino es nuestra esperanza y alegría. "Los 'pequeños' pregustan esta alegría, pues a ellos revela el Padre Sus planes (cf. Mt 11, 15). María es quien conduce este rebaño de 'pequeños', que llevan en el corazón la sabiduría de Dios" (Audiencia de Juan Pablo II del 11.2.1981).
A este respecto, la imitación de María se inicia con nuestras promesas bautismales, momento en que renunciamos a cualquier otro reino o ilusión de un paraíso terrenal y anhelamos con sinceridad la venida del Reino de Dios y trabajamos por ello con total entrega. La búsqueda de otros 'reinos' (paraísos perdidos) estremece el corazón y lo llena de pesar y tristeza. Incluso si nuestros deseos apuntan hacia un mundo de justicia y paz, es necesario fijarse en que no estemos esperando un reino en el cual no haya lugar para la Cruz de Cristo. Cristo, el Crucificado, es "fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Co 1, 24).

3. El don de consejo: aceptación de la voluntad de Dios
Los caminos de Dios son sobrecogedores. ¡Él sobrecogió incluso a María! Movida por el Espíritu Santo se consagró a Dios como virgen. En los designios de Dios esto constituyó la preparación para llegar a ser la Madre de Su Hijo. Cuán alentadora es su agilidad espiritual y su espontaneidad con las que abrazó de manera inmediata la voluntad de Dios. El don de consejo es el don que nos permite tener gusto en agradar a Dios.
Es un don de intuición sobrenatural, mediante el cual el alma reconoce lo que Dios quiere de ella y para qué debe decidirse dentro de una gama de posibilidades. ¡Son necesarias mucha confianza y pobreza de espíritu, a fin de liberar en nuestro corazón el don de consejo! Este don queda paralizado, allí donde dominan nuestras propias y prejuiciosas opiniones y planes; pero si abandonamos nuestras opiniones y planes, ese don nos guiará.
Mediante el don de consejo, el alma posee, por gracia, una íntima unión con Dios y con el prójimo mediante una cierta comunión de corazones y una estima mutua. "¡Llévame en pos de Ti!" -dice la novia- "¡Corramos! ... Mejores al olfato Tus perfumes. ... Por Ti exultaremos y nos alegraremos. ...¡Con qué razón eres amado!" (Ct 1, 3-4).
El corazón de la mujer, naturalmente dispuesto a la maternidad, está más inclinado, desde su ser, a esta unión íntima que el corazón del hombre. De todas maneras, María nos asiste con este don, plena de amor materno y solicitud de hermana. La verdadera consideración hacia los otros es otro supuesto para el don de consejo.
La elección de vocación es uno de esos casos en que se necesita este don. Un alma que se encuentra en armónica relación consigo misma y con la amorosa bondad de Dios, ha de sentir cómo quisiera agradar a Dios y de qué manera le agradaría a Dios, para que ella le agrade. La vocación es una invitación única y personal del amor, que sólo puede ser asumida en la libertad del amor y reconocida con un libre anhelo de aceptar también esta invitación. ¡Nadie, como María, se encuentra tan acucioso a nuestro lado a la hora de tomar esta decisión!
Dios envió a San Gabriel a María con la invitación de ser la Madre de Dios. Con total sencillez manifestó ella su dilema: "¿Cómo ha de ser esto, puesto que no conozco varón?" (Lc 1, 34). ¡Por la fuerza de Dios Padre, por la venida del Espíritu Santo, ella, como Virgen, ha de ser la Madre del Hijo de Dios! Su íntima experiencia de Dios y su profunda vivencia de la bondad divina la prepararon de manera tan perfecta para esta primera revelación de una pluralidad de Personas en Dios, que esto apenas nos llama la atención, cuando admiramos su docilidad: "He aquí a la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38).
En esto podremos reconocer que con el tiempo nos volvemos más marianos: si aceptamos la voluntad de Dios de manera espontánea y llenos de agradecimiento (¡sin lamentarnos!), cualquiera que sea el momento en que se nos manifieste; y si en lugar de evitarla la cumplimos. Entonces rezaremos verdaderamente como María: "Hágase Tu voluntad". Incluso si la voluntad divina le profetizó dolores -"Una espada atravesará tu alma"-, pudo, sin embargo, alegrarse íntimamente, pues de esta manera comprendió que jamás estaría separada en nada de su Hijo y de Su misión. ¿No es acaso el amor "fuerte como la Muerte [?] ... Grandes aguas no pueden apagar el amor" (Ct 8, 6-7).

4. La ciencia de la Cruz y el pan de los fuertes
Cuando Jesús cumplió doce años, José y María Lo llevaron a Jerusalén. Luego de pasada la fiesta marcharon de regreso a casa. Sólo llegada la tarde se dieron cuenta de que habían perdido al Hijo de Dios. Volvieron a Jerusalén y Lo buscaron llenos de angustia. Pasados tres días Lo encontraron en el templo. El sufrimiento y la incomprensión de María eran enormes. No pudo más que exclamar: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, angustiados, Te andábamos buscando." También Jesús estaba sorprendido. "¿Por qué Me buscabais? ¿No sabíais que tengo que ocuparme de las cosas de Mi Padre?" (Lc 2, 48-49).
A los doce años Jesús había celebrado precisamente Su bar mitzvah, ceremonia por la cual se convertía en un 'hijo de la ley'. Así pues, estaba obligado a cumplir la ley y tenía el derecho de leerla y ense-ñarla. Por eso, es comprensible que se dedicara precisamente, y de lleno, a esta tarea.
Este suceso constituyó un giro en la vida de María en su relación con Jesús. Hasta entonces, Jesús había sido el niño; ahora era mayor de edad. Ciertamente "volvió con ellos a Nazaret, donde vivió obedeciéndolos en todo" y "Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón" (Lc 2, 51). Sin embargo, a partir de entonces Él explicaría a José y María, y más tarde también a Sus discípulos: "¿Acaso no tenía que sufrir el Mesías estas cosas antes de ser glorificado?" (Lc 24, 25.44-47).
A través de Cristo, María comprendió con mayor perfección que la Cruz y el sufrimiento no son un mal que hay que evitar, sino que constituyen el camino real de la Redención. Ni para Jesús, cuya alma estaba atribulada hasta la muerte en la noche previa a Su Pasión, ni para la Madre de los Dolores la Cruz fue algo agradable y fácil. Pero puesto que era el medio que había escogido el Padre antes de todos los tiempos (Ef 1, 7; Col 1, 13.19-20), afirmaron esta verdad, la verdadera ciencia, con todo su entendimiento, sus corazones y con todas las fuerzas. "En cuanto a mí -podía decir María- de nada quiero gloriarme sino de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo" (Gl 6, 14 ss). María fue la primera en comprender que no hay otra puerta hacia la gracia del Espíritu Santo: "Es mejor para vosotros que Yo Me vaya [sobrellevando el camino de la Cruz]. Porque si no Me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito" (Jn 16, 7).
No basta comprender el misterio de la Cruz con el entendimiento; debemos abarcarlo con el corazón. El Sacrificio de la Cruz, que debemos amar y renovarlo en nuestro corazón, es renovado diariamente por nosotros en el altar. Así como María estuvo unida con Cristo en Su Sacrifico en la Cruz, al ofrecerlo -un solo corazón con Él- al Padre (cf. Lumen Gentium, 61), así también los fieles deberían ser uno con Cristo en Su sacrificio, al participar en el santo Sacrifico de la Misa junto con María. Este solo sentimiento proporciona a nuestra petición con María su pleno sentido: "Danos hoy nuestro pan de cada día", puesto que pedimos el fruto de la Cruz.

5. El don de la fortaleza: ¡el verdadero amigo se muestra en la necesidad!

La Madre Dolorosa es la Reina de los mártires a raíz de todo lo que hubo de sufrir debajo de la Cruz. Ella "mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado" (Lumen Gentium, 58).
Con valiente amor era un solo corazón con Él, cuando dijo: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen". Al mismo tiempo, no temió hacerse cargo de nosotros: ella es nuestra intercesora. También nosotros debemos orar unos por otros. Que ella rece con nosotros: "Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden". En esta petición hacemos bien en imitar a Jesús y María.
Hay otra dimensión de su valiente amor, la cual deberíamos también imitar. El enemigo de la fortaleza es el enemigo del progreso en la vida espiritual: tibieza, pereza espiritual. La pereza es la tristeza y desánimo crónicos, que sobrecogen al alma que se lamenta porque el cumplimiento de nuestras obligaciones cristianas cuesta demasiado esfuerzo. Precisamente a este respecto María nos da un ejemplo luminoso de desprendida magnanimidad, único medio para que la vida espiritual se convierta en alegría.
En las bodas de Caná, fue ella quien con amor solícito se dio cuenta de la necesidad y se la presentó a Jesús: "No tienen más vino" (Jn 2, 4). Con Su respuesta, Jesús dio a entender que un milagro no sólo contribuiría a una feliz fiesta de bodas, a un feliz inicio de Su predicación, sino que también señalaría el inicio de Su camino hacia el Gólgota, pues el texto original griego, traducido literalmente, dice: "¿Qué significa eso [el vino] para ti y para Mí? ¿Ha llegado Mi hora?" Sin retroceder lo más mínimo, María aprovecha la 'hora' y nos da su último consejo para el camino al hablarnos a nosotros a través de los sirvientes: "¡Haced lo que Él os diga!" (Jn 2, 5).

6. El santo temor: preservación del amor
La santísima Virgen María, nuestra "maestra de noviciado" en la vida espiritual, señala su humildad como la razón para su elección, y el temor de Dios como el requisito para el derramamiento fecundo de la divina misericordia. "Porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones" (Lc 1, 48.50).
Con una cierta 'envidia santa' hacia los pecadores arrepentidos, santa Teresita del Niño Jesús se puso inconsolable cuando escuchó que a quien más se le perdona, más ama (Lc 7, 47). Pero entonces se dio cuenta: "Yo también sé que Jesús me ha perdonado más a mí que a Magdalena, pues Él me perdonó desde antes al preservarme de caer en el pecado" (Historia de un alma, Manuscrito A).
Cuán infinitamente mayor no sería el amor reverente y el agradecimiento de María, a quien Dios había preservado no solamente de la mancha del pecado original, sino que también la había hecho incapaz de pecar, en un acto único de la providencia mediante la gracia: "¡Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti" (Ct 4, 7; cf. Summa Theol. III. 27,4,1m).
En la noble claridad de su sabiduría y amor divinos, ningún bien creado la podía apartar lo más mínimo de Dios: "A nada le concedo valor si lo comparo con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús" (Fl 3, 8). Su reverente asombro ante el Señor hizo que correspondiera inmediatamente a la gracia divina; la aterraba sobremanera ofenderle.
Muchas almas, atormentadas por temor servil, libran una desmoralizadora batalla en retirada contra las tentaciones. Por miedo al infierno resisten al pecado que las incita, y no saben como superar esta situación (cf. Rm 7, 14-23). Deberían apartarse de las seducciones bajas y engañosas y dirigir su mirada hacia Cristo con respeto y confianza filiales: "¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!" (Rm 7, 24). Mediante la persistencia en esta esperanza y soportados por el don del temor a Dios, no sólo superarán la tentación, sino también la incitación al pecado, pues la esperanza libera y transforma.
La disponibilidad de María merece ser atendida e imitada; ella siempre practicó las virtudes con plena intensidad y nunca fue descuidada o insensible en el amor. El temor de Dios de María estuvo marcado por una sublime preocupación de agradar a Dios. Ella vivía permanentemente en Su presencia y anhelaba ardientemente conocer y hacer Su voluntad. Lo hacía sencillamente en su veracidad; ella podía expresar simplemente sus pensamientos y sentimientos sin resistir a Dios, como sí lo hizo Zacarías cuando dudó (Lc 1, 18). Ella buscaba más bien averiguar la voluntad de Dios: "¿Cómo podrá ser esto, pues no conozco varón?" (Lc 1, 34). A la explicación de San Gabriel respondió con total sencillez: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38).
Cuando halló a Jesús en el Templo, le preguntó: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?" (Lc 2, 48). Aunque ella no comprendió la respuesta de Jesús, "conservaba todas las cosas en su corazón" (Lc 2, 51). En una palabra: ella entregó reverencialmente corazón y entendimiento al incomprensible plan de Dios.
La solícita preocupación de María por las necesidades del prójimo ayuda particularmente -en la eficacia del temor de Dios- a sus hijos en peligro moral, cuando se hallan en una ocasión de pecar. El temor de Dios es la nutritiva sal del amor que expía. Al identificarse María con nosotros en amor, reza con nosotros: "¡No nos dejes caer en la tentación!".

7. La bienaventuranza de Dios: ¡la redención definitiva!
"¡Que me bese con los besos de su boca!" (Ct 1, 1). El don de piedad o bienaventuranza de Dios perfecciona la virtud de la justicia y la entrega. A fin de comprender adecuadamente esta relación, debemos considerar que la virtud de la justicia alcanza su máxima perfección en la virtud de la religión. Santo Tomás de Aquino afirma que en el más alto grado "la justicia, imitando la mente divina, se asocia con ella en alianza perpetua" (Summa Theol. I-II. 61, 5c).
De esta manera la bienaventuranza de Dios alcanza la transformación en Dios. San Juan de la Cruz escribe al respecto: "El alma ama a Dios con la voluntad y la fuerza de Dios mismo. ... Él también le enseña a amar con aquella fuerza que Él le manifiesta, al transformarla en Su amor. Él le concede Su fuerza para poder amar como Él" (Cántico espiritual, 38, 4-5).
Por el don de piedad, María fue elevada a la perfecta adoración a Dios y unión con Dios. Con la suave y atrayente fuerza de esta gracia, María reunió a los discípulos en el Cenáculo a la espera del Espíritu Santo.
Desde el comienzo de su vida, Dios introdujo a María en esta transformadora unión del amor; pero fue particularmente desde Pentecostés que María, la esposa del Espíritu Santo, vivió este misterio en el corazón de la Iglesia. En esta gracia reza ella con nosotros y por todos: "Líbranos del mal", es decir, del demonio (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2851). La redención definitiva es la victoria de la vida eterna que nosotros recibiremos a través del amor de María, la Mediadora de las Gracias.

Síntesis
A fin de imitar el amor de María contemplemos mejor la acción del Espíritu Santo en ella:
Mediante el entendimiento conoció la santidad de Dios y Lo amó como Padre. ¡Que la luz y la alegría de la hija del Padre nos motive también a alabar y glorificar al máximo a Dios!
Mediante la sabiduría, ella, la virgen, se consagró incondicionalmente a Dios en el servicio por el Reino de Dios y llegó a ser la Madre de Dios. ¡Anhelemos también nosotros la venida del Reino de Dios y entreguémonos sin condiciones a Su providencia!
Mediante el consejo, ella, la esclava del Señor, descubrió su vocación y aceptó plenamente ser la Madre del Redentor. ¡Que ella, nuestra Madre, nos ayude a conocer y amar la voluntad de Dios, como se nos muestra en nuestra vocación y en el día a día!
Mediante la ciencia, María, la primera discípula de Jesús, aceptó de todo corazón el Evangelio de la Cruz. ¡Que su abnegación en el seguimiento de Cristo nos ilumine en relación con la necesidad de la cruz y el sacrificio como único camino hacia la salvación!
Mediante la fortaleza, la Madre Dolorosa estuvo valientemente bajo la Cruz y oró por nosotros. ¡Que su ejemplo nos impulse a ser verdaderos amigos y auxiliadores de todas las personas que se encuentran en necesidades!
Mediante el temor de Dios, María se preocupó únicamente por agradar en todo a Dios. ¡Que su amoroso ejemplo nos enseñe a amar la ley de Dios y a ver en ella no tanto una limitación de la libertad como un sencillo pero profundo camino para mostrarle a Dios nuestro amor y docilidad reverentes!
Mediante la bienaventuranza de Dios, María, la esposa de Cristo, vivió, como templo del Espíritu Santo, una incesante unión del corazón con Cristo. ¡Que su amor caliente nuestros corazones, para que nos atrevamos a aspirar a una semejante unión de amor con Cristo, a fin de ser uno con Él, como Él es uno con el Padre (cf. Jn 17, 21-22)!


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