Las
siguientes son revelaciones reales del el Infierno, tomados de visiones
de Santos, personas aún vivas y escritores que han recopilado estos
datos. Las he tomado de fuentes realmente creíbles, calificadas y
aceptadas por la Iglesia.
De
poco valdría describir como es el Infierno si no hacemos nada por
evitarlo. Igualmente debemos evitar el Purgatorio llevando una vida
santa. Podemos y debemos ayudar a nuestros hermanos moribundos orando y
haciendo sacrificios por ellos para que salven su alma y no lleguen a
ese lugar.
Recuerda que La Salvación o La Condenación son para la eternidad.
Visiones del Infierno:
1) Los Pastorcitos de Fátima
(Jacinta, Francisco y Lucía.)
a) Meditación sobre el Infierno y la eternidad:
“Un día llegamos con nuestras ovejas al lugar escogido para pastar, Jacinta se sentó pensativa en una piedra.
- Jacinta ven a jugar
- Hoy no quiero jugar
- ¿Por qué no quieres jugar?
- Porque estoy pensando así: aquella Señora nos dijo que rezásemos el Rosario e hiciésemos sacrificios por la conversión de los pecadores. Ahora cuando recemos el Rosario tenemos que rezar las Avemarías completas y el Padrenuestro entero. ¿Y que sacrificios podemos hacer?
Francisco pensó enseguida en un buen sacrificio:
- Vamos a darle nuestra comida a las ovejas y así haremos el sacrifico de no comer.
En poco tiempo, habíamos repartido nuestro fiambre entre el rebaño. Y así pasamos un día de ayuno más riguroso que el de los austeros cartujos. Jacinta seguía pensativa, sentada en su piedra y preguntó:
- Aquella Señora también dijo que iban muchas almas al infierno. ¿Pero que es el infierno?
- Es una cueva de bichos y una hoguera muy grande (así me lo explicaba mi madre) y allá van los que cometen pecados y no se confiesan y permanecen allí siempre ardiendo.
- Y ¿nunca más salen de allí?
- No
- ¿Ni después de muchos años?
- No, el infierno nunca se termina.
- Y ¿el Cielo tampoco acaba?
- Quien va al Cielo nunca mas sale de ahí.
- Y ¿Y el que va al infierno tampoco?
- ¿No ves que son eternos, que nunca se acaban?
Hicimos por primera vez en aquella ocasión, la meditación del infierno y de la eternidad. Tanto impresionó a Jacinta la eternidad que a veces jugando preguntaba:
- Pero, oye ¿después de muchos, muchos años, el infierno no se acaba?
Y otras veces:
- ¿Y los que allí están, en el infierno ardiendo, nunca se mueren? ¿Y no se convierten en ceniza? ¿Y si la gente reza mucho por los pecadores, el Señor los libra de ir allí? ¿Y con los sacrificios también? ¡Pobrecitos! Tenemos que rezar y hacer muchos sacrificios por ellos.
Después añadía
- ¡Que buena es aquella señora. Ya nos prometió llevarnos al Cielo!
b) Visión del Infierno:
Las siguientes son palabras de Lucía, una de las tres pastorcitas que vió a la Virgen en Fátima:
- ¡Que buena es aquella señora. Ya nos prometió llevarnos al Cielo!
b) Visión del Infierno:
Las siguientes son palabras de Lucía, una de las tres pastorcitas que vió a la Virgen en Fátima:
“El Secreto recibido el 13 de julio de 1917 en Fátima consta de tres cosas distintas, de las cuales voy a revelar dos. La tercera ha sido enviada al Papa y reposa en los archivos del Vaticano.
La primera fue, pues, la vista del Infierno.
Nuestra Señora nos mostró un grande mar de fuego que parecía estar debajo de la tierra.
Nuestra Señora nos mostró un grande mar de fuego que parecía estar debajo de la tierra.
Sumergido
en el fuego, los demonios y las almas, como si fuesen brasas que
fluctuaban transparentes y negras y bronceadas, con forma humana que
fluctuaban en el incendio, llevadas por las llamas que de ellas mismas
salían, juntamente con nubes de humo que caían hacia todos lados,
parecidas al caer de las pavesas, en los grandes incendios, sin
equilibrio ni peso, entre gritos de dolor y gemidos de desesperación que
horrorizaba y hacía estremecer de pavor.
Los
demonios se distinguían por sus formas horribles y asquerosas de
animales espantosos y desconocidos, pero transparentes negros.
Esta visión fue durante un momento, y ¡gracias a nuestra Buena Madre del Cielo, que antes nos había prevenido con la promesa de llevarnos al Cielo. ¡De no haber sido así, creo que hubiésemos de muerto de susto y de pavor!
Inmediatamente, levantamos los ojos a Nuestra Señora que nos dijo con bondad y tristeza:
- Visteis el infierno a donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo, la devoción a mi Inmaculado Corazón. “
EL INFIERNO, DE SOR JOSEFA MENÉNDEZ
Jesucristo se le apareció a menudo
durante los años 1921-22 y 23 a la hermana Josefa Menéndez, una monja de
la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús.
Sus Memorias están publicadas en un libro de más de 500 páginas titulado: el Camino del Amor Divino.
En este Libro se explica el empeño de Jesús en salvar nuestras almas
por el encuentro con Su amor antes de “la aproximación de los últimos
días del mundo”.En la vida de Sor Josefa tuvo lugar un fenómeno muy raro en la vida de los santos: conocer en carne propia los sufrimientos del infierno. Dios permitió al diablo que la bajase hasta el infierno. Allá, pasa largas horas, algunas veces una noche entera, en una indescriptible agonía. A pesar de que fue llevada al infierno más de un centenar de veces, a ella le parece que cada vez es la primera, y cada una le semeja tan larga como una eternidad. Soporta todas las torturas del infierno, con una sola excepción: el odio a Dios. No fue el menor de estos tormentos oír las estériles confesiones de los condenados, sus gritos de odio, de dolor y de desesperación.
A pesar de todo, cuando tras una larga espera vuelve a la vida, destrozada y agotada, con su cuerpo agonizante por el dolor, ella no se fija en el sufrimiento, por muy severo que sea, si con ello consigue salvar un alma de aquella espeluznante caverna de tormentos. A medida que empieza a respirar mejor, su corazón estalla de alegría al saber que aún puede amar al Señor.
Sor Josefa escribe con gran reticencia sobre el tema del infierno. Ella lo hizo solamente para conformar los benditos deseos de Nuestro Señor.
Nuestra Señora le dijo el 25 de octubre de 1922:
“Todo lo que Jesús te da a ver y a sufrir de los tormentos del infierno es para que puedas hacerlos conocer al mundo. Por lo tanto, olvídate enteramente de ti misma, y piensa en la gloria de la salvación de las almas.”
Ella repetidamente testifica sobre el mayor tormento del infierno:
“Una de estas almas condenadas gritó con desesperación: “Esta es mi tortura… que deseo amar, y no puedo hacerlo; no hay nada que salga de mi excepto odio y desesperación. Si uno de nosotros pudiese hacer tanto como un simple acto de amor… esto ya no sería el infierno, pero no podemos. Vivimos en el odio y la malevolencia.” (23 de marzo 1922)
Otro de estos desgraciados dijo:
“El mayor de estos tormentos aquí es que no podemos amar a Dios. Mientras tenemos hambre de amor, estamos consumidos con el deseo de Él, pero ya es demasiado tarde.”
Ella registra también las acusaciones hechas contra si mismos por estas infelices almas:
“Algunos gimen a causa del fuego que quema sus manos. Quizás ellos eran ladrones, porque dicen: “¿Donde está nuestro botín ahora?… Malditas manos… ¿Por qué deseé poseer lo que no era mío… y que en cualquier caso, sólo podría haber poseído por unos pocos días?”
Otros maldicen sus lenguas, sus ojos… cualquiera miembro que fuese la ocasión con la que pecaron… “¡Ahora, oh cuerpo, estás pagando el precio de los placeres con que te regalaste a ti mismo!… ¡¡¡Y todo ello lo hiciste por tu propia y libre voluntad…!!!.” (2 de abril 1922)
“Me pareció que la mayoría se acusaba a sí mismos de pecados de impureza, de robo, de comercio fraudulento; y la mayor parte de los condenados están en el infierno por estos pecados.” (6 de Abril de 1922).
“Algunos acusan a otras personas, otros a las circunstancias, y todos maldicen las ocasiones de su condenación.” (Septiembre de 1922).
“Vi a mucha gente del mundo terrenal
caer dentro del infierno, y ahora las palabras no pueden describir ni
por asomo sus horribles y espantosos gritos: ‘Condenado para siempre… Yo
me engañaba a mi mismo… Estoy perdido… ESTOY AQUÍ PARA SIEMPRE JAMÁS’.”
“Hoy vi un vasto número de gente caer dentro del ardiente abismo…
Parecían unos vividores acostumbrados a los placeres del mundo, y un
demonio gritó con estruendo: “El mundo está maduro para mí… Yo sé que la
mejor manera de conseguir el control de las almas es acrecentar su
deseo por la diversión y el disfrute de los placeres… “Ponme a mí en
primer lugar…”; “Yo antes que los demás…”; “Y sobre todo nada de
humildad para mí, sino que déjame disfrutar a mis anchas…”. Esta clase
de palabras asegura mi victoria… y ellos mismos se lanzan en multitudes
al fondo del infierno”.” (4 de octubre de 1922)“Hoy”, escribe Josefa, “no bajé al infierno, sino que fui transportada a un lugar donde todo estaba oscuro, pero en el centro había un enorme y espantoso fuego rojo. Me dejaron inmóvil y no podía hacer ni el más mínimo movimiento. Alrededor de mí había siete u ocho personas, sus cuerpos negros estaban desnudos, y yo podía verlos sólo por los reflejos del fuego.
Estaban sentados y hablaban.
“Un diablo dijo a otro:
“Tenemos que ser muy cuidadosos para que no nos perciban. Podríamos ser fácilmente descubiertos”.
“El diablo respondió:
“Insinuaos procurando que el descuido y la negligencia se apoderen de ellos, pero manteniéndoos en la sombra, para que no os descubran… gradualmente, ellos se volverán más y más descuidados, indiferentes al bien y al mal, sin ningún tipo de compasión ni amor, y vosotros seréis capaces de inclinarlos hacia el mal. Tentad a estos otros con la ambición, con el amor por sí mismos, que no busquen nada más que su propio interés, CON ADQUIRIR RIQUEZAS SIN TRABAJAR… de forma legal o no. Excitad a aquellos otros hacia la sensualidad y el amor al placer. Dejad que el vicio los ciegue”.”(Aquí usaron palabras obscenas)
“Y con el resto… explorad sus corazones… así conoceréis sus inclinaciones… haced que amen apasionadamente… Actuad sin ningún escrúpulo… no descanséis… no tengáis piedad… El mundo debe ir hacia la condenación… y que las almas no se me escapen.
De vez en cuando, los discípulos de Satán respondían: “Somos tus esclavos… trabajaremos sin descanso. Sí, muchos luchan contra nosotros, pero trabajaremos noche y día. ¡Conocemos tu poder!”
Hablaban todos a la vez, y el que yo entendí que era Satán usaba palabras espantosas. En la distancia, pude oír un bullicio de fiesta, el tintileo de las copas, y gritó:
¡Dejad que ellos mismos se junten en sus comidas! Eso lo pondrá todo más fácil para nosotros. Dejadlos que vayan a sus banquetes. El amor al placer es la puerta por la que vosotros os apoderaréis de ellos… Y esas almas ya no serán capaces de escapar de mí”.”
Añadió cosas tan horribles que nunca podrían ser escritas ni dichas. Luego, como sumergidos en un remolino de humo, se desvanecieron. (3 de febrero de 1923)
Entre otras cosas, decía: “¿Es posible que tales enclenques criaturas tengan más poder que yo, que soy tan poderoso?… Debo enmascarar mi presencia, trabajar en la sombra, cualquier esquina será buena para tentarlos… susurrando a un oído… en las hojas de un libro… debajo de una cama… Algunas almas no me prestan atención, pero hablaré y hablaré, y a fuerza de hablar, alguna palabra quedará… ¡Sí, debo ocultarme en lugares en los que no pueda ser descubierto!” (7, 8 febrero de 1923)
Josefa, en su retorno desde el infierno, notó lo siguiente:
“Vi varias almas caer dentro del infierno, y entre ellas estaba una niña de quince años, maldiciendo a sus padres por no haberle hablado del temor de Dios ni por haberla avisado de que existía un lugar como el infierno. Su vida fue muy corta, decía ella, pero llena de pecado, porque ella le concedió hasta el límite todo lo que su cuerpo y sus pasiones le pedían en el camino de su autosatisfacción, especialmente había leído malos libros.” (22 de marzo de 1923)
“Los ruidos de confusión y blasfemias no cesan ni por un sólo instante. Un nauseabundo olor asfixia y corrompe todo; es como el quemarse de la carne putrefacta, mezclado con alquitrán y azufre… una mezcla a la que nada en la Tierra puede ser comparable”. (4 de septiembre de 1922).
Otra vez, escribe: “Las almas estaban maldiciendo la vocación que habían recibido, pero no seguido… la vocación que habían perdido, porque no tenían la voluntad de vivir una vida oculta y mortificada…” (18 de marzo de 1922)
“La noche del miércoles al jueves 16 de marzo, serían las diez, empecé a sentir como los días anteriores ese ruido tan tremendo de cadenas y gritos.
En seguida me levanté, me vestí y me puse en el suelo de rodillas. Estaba llena de miedo. El ruido seguía; salí del dormitorio sin saber a dónde ir ni qué hacer. Entré un momento en la celda de Nuestra Beata Madre… Después volví al dormitorio y siempre el mismo ruido. Sería algo más de las doce cuando de repente vi delante de mí al demonio que decía: “atadle los pies… atadle las manos”. Perdí conocimiento de dónde estaba y sentí que me ataban fuertemente, que tiraban de mí, arrastrándome. Otras voces decían: “No son los pies los que hay que atarle… es el corazón”. Y el diablo contestó; ese no es mío. Me parece que me arrastraron por un camino muy largo.
Empecé a oír muchos gritos, y en seguida me encontré en un pasillo muy estrecho. En la pared hay como unos nichos, de donde sale mucho humo pero sin llama, y muy mal olor. Yo no puedo decir lo que se oye, toda clase de blasfemias y de palabras impuras y terribles. Unos maldicen su cuerpo… otros maldicen a su padre o madre… otros se reprochan a ellos mismos el no haber aprovechado tal ocasión o tal luz para abandonar el pecado. En fin, es una confusión tremenda de gritos de rabia y desesperación.
Pasé por un pasillo que no tenía fin, y luego, dándome un golpe en el estómago, que me hizo como doblarme y encogerme, me metieron en uno de aquellos nichos, donde parecía que me apretaban con planchas encendidas y como que me pasaban agujas muy gordas por el cuerpo, que me abrasaban. En frente de mí y cerca, tenía almas que me maldecían y blasfemaban. Es lo que más me hizo sufrir… pero lo que no tiene comparación con ningún tormento es la angustia que siente el alma, viéndose apartada de Dios.
“Me pareció que pasé muchos años en este infierno, aunque sólo fueron seis o siete horas… Luego sentí que tiraban otra vez de mí, y después de ponerme en un sitio muy oscuro, el demonio, dándome como una patada me dejó libre. No puedo decir lo que sintió mi alma cuando me di cuenta de que estaba viva y que todavía podía amar a Dios.
“Para poderme librar de este infierno y aunque soy tan miedosa para sufrir, yo no sé a qué estoy dispuesta.
Veo con mucha claridad que todo lo del mundo no es nada en comparación del dolor del alma que no puede amar, porque allí no se respira más que odio y deseo de la perdición de las almas”.(…)
“Cuando entro en el infierno, oigo como unos gritos de rabia y de alegría, porque hay un alma más que participa de sus tormentos. No me acuerdo entonces de haber estado allí otras veces, sino que me parece que es la primera vez. También creo que ha de ser para toda la eternidad y eso me hace sufrir mucho, porque recuerdo que conocía y amaba a Dios, que estaba en la Religión, que me ha concedido muchas gracias y muchos medios para salvarme… ¿Qué he hecho para perder tanto bien…? ¿Cómo he sido tan ciega…? ¡Y ya no hay remedio…! También me acuerdo de mis Comuniones, de que era novicia, pero lo que más me atormenta es que amaba a Nuestro Señor muchísimo… Lo conocía y era todo mi tesoro…
No vivía sino para Él… ¿Cómo ahora podré vivir sin Él…? Sin amarlo.., oyendo siempre estas blasfemias y este odio… siento que el alma se oprime y se ahoga… Yo no sé explicarlo bien porque es imposible”.
Más de una vez presencia la lucha encarnizada del demonio para arrebatar a la misericordia divina tal o cual alma que ya creía suya. Entonces los padecimientos de Josefa entran, a lo que parece, en los planes de Dios, como rescate de estas pobres almas, que le deberán la última y definitiva victoria, en el instante de la muerte.
Era tremenda la confusión que había de gritos y de blasfemias. Luego oí que decía furioso: ¡No importa! Aún me quedan dos… Quitadles la confianza… Yo comprendí que se le había escapado una, que había ya pasado a la eternidad, porque gritaba: Pronto… De prisa… Que estas dos no se escapen… Tomadlas, que se desesperen… Pronto, que se nos van.
“En seguida, con un rechinar de dientes y una rabia que no se puede decir, yo sentía esos gritos tremendos:
¡Oh poder de Dios que tienen más fuerza que yo…! ¡Todavía tengo una.., y no dejaré que se la lleve…! El infierno todo ya no fue más que un grito de desesperación, con un desorden muy grande y los diablos chillaban y se quejaban y blasfemaban horriblemente.
Yo conocí con esto que las almas se habían salvado. Mi corazón saltó de alegría, pero me veía imposibilitada para hacer un acto de amor. Aún siento en el alma necesidad de amar… No siento odio hacia Dios como estas otras almas, y cuando oigo que maldicen y blasfeman, me causa mucha pena; no sé qué sufriría para evitar que Nuestro Señor sea injuriado y ofendido. Lo que me apura es que pasando el tiempo seré como los otros. Esto me hace sufrir mucho, porque me acuerdo todavía que amaba a Nuestro Señor y que Él era muy bueno conmigo. Siento mucho tormento, sobre todo estos últimos días. Es como si me entrase por la garganta un río de fuego que pasa por todo el cuerpo, y unido al dolor que he dicho antes. Como si me apretasen por detrás y por delante con planchas encendidas…
No sé decir lo que sufro… es tremendo tanto dolor… Parece que los ojos se salen de su sitio y como si tirasen para arrancarlos… Los nervios se ponen muy tirantes. El cuerpo está como doblado, no se puede mover ni un dedo…
El olor que hay tan malo, no se puede respirar, pero todo esto no es nada en comparación del alma, que conociendo la bondad de Dios, se ve obligada a odiarle y, sobre todo, si le ha conocido y amado, sufre mucho más…”.
Josefa despedía este hedor intolerable siempre que volvía de una de sus visitas al infierno o cuando la arrebataba y atormentaba el demonio: olor de azufre, de carnes podridas y quemadas que, según fidedignos testigos, se percibía sensiblemente durante un cuarto de hora y a veces media hora; Y cuya desagradable impresión conservaba ella misma mucho más tiempo todavía.
“Oí a un demonio, del cual había escapado un alma, forzado a confesar su impotencia. ‘Desconcertante… ¿cómo pueden hacer para que se me escapen tantas? Eran mías’ (y enumeró sus pecados)… ‘Trabajé muy duramente, y aún así se escaparon entre mis dedos… Alguien debe estar sufriendo y reparando por ellos.’ (15 de enero de 1923).
Aquí está, finalmente, el texto completo de las notas de sor Josefa sobre “El infierno de las almas consagradas”. (Biografía: Capítulo VII, 4 de septiembre de 1922).
“La meditación del día fue sobre el Juicio Particular de las almas religiosas. Yo no podía liberar mi mente de este pensamiento, a pesar de la opresión que sentía. De pronto, me sentí rodeada y oprimida por un gran peso, de tal forma que en un instante, vi más claramente que nunca antes lo maravillosa que es la santidad de Dios y Su aborrecimiento del pecado.
“Vi en un instante mi vida entera, desde mi primera confesión hasta este día. Todo me fue vívidamente presentado: mis pecados, las gracias que recibí, el día que entré en religión, mis vestidos de novicia, mis primeros votos, mis lecturas espirituales, mis tiempos de oración, los avisos que me fueron dados, y todas las ayudas de la vida religiosa. Imposible describir la confusión y la vergüenza que una alma siente en ese momento, cuando se da cuenta: ‘todo está perdido, y estoy condenada para siempre.’”
Como en sus anteriores descensos al infierno, sor Josefa nunca se acusaba a sí misma de ningún pecado específico que pudiera haberla conducido a tal calamidad. Nuestro Señor había proyectado únicamente que ella sintiera las consecuencias, si hubiera merecido tal castigo. Sor Josefa escribió:
“Instantáneamente, me encontré a mí misma en el infierno, pero no arrastrada allí como antes. El alma se precipita allí ella misma, como si fuera para esconderse de Dios y así ser libre de odiarlo y maldecirlo.
“Mi alma se precipitó en las profundidades abismales, cuyo fondo no puede ser visto, porque es inmenso… al mismo tiempo que oí a otras almas riéndose y alegrándose de verme compartir sus tormentos. Fue martirio suficiente oír las terribles imprecaciones provenientes de todas partes, pero que no puede ser comparado con la sed de lanzar maldiciones que se apodera de las almas, y cuanto más se maldice, más se desea maldecir y más aumenta esta sed. Nunca había sentido lo mismo antes. Las últimas veces mi alma había sido oprimida de angustia al oír estas horribles blasfemias, a pesar de ser completamente incapaz de producir ni un solo acto de amor. Pero hoy fue de otra manera.
“Vi el infierno como siempre antes, los largos corredores oscuros, las cavidades, las llamas… Oí las mismas blasfemias e imprecaciones, porque – y de esto he escrito ya antes – a pesar de que no eran visibles formas corporales, los tormentos se sentían como si estuvieran presentes, y las almas se reconocen las unas a las otras. Una dijo: ‘Hola, ¿tú por aquí? ¿Y estás tú como nosotros? Nosotros éramos libres de tomar esos votos o no… ¡pero no!’
Y maldecían sus votos.
Algunas almas maldecían la vocación que habían recibido, y a la que no habían correspondido… la vocación que habían perdido porque no habían querido vivir humildes y mortificados…
En una ocasión, cuando estaba en el infierno, vi un gran número de sacerdotes, religiosos y monjas, maldiciendo sus votos, sus órdenes, a sus superiores y a todo aquello que les había dado la Luz y la gracia que habían perdido.
Vi también a algunos prelados. Uno se acusaba a sí mismo de haber utilizado ilícitamente los bienes pertenecientes a la Iglesia. (28 de septiembre de 1922)
Los sacerdotes lanzaban maldiciones contra sus lenguas, las cuales habían consagrado; contra sus dedos, que habían portado el sagrado Cuerpo de Nuestro Señor; contra las absoluciones que habían concedido; mientras ellos estaban perdiendo sus propias almas; y contra la ocasión por la cual habían caído en el infierno. (6 de abril de 1922)
Un sacerdote decía: “trago veneno porque usé dinero que no era mío… el dinero que me daban por las misas que no ofrecí”.
Otro decía que había pertenecido a una sociedad secreta que había traicionado a la Iglesia y a la religión. Y que había sido sobornado para cometer toda clase de terribles profanaciones y sacrilegios.
Y otro más decía que había sido condenado por asistir a diversiones obscenas, tras las cuales no debería haber celebrado la Misa… y que él había pasado unos siete años así.
“Todo esto lo sentí como antes, y a pesar de que estas torturas eran terroríficas, serían soportables si el alma estuviera en paz. Pero sufre indescriptiblemente. Hasta ahora, cuando bajaba al infierno, pensaba que había sido condenada por abandonar la vida religiosa. Pero esta vez fue diferente. Portaba una marca especial, un signo de que yo era una religiosa, un alma que había conocido y amado a Dios, y había otros que portaban el mismo signo. No puedo decir como lo reconocí, quizás en la manera especial de insultarlos con que los trataban los espíritus malvados y otras almas condenadas. También había muchos sacerdotes allí. Este sufrimiento particular no soy capaz de explicarlo. Era mucho más diferente del que había experimentado en otras ocasiones, porque si las almas de esos que vivieron en el mundo sufren terriblemente, infinitamente peor son los tormentos de los religiosos. Incesantemente, las tres palabras, Pobreza, Castidad y Obediencia, son impresas sobre el alma con punzante remordimiento.
“Pobreza: ¡eras libre y lo prometiste! ¿Por qué, entonces, buscaste aquella comodidad? ¿Por qué tomaste aquella cosa que no te pertenecía? ¿Por qué diste ese placer a tu cuerpo? ¿Por qué te permitiste disponer de la propiedad de la comunidad? ¿No sabías que ya no tenías el derecho de poseer nada, que habías renunciado libremente al uso de esas cosas?… ¿Por qué murmurabas cuando no había nada para ti, o cuando te imaginabas peor tratado que los otros? ¿Por qué?
“Castidad: tu mismo hiciste ese voto libremente y con pleno conocimiento de sus implicaciones… te obligaste a ti mismo… lo querías… ¿y cómo lo has observado? Siendo así, ¿por qué no permaneciste donde habría sido lícito para ti concederte placeres y alegría?
“Y el alma torturada responde: ‘Si, hice esos votos; era libre… habría podido no hacer el voto, pero lo hice y era libre…’ ¿Qué palabras pueden expresar el martirio de tal remordimiento?” escribe sor Josefa, “y todo el tiempo las imprecaciones e insultos de otras almas condenadas continúan.
“Obediencia: ¿no te comprometiste completamente a obedecer la Regla y a tus Superiores? ¿Por qué, entonces, juzgabas las órdenes que te eran dadas? ¿Por qué desobedecías la Regla? ¿Por qué te dispensabas de la vida comunitaria? Recuerda qué dulce era la Regla… y no la guardaste… y ahora,” gritan voces satánicas, “tienes que obedecernos a nosotros no sólo por un día o un año, o un siglo, sino por siempre jamás, por toda la eternidad…. Es tu propia obra… eras libre.
“El alma constantemente recuerda como había elegido para sí a Dios como su Esposo, y que una vez Lo amara sobre todas las cosas… que por Él había renunciado a los más legítimos placeres y a todo lo que consideraba más querido en la tierra, que en el comienzo de su vida religiosa había sentido toda la pureza, dulzura y fuerza de este Amor divino, y que por una pasión desordenada… ahora debe odiar eternamente al Dios que había elegido para amar.
“Este odio forzado es un tormento devorador que consume el alma, ninguna alegría del pasado puede aportar ni el más mínimo alivio.
“Uno de sus mayores tormentos es la vergüenza”, añade sor Josefa. “Le parece que todos los condenados de su alrededor se burlan continuamente de ella diciendo: ‘Que se perdiera quien nunca tuvo las ayudas de las que tú disfrutaste no sería una sorpresa… pero tú… ¿de qué careciste? Tú, que vivías en el palacio del Rey… que festejabas en la mesa de los elegidos.’
“Todo lo que he escrito,” concluye, “no es más que una sombra de lo que el alma sufre, porque las palabras no pueden expresar tan espantosos tormentos.” (4 de septiembre de 1922).
Sor Josefa Menéndez
Malachi Martín:
Malachi
Martín es Sacerdote Jesuita, fué profesor del Instituto Bíblico
Pontificio en Roma, estudió Teología en Lovaina habiéndose especializado
en los Rollos del Mar Muerto. Recibió su Doctorado en Lenguas
Semíticas, Arqueología e Historia Oriental.
Ha
escrito varios libros entre los cuales está “El Rehén del Diablo” donde
relata detalladamente casos reales de exorcismos. De ese libro se
extrae este párrafo donde un exorcista no quiso contar exactamente lo
que vió por lo impactante que fué y solo se limitó a dar un pequeño
comentario:
“Aun hoy el Padre Hearty (exorcista) se muestra renuente a entrar en detalles acerca de lo que el poseso y el vieron en ese momento. De las grabaciones del exorcismo se desprende claramente que se trataba de alguna visión del espíritu maligno que atormentaba al poseso.
“Aun hoy el Padre Hearty (exorcista) se muestra renuente a entrar en detalles acerca de lo que el poseso y el vieron en ese momento. De las grabaciones del exorcismo se desprende claramente que se trataba de alguna visión del espíritu maligno que atormentaba al poseso.
El
Padre Hearty dio la mas cercana medida que yo he podido obtener del
carácter de aquello que ambos vieron cuando comentó que solo porque
parte de la humana alegría se había endurecido en el, le había sido
posible ver a ese espíritu maligno y, para repetir sus palabras: no
sufrir un ataque cerebral o un ataque cardíaco o quedar impedido para
siempre.
Al
parecer, fue una visión como de una masa de sufrimiento y castigo,
iluminada y brillante de odio y de maligno desprecio. Era como un ángel
que había sido condenado a la pena eterna por el Amor mismo y que solo
crecía en su odio al amor a medida que incrementaba su pena con lo
infinito de la eternidad. La condenación sin forma alguna de alivio”.
En el mismo libro se relata otro caso de exorcismo en donde el exorcista (el Padre David) vió en su mente la imagen del espíritu maligno:
En el mismo libro se relata otro caso de exorcismo en donde el exorcista (el Padre David) vió en su mente la imagen del espíritu maligno:
“Un rostro y un cuerpo de sátiro (monstruo con cuerpo velludo y cuernos y patas de macho cabrío) surgieron en la imaginación del Padre David... tan real que lo vió con los ojos de su cuerpo.
Estaba
desnudo. Obscenamente destaparrado, bulboso. La nariz apuntaba en una
torcida dirección. Los ojos miraban en direcciones opuestas. La boca en
una mueca sonriente, espumante, torcida. De la garganta brotaban
ahogadas carcajadas de locura."
En
nuestra época, caracterizada por el relativismo religioso, en donde cada uno
quiere creer en lo que mejor le parece, y en donde cada uno se construye su
propia religión y su propio sistema de creencias, según mejor le parece, es
necesario regresar a las fuentes, es necesario escuchar la voz de aquellos que,
desde el más allá, contemplan el rostro de Dios por la eternidad y se alegran
en su presencia, es decir, los santos.
”Jesús es Amor , Perdón y Misericordia”
Es necesario escuchar su
voz, porque hoy se levantan múltiples voces que niegan las realidades
ultraterrenas, realidades que se reducen a dos fuegos: el fuego del infierno,
para quienes en esta vida, haciendo mal uso de su libertad, prefirieron
rechazar los Mandamientos de Dios y seguir en cambio los de Lucifer, y el fuego
del Amor divino, que enciende los corazones en un océano infinito de paz, de
amor y de alegría, para quienes eligieron el empinado y pedregoso camino de la Cruz.
En una época como la
nuestra, dominada por la confusión religiosa, en donde la mayoría de los
cristianos, que deberían ser “sal de la tierra y luz del mundo” han apostatado,
porque han abandonado voluntariamente las armas espirituales de la oración, de
la penitencia, del sacrificio y del ayuno, para pasarse en masa al enemigo,
adoptando toda clase de vicios, es necesario entonces, repetimos, escuchar a
los santos, como Santa Brígida de Suecia.
Dice así esta santa,
comentando la respuesta enojada de un soldado ante la prédica de un sacerdote,
en el que hablaba acerca de la severidad del juicio divino[1]: “Predicando
el maestro Matías de Suecia, que compuso el prólogo de este libro, un soldado
le dijo lleno de furor: ‘Si mi alma no ha de ir al cielo, vaya como los
animales a comer tierra y las cortezas de los árboles. Larga demora es aguardar
hasta el día del juicio, pues antes de ese juicio ningún alma verá la gloria de
Dios’. Al oír esto santa Brígida que se hallaba presente, dio un profundo
gemido, diciendo: ‘Oh Señor, Rey de la gloria, sé que sois misericordioso y muy
paciente; todos los que callan la verdad y desfiguran la justicia, son alabados
en el mundo, mas los que tienen y muestran tu celo, son despreciados. Así,
pues, Dios mío, dad a este maestro constancia y fervor para hablar’.
Entonces la Santa en un arrobamiento vio
abierto el cielo y el infierno ardiendo, y oyó una voz que le decía: ‘Mira el
cielo, mira la gloria de que se hallan revestidas las almas, y di a tu maestro:
‘Lo dice esto Dios tu Criador y Redentor. Predica con confianza, predica
continuamente, predica a tiempo o fuera de tiempo, predica que las almas
bienaventuradas y que ya han purgado ven la cara de Dios; predica con fervor,
pues recibirás la recompensa del hijo que obedece la voz de su padre.
Y si dudas quién soy Yo que
te estoy hablando, has de saber que soy el que apartó de ti tus tentaciones”.
Después de oír esto vio otra
vez la Santa el
infierno, y horrorizada de espanto, oyó una voz que decía: “No temas los
espíritus que ves, pues sus manos, que son su poderío, están atadas, y sin
permiso mío no pueden hacer más que una brizna de polvo delante de tus pies.
¿Qué piensan los hombres, confiando que no me he de vengar de ellos, Yo, que
sujeto a mi voluntad los mismos demonios?”.
Entonces respondió la Santa: 2No os enojéis,
Señor, si os hablo. Vos, que sois misericordiosísimo, ¿castigaréis acaso
perpetuamente al que perpetuamente no puede pecar? No creen los hombres que
semejante proceder corresponde a vuestra divinidad, que en el juzgar
manifestáis sobre todo la misericordia, y ni aun los mismos hombres castigan
perpetuamente a los que delinquen contra ellos”.
Y dijo el Espíritu: “Yo soy
la misma verdad y justicia, que doy a cada cual según sus obras, veo los
corazones y las voluntades, y tanto como el cielo dista de la tierra, así
distan mis caminos y mis juicios de los consejos y de la inteligencia de los
hombres. Por tanto, el que no corrige su mal mientras vive y puede, ¿qué es de
extrañar si es castigado cuando no puede? ¿Ni cómo deben permanecer en mi
eternidad purísima los que desean vivir eternamente para siempre pecar? Por
consiguiente, el que corrige su pecado cuando puede, debe permanecer conmigo
por toda la eternidad, porque yo eternamente lo puedo todo, y eternamente vivo”.
Más allá
de esta vida, esperan a todo hombre dos fuegos: el del infierno, y el del Amor
divino. Lo que el hombre elija, ya desde esta vida, eso se le dará, pues Dios
es profundamente respetuoso de la libertad humana, y da a cada uno lo que cada
uno elige: si elige el pecado y la impenitencia, se le da lo que elige, que en
la otra vida se llama “infierno”, y si elige la virtud y la gracia, se le da lo
que elige, que en la otra vida se llama “Cielo”.
Y además, es infinitamente
justo y al mismo tiempo misericordioso, porque sino, no sería Dios.
SANTA FAUSTINA KOWALSKA
Visión del Infierno
Durante un retiro de ocho días en octubre de 1936, se le mostró a Sor
Faustina el abismo del infierno con sus varios tormentos, y por pedido de Jesús
ella dejó una descripción de lo que se le permitió ver: "Hoy día fui
llevada por un Ángel al abismo del infierno. Es un sitio de gran tormento.
¡Cuán terriblemente grande y, extenso es!. Las clases de torturas que vi:
La primera es la privación de Dios;
la segunda es el perpetuo remordimiento de conciencia;
la tercera es que la condición de uno nunca cambiará;
la cuarta es el fuego que penetra en el alma sin destruirla -un sufrimiento terrible, ya que es puramente fuego espiritual,-prendido por la ira de Dios.
La quinta es una oscuridad continua y un olor sofocante terrible. A pesar de la oscuridad, las almas de los condenados se ven entre ellos;
la sexta es la compañía constante de Satanás;
la séptima es una angustia horrible, odio a Dios, palabras indecentes y blasfemia.
Estos son los tormentos que sufren los condenados, pero no es el fin de los sufrimientos. Existen tormentos especiales destinados para almas en particular. Estos son los tormentos de los sentidos. Cada alma pasa por sufrimientos terribles e indescriptibles, relacionado con el tipo de pecado que ha cometido.
La primera es la privación de Dios;
la segunda es el perpetuo remordimiento de conciencia;
la tercera es que la condición de uno nunca cambiará;
la cuarta es el fuego que penetra en el alma sin destruirla -un sufrimiento terrible, ya que es puramente fuego espiritual,-prendido por la ira de Dios.
La quinta es una oscuridad continua y un olor sofocante terrible. A pesar de la oscuridad, las almas de los condenados se ven entre ellos;
la sexta es la compañía constante de Satanás;
la séptima es una angustia horrible, odio a Dios, palabras indecentes y blasfemia.
Estos son los tormentos que sufren los condenados, pero no es el fin de los sufrimientos. Existen tormentos especiales destinados para almas en particular. Estos son los tormentos de los sentidos. Cada alma pasa por sufrimientos terribles e indescriptibles, relacionado con el tipo de pecado que ha cometido.
Existen cavernas y fosas de tortura donde cada forma de agonía difiere de la
otra. Yo hubiera fallecido a cada vista de las torturas si la Omnipotencia de
Dios no me hubiera sostenido. Estoy escribiendo esto por orden de Dios, para que
ninguna alma encuentre una excusa diciendo que no existe el infierno, o que
nadie a estado ahí y por lo tanto, nadie puede describirlo."
El Señor fue preparando de esta forma el corazón de
Santa Faustina para que
por medio de su intercesión se salvaran muchas almas.
Jesucristo también nos da algunas descripciones
del Infierno, en el que otro de los tormentos es el sentido de eternidad.
Es un sitio de fuego, pero es un fuego que no se extingue, sino que es
eterno, sin descanso, sin tregua, sin fin ... para siempre ...
"Los malvados ... los arrojará en el horno
ardiente. Allí será el llanto y el rechinar de dientes" (Mt. 13,
42). "Y a ese servidor inútil échenlo en la oscuridad de allá afuera:
allí habrá llanto y desesperación" (Mt.25,30). "Malditos: aléjense
de Mí, al fuego eterno" (Mt. 25, 41).
Nos decía el Papa Juan Pablo II lo siguiente
sobre el Infierno y la condenación eterna: "quienes se obstinan en
no abrirse al Evangelio, se predisponen a una 'ruina eterna, alejados
de la presencia del Señor y de la gloria de su poder' (2 Ts. 1, 9)
... Así resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia
Católica: 'Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el
amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para
siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión
definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que
se designa con la palabra Infierno' ... La 'condenación' consiste
precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección
libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La
sentencia de Dios ratifica ese estado" (JP II, 28-julio-99).
La Voluntad de Dios es que todos los hombres lleguen
a disfrutar de la Visión Beatífica. Dios no predestina a nadie al Infierno.
Para que alguien se condene es necesario que tenga una aversión voluntaria
a Dios, un enfrentamiento o una rebeldía contra El y, además, que persista
en esa actitud hasta el momento de la muerte (cfr. CIC # 1037).
Hemos nacido y vivimos en esta tierra para pasar
de esta vida a la eternidad. Y allí habrá o "Vida Eterna" en
el Cielo, al que podemos llegar directamente o pasando antes por un tiempo
de purificación en el Purgatorio ... o habrá "muerte eterna"
en el Infierno.
Santa Teresa de Jesús nos cuenta: “Un día murió
cierta persona, que había vivido harto mal y por muchos años. Murió sin
confesión, mas con todo esto no me parecía a mí que se había de condenar
Estando amortajando el cuerpo, vi muchos demonios tomar aquel cuerpo y
parecía que jugaban con él... Cuando echaron el cuerpo en la sepultura,
era tanta la multitud de demonios, que estaban dentro para tomarle, que
yo estaba fuera de mí de verlo y no era menester poco ánimo para
disimularlo.
Consideraba qué harían de aquel alma, cuando así se enseñoreaban del triste cuerpo. Ojalá el Señor hiciera ver esto que yo vi a todos los que están en mal estado, que me parece fuera gran cosa para hacerlos vivir bien” (Vida 38,24).
Consideraba qué harían de aquel alma, cuando así se enseñoreaban del triste cuerpo. Ojalá el Señor hiciera ver esto que yo vi a todos los que están en mal estado, que me parece fuera gran cosa para hacerlos vivir bien” (Vida 38,24).
SANTO TOMAS DE AQUINO
Los cuerpos de los condenados
El
castigo eterno producirá en los cuerpos cuatro taras contrarias a las
dotes de los cuerpos gloriosos. Serán oscuros: Sus rostros, caras
chamuscadas. Pasibles, si bien nunca llegarán a descomponerse, puesto
que constantemente arderán en el fuego pero jamás se consumirán: Su
gusano no morirá, y su fuego no se extinguirá. Pesados y torpes, porque
el alma estará allí como encadenada: Para aprisionar con grillos a sus
reyes . Finalmente, serán en cierto modo carnales, tanto en alma como el
cuerpo: Se corrompieron los asnos en su propio estiércol.
La pena del llanto
Debe
decirse que en el llanto corporal se hallan dos cosas. Una es la
resolución de las lágrimas. Y en cuanto a esto el llanto corporal no
puede existir en los condenados. Porque después del día del juicio,
descansando el movimiento del primer móvil, no habrá ninguna generación,
o corrupción, o alteración del cuerpo. Y en la resolución de las
lágrimas es preciso que haya generación de aquel humor que destila por
medio de las lágrimas. Por lo cual en cuanto a esto no podrá haber
llanto corporal en los condenados. Lo otro que se halla en el llanto
corporal es cierta conmoción y perturbación de la cabeza y de los ojos. Y
en cuanto a esto podrá haber en los condenados, llanto después de la
resurrección. Porque los cuerpos de los condenados no sólo serán
afligidos en lo exterior, sino por lo interior, según que el cuerpo se
cambia para el padecimiento del alma en bien, o en mal, Y en cuanto a
esto el llanto de la carne indica la resurrección, y corresponde a la
delectación de la culpa, que hubo tanto en el alma como en el cuerpo.
La pena del fuego
Del
fuego con que serán atormentados los cuerpos de los condenados después
de la resurrección es preciso decir que es corpóreo porque al cuerpo no
puede adaptarse convenientemente la pena, sino es corpórea. Por lo cual
San Gregorio, prueba que el fuego del infierno es corpóreo por lo mismo
que los réprobos después de la resurrección serán arrojados en él.
También San Agustín, manifiestamente confiesa que aquel fuego con que
serán atormentados los cuerpos es corpóreo Y de esto versa la cuestión
presente. Pero de qué manera las almas de los condenados son
atormentadas por este fuego corpóreo, ya se ha dicho en otra parte.
La pena que causará el conocimiento.
Debe
decirse que así como por la perfecta bienaventuranza de los santos no
habrá en ellos nada que no sea materia de gozo, así también en los
condenados no habrá nada que no sea en ellos materia y causa de
tristeza; ni faltará nada de cuanto pueda pertenecer a la tristeza para
que su desdicha sea consumada. Mas la consideración de algunas cosas
conocidas bajo algún concepto induce al gozo o por parte de las cosas
cognoscibles, en cuanto se aman, o por parte del mismo conocimiento, en
cuanto es conveniente y perfecto. Puede también haber razón de tristeza
ya de parte de las cosas cognoscibles, que son aptas para contristar; ya
de parte del mismo conocimiento, según que se considera su
imperfección; como cuando uno considera que le falta el conocimiento de
alguna cosa cuyo perfecto conocimiento apetecería. Así pues en los
condenados habrá actual consideración de aquellas cosas que antes
supieron, coma materia de tristeza, y no como causa de delectación. Pues
considerarán las cosas malas que hicieron por las que han sido
condenados, y los bienes deleitables que perdieron, y por ambas cosas se
atormentarán. Del mismo modo también serán atormentados porque
considerarán que el conocimiento que tuvieron de las cosas especulativas
era imperfecto, y que perdieron su perfección suma, que podían haber
adquirido.
Pena de daño
Esa
pena será inmensa en primer lugar por la separación de Dios y de los
buenos todos. En esto consiste la pena de daño, en la separación, y es
mayor que la pena de sentido. Arrojad al siervo inútil a las tinieblas
exteriores. En la vida actual los malos tienen tinieblas por dentro, las
del pecado, pero en la futura las tendrán también por fuera. Será
inmensa, en segundo lugar, por los remordimientos de su conciencia. Sin
embargo, tal arrepentimiento y lamentaciones serán inútiles, pues
provendrán no del odio de la maldad, sino del dolor del castigo.
En
tercer lugar, por la enormidad de la pena sensible, la del fuego del
infierno, que atormentará alma y cuerpo. Es este tormento del fuego el
más atroz, al decir de los santos. Se encontrarán como quien se está
muriendo siempre y nunca muere ni ha de morir; por eso se le llama a
esta situación muerte eterna, porque, como el moribundo se halla en el
filo de la agonía, así estarán los condenados. En cuarto lugar, por no
tener esperanza alguna de salvación. Si se les diera alguna esperanza de
verse libres de sus tormentos, su pena se mitigaría; pero perdida
aquélla por completo, su estado se torna insoportable.
En el infierno se sufrirá de muchas maneras
Debe
decirse que, según San Basilio, en la última purificación del mundo se
hará separación en los elementos, de modo que cuanto es puro y noble
permanecerá arriba, para gloria de los bienaventurados; pero cuanto es
innoble y manchado será arrojado al infierno para pena de los
condenados; de suerte que, así como toda creatura será para los
bienaventurados materia de gozo, así también para los condenados será
aumentado el tormento por todas las creaturas, conforme a aquello ,
peleará con él el orbe de las tierras contra los insensatos. También
compete a la divina justicia que así como los que apartándose de uno por
el pecado constituyeron su fin en las cosas materiales, que son muchas y
varias, así también sean afligidos de muchas maneras por muchos.
La pena que causará el gusano.
Debe
decirse que después del día del juicio en el mundo renovado no quedará
animal alguno, o cuerpo alguno mixto, sino sólo el cuerpo del hombre,
porque no tiene orden alguno respecto a la incorrupción, ni después de
aquel tiempo se ha de verificar generación y corrupción. Por lo cual el
gusano que se supone en los condenados, no debe entenderse que es
corporal, sino espiritual, el cual es el remordimiento de la conciencia,
que se llama gusano en cuanto nace de la podredumbre del pecado, y
aflige al alma como el gusano corporal nacido podredumbre aflige
punzando.
SAN BUENAVENTURA , franciscano
Gravedad del pecado mortal en sus castigos eternos
"A la primera cuestión,
en la cual se inquiere cómo se castiga el mal, respondo: El mal se
castiga con eternidad de penas; y que esto debe ser así se prueba, en
primer lugar, por razón de la divina ofensa, la cual es de tanta
gravedad cuanto lo es la dignidad de la persona ofendida. Siendo, pues,
Dios infinito, infinita debe ser la ofensa del pecado. Justo es, por
consiguiente, que se castigue con pena infinita; pero esta ofensa no
puede ser castigada con pena intensivamente infinita; luego es de todo
punto necesario que se castigue con pena infinita en cuanto a la
duración eterna.
La segunda razón es ésta:
El que delinque en el gremio de la ciudad, puede con toda justicia ser
separado por el destierro, de la convivencia de los ciudadanos durante
toda la vida y mientras la ciudad dure. Consiguientemente, si el pecador
es un traidor en la ciudad de Dios, cuya duración es eterna, justa cosa
es que sea castigado con el destierro perpetuo.
La tercera razón es:
El pecador es juzgado no sólo por el acto exterior, sino también por el
acto interno de la voluntad. Ahora bien, el que peca, siempre que
ofende a Dios adhiriéndose al placer transitorio, prefiere la
perpetuidad de éste, desde el momento en que no se arrepiente de ello en
toda su vida; luego debe ser castigado en la misma manera que si el
placer durase perpetuamente.
La cuarta razón es:
El pecador, en todo pecado mortal, abusa de aquellas cosas que le deben
ayudar y respecto de las cuales debe proceder ordenadamente en su uso.
Ahora bien, siendo él parte del universo, recibe ayuda de los cuerpos
elementales, celestes y supracelestes, y se relaciona con lo pasado,
presente y venidero; abusa, pues, de todas estas cosas, luego todo
cuanto existe en el universo debe conspirar contra el pecador, tanto en
lo que se refiere a su conversión como a su duración. Forzoso es, pues,
que sea castigado con adversidad universal y eterna, y, por ello, con
desgracia de pena que no tendrá fin.
La quinta razón es:
Habiendo sido creada el alma racional en la línea de la eviternidad y
del tiempo, y hallándose situada en el tiempo por razón de su unión con
el cuerpo, desaparecida esta unión, necesariamente entra el alma en el
estado de la eviternidad. De ahí que si muere en pecado mortal, en él
persevera toda la eternidad; pero no se da la ignominia del pecado sin
el esplendor de la justicia, luego si la culpa dura eternamente, con
eterno suplicio debe ser castigada
LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO SOBRE EL INFIERNO—
A.D. 1860
Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo IX, págs. 166-181)
En la noche del domingo tres de mayo, festividad del Patrocinio de San José, Don Bosco prosiguió el relato de cuanto había visto en los sueños:
— Debo contarles otra cosa — comenzó diciendo— que puede considerarse como consecuencia o continuación de cuanto les referí en las noches del jueves y delviernes, que me dejaron tan quebrantado que apenas si me podía tener en pie. Ustedes las pueden llamar sueños o como quieran; en suma, le pueden dar el nombre que les parezca.
Les hablé de un sapo espantoso que en la noche del 17 de abril amenazaba tragarme y cómo al desaparecer, una voz me dijo: — ¿Por qué no hablas? —Yo me volví hacia el lugar de donde había partido la voz y vi junto mi lecho a un personaje distinguido. Como hubiese entendido el motivo de aquel reproche, le pregunté: — ¿Qué debo decir a nuestros jóvenes?
— Lo que has visto y cuanto se te ha indicado en los últimos sueños y lo que deseas conocer, que te será revelado la noche próxima. Y se retiró. Yo, pues, al día siguiente pensaba continuamente en la mala noche que tendría que pasar y al llegar la hora no me determinaba a irme a acostar. Y así estuve en mi mesa de trabajo entretenido en algunas lecturas hasta la medianoche. Me llenaba de terror la idea de tener que contemplar nuevos espectáculos espantosos. Al fin, haciéndome violencia, me acosté.
Para no dormirme tan pronto, y por temor a que la imaginación me enfrascara en los sueños acostumbrados, dispuse la almohada de tal forma que estaba en el lecho casi sentado. Pero pronto, cansado como estaba, me dormí sin darme cuenta. Y he aquí que de pronto veo en la habitación, cerca de la cama, al hombre de la noche precedente, el cual me dijo:
—¡Levántate y vente conmigo! Yo le contesté: —Se lo pido por caridad. Déjeme tranquilo, estoy cansado. ¡Mire! Hace varios días que sufro de dolor de muelas. Déjeme descansar. He tenido unos sueños, espantosos y estoy verdaderamente agotado. Y decía estas cosas porque la aparición de este hombre es siempre indicio de grandes agitaciones, de cansancio y de terror. El tal me respondió: —¡Levántate, que no hay tiempo que perder! Entonces me levanté y lo seguí. Mientras caminábamos le pregunté: —¿Adonde quiere llevarme ahora? —Ven y lo verás. Y me condujo a un lugar en el cual se extendía una amplia llanura. Dirigí la mirada a mi alrededor, pero aquella región era tan grande que no se distinguían los confines de la misma. Era un vasto desierto. No se veía ni un alma viviente, ni una planta, ni un riachuelo; un poco de vegetación seca y amarillenta daba a aquella desolación un aspecto de tristeza. No sabía ni dónde me encontraba, ¿ ni qué era lo que iba a hacer. Durante unos instantes no vi a mi guía. Me pareció haberme perdido. No estaban conmigo ni Don Rua ni Don Francesia ni ningún otro.
Cuando he aquí que diviso a mi amigo que me sale al encuentro. Respiré y dije: —¿Dónde estoy? —Ven conmigo y lo sabrás. —Bien; iré contigo. El iba delante y yo le seguía sin chistar. (Después de un largo y triste viaje, San Juan Bosco, al pensar que tenía que atravesar una tan dilatada llanura pensaba para sí:) —¡Ay mis pobres muelas! Pobre de mí, con las piernas tan hinchadas... Pero, de pronto, se abrió ante mí un camino. Entonces interrumpí el silencio preguntando a mi guía: —¿Adonde vamos a ir ahora? —Por aquí— me dijo. Y penetramos por aquel camino. Era una senda hermosa, ancha, espaciosa y bien pavimentada. De un lado y de otro la flanqueaban dos magníficos setos verdes cubiertos de hermosas flores. En especial despuntaban las rosas entre las hojas por todas partes. Aquel sendero, a primera vista, parecía llano y cómodo, y yo me eché a andar por él sin sospechar nada. Pero después de caminar un trecho me di cuenta de que insensiblemente se iba haciendo cuesta abajo y aunque la marcha no parecía precipitada, yo corría con tanta facilidad que me parecía ir por el aire. Incluso noté que avanzaba casi sin mover los pies.
Nuestra marcha era, pues, veloz. Pensando entonces que el volver atrás por un camino semejante hubiera sido cosa fatigosa y cansada, dije a mi amigo: —¿Cómo haremos para regresar al Oratorio? —No te preocupes —me dijo—, el Señor es omnipotente y querrá que vuelvas a él. El que te conduce y te enseña a proseguir adelante, sabrá también llevarte hacia atrás. El camino descendía cada vez más. Proseguíamos la marcha entre las flores y las rosas cuando vi que me seguían por el mismo sendero todos los jóvenes del Oratorio y otros numerosísimos compañeros a los cuales ya jamás había visto. Pronto me encontré en medio de ellos. Mientras los observaba veo que de repente, ora uno otra otro, comienzan a caer al suelo, siendo arrastrados por una fuerza invisible que los llevaba hacia una horrible pendiente que se veía aún en lontananza y que conducía a aquellos infelices de cabeza a un horno. —¿Qué es lo que hace caer a estos jóvenes?— pregunté al guía. —Acércate un poco— me respondió. Me acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban al ras del suelo y otros a la altura de la cabeza; estos lazos no se veían. Por tanto, muchos de los muchachos al andar quedaban presos por aquellos lazos, sin darse cuenta del peligro, y en el momento de caer en ellos daban un salto y después rodaban al suelo con las piernas en alto y cuando se levantaban corrían precipitadamente hacia el abismo. Algunos quedaban presos, prendidos por la cabeza, por una pierna, por el cuello, por las manos, por un brazo, por la cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia la pendiente.
Los lazos colocados en el suelo parecían de estopa, apenas visibles, semejantes a los hilos de la araña y, al parecer, inofensivos. Y con todo, pude observar que los jóvenes por ellos prendidos caían a tierra. Yo estaba atónito, y el guía me dijo: —¿Sabes qué es esto? —Un poco de estopa— respondí. —Te diría que no es nada —añadió—; el respeto humano, simplemente. Entretanto, al ver que eran muchos los que continuaban cayendo en aquellos lazos, le pregunté al desconocido: —¿Cómo es que son tantos los que quedan prendidos en esos hilos? ¿Qué es lo que los arrastra de esa manera? Y él: —Acércate más; obsérvalo bien y lo verás. Lo hice y añadí: —Yo no veo nada. —Mira mejor— me dijo el guía. Tomé, en efecto, uno de aquellos lazos en la mano y pude comprobar que no daba con el otro extremo; por el contrario, me di cuenta de que yo también era arrastrado por él. Entonces seguí la dirección del hilo y llegué a la boca de una espantosa caverna. Y me detuve porque no quería penetrar en aquella vorágine y tiré hacia mí de aquel hilo y noté que cedía, pero había que hacer mucha fuerza. Y he aquí que después de haber tirado mucho, salió fuera, poco a poco, un horrible monstruo que infundía espanto, el cual mantenía fuertemente cogido con sus garras la extremidad de una cuerda a la que estaban ligados todos aquellos hilos. Era este monstruo quien apenas caía uno en aquellas redes lo arrastraba inmediatamente hacia sí. Entonces me dije: —Es inútil intentar hacer frente a la fuerza de este animal, pues no lograré vencerlo; será mejor combatirlo con la señal de la Santa Cruz y con jaculatorias.
Me volví, por tanto, junto a mi guía, el cual me dijo: —¿Sabes ya quién es? —¡Oh, sí que lo sé!, —le respondí—. Es el Demonio quien tiende estos lazos para hacer caer a mis jóvenes en el infierno. Examiné con atención los lazos y vi que cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de la soberbia, de la desobediencia, de la envidia, del sexto mandamiento, del hurto, de la gula, de la pereza, de la ira, etc. Hecho esto me eché un poco hacia atrás para ver cuál de aquellos lazos era el que causaba mayor número de víctimas entre los jóvenes, y pude comprobar que era el de la deshonestidad (impureza), la desobediencia y la soberbia. A este último iban atados otros dos. Después de esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no tanto como los dos primeros. Desde mi puesto de observación vi a muchos jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás. Y pregunté: —¿Por qué esta diferencia? —Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano— me fue respondido. Mirando aún con mayor atención vi que entre aquellos lazos había esparcidos muchos cuchillos, que manejados por una mano providencial cortaban o rompían los hilos. El cuchillo más grande procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación. Otro cuchillo, también muy grande, pero no tanto como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha. Había también dos espadas. Una de ellas representaba la devoción al Santísimo Sacramento, especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción a la Virgen María. Había, además, un martillo: la confesión; y otros cuchillos símbolos de las varias devociones a San José, a San Luis, etc., etc.
Con estas armas no pocos rompían los lazos al quedar prendidos en ellos, o se defendían para no ser víctimas de los mismos. En efecto, vi a dos jóvenes que pasaban entre aquellos lazos de forma que jamás quedaban presos en ellos; bien lo hacían antes de que el lazo estuviese tendido, y si lo hacían cuando éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de forma que les caía sobre los hombros, o sobre las espaldas, o en otro lado diferente sin lograr capturarlos.Cuando el guía se dio cuenta de que lo había observado todo, me hizo continuar el camino flanqueado de rosas; pero a medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez más raras, empezando a aparecer punzantes espinas. Finalmente, por mucho que me fijé no descubrí ni una rosa y, en el último tramo, el seto se había tornado completamente espinoso, quemado por el sol y desprovisto de hojas; después, de los matorrales ralos y secos, partían ramajes que al tenderse por el suelo lo cubrían, sembrándolo de espinas de tal forma que difícilmente se podía caminar. Habíamos llegado a una hondonada cuyos acantilados ocultaban todas las regiones circundantes; y el camino, que descendía cada vez de una manera más pronunciada, se hacía tan horrible, tan poco firme y tan lleno de baches, de salientes, de guijarros y de piedras rodadas, que dificultaba cada vez más la marcha. Había perdido ya de vista a todos mis jóvenes; muchísimos de ellos habían logrado salir de aquella senda insidiosa, dirigiéndose por otros atajos.
Yo continué adelante. Cuanto más avanzaba más áspera era la bajada y más pronunciada, de forma que algunas veces me resbalaba, cayendo al suelo, donde permanecía sentado un rato para tomar un poco de aliento. De cuando en cuando el guía acudía en mi auxilio y me ayudaba a levantarme. A cada paso se me encogían los tendones y me parecía que se me iban a descoyuntar los huesos de las piernas. Entonces dije anhelante a mí guía: —Querido, las iernas se niegan a sostenerme. Me encuentro tan falto de fuerzas que no será posible continuar el viaje. El guía no me contestó, sino que, animándome, prosiguió su camino, hasta que al verme cubierto de sudor y víctima de un cansancio mortal, me llevó a un pequeño promontorio que se alzaba en el mismo camino. Me senté, lancé un hondo suspiro y me pareció haber descansado suficientemente. Entretanto observaba el camino que había recorrido ya; parecía cortado a pico, cubierto de guijarros y de piedras puntiagudas. Consideraba también el camino que me quedaba por recorrer, cerrando los ojos de espanto, exclamando: —Volvamos atrás, por caridad. Si seguimos adelante, ¿cómo haremos para llegar al Oratorio? ¡Es imposible que yo pueda emprender después esta subida! Y el guía me contestó resueltamente: —Ahora que hemos llegado aquí, ¿quieres quedarte solo? Ante esta amenaza repliqué en tono suplicante: —¿Sin ti cómo podría volver atrás o continuar el viaje? —Pues bien, sigúeme— añadió el guía. Me levanté y continuamos bajando.
El camino era cada vez más horriblemente pedregoso, de forma que apenas si podía permanecer de pie. Y he aquí que al fondo de este precipicio, que terminaba en un oscuro valle, aparece un edificio inmenso que mostraba ante nuestro camino una puerta altísima y cerrada. Llegamos al fondo del precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda, de color verdoso, se elevaba sobre aquellos murallones recubiertos de sanguinolentas llamas de fuego. Levanté mis ojos a aquellas murallas y pude comprobar que eran altas como una montaña y más aún. San Juan Bosco preguntó al guía: —¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es esto? —Lee lo que hay escrito sobre aquella puerta —me respondió— , y la inscripción te hará comprender dónde estamos. Miré y sobre la puerta se leía: Ubi non est redemptio. Me di cuenta de que estábamos a las puertas del infierno. El guía me acompañó a dar una vuelta alrededor de los muros de aquella horrible ciudad. De cuando en cuando, a una regular distancia, se veía una puerta de bronce, como la primera, al pie de una peligrosa bajada, y cada una de ellas tenía encima una inscripción diferente. Discedite, maledicti, in ignem aeternum qui paratus est diabolo et angelis eius... Omnis arbor quae non facit fructum bonum excidetur et in ignem mittetur.
Yo saqué la libreta para anotar aquellas inscripciones, pero el guía me dijo: —¡Detente! ¿Qué haces? —Voy a tomar nota de esas inscripciones. —No hace falta: las tienes todas en la Sagrada Escritura; incluso tú has hecho grabar algunas bajo los pórticos. Ante semejante espectáculo habría preferido volver atrás y encaminarme al Oratorio, pero el guía no se volvió, a pesar de que yo había dado ya algunos pasos en sentido contrario al que habíamos llevado hasta entonces. Recorrimos un inmenso y profundísimo barranco y nos encontramos nuevamente al pie del camino pendiente que habíamos recorrido y delante de la puerta que vimos en primer lugar. De pronto el guía se volvió hacia atrás con el rostro demudado y sombrío, me indicó con la mano que me retirara, diciéndome al mismo tiempo: —¡Mira! Tembloroso, miré hacia arriba y, a cierta distancia, vi que por aquel camino en declive bajaba uno a toda velocidad. Conforme se iba acercando intenté identificarlo y finalmente pude reconocer en él a uno de mis jóvenes. Llevaba los cabellos desgreñados, en parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia atrás por efecto del viento y los brazos tendidos hacia adelante, en actitud como de quien nada para salvarse del naufragio. Quería detenerse y no podía. Tropezaba continuamente con los guijarros salientes del camino y aquellas piedras servían para darle un mayor impulso en la carrera. —Corramos, detengámoslo, ayudémosle— gritaba yo tendiendo las manos hacia él. Y el guía: —No; déjalo. —¿Y por qué no puedo detenerlo? —¿No sabes lo tremenda que es la venganza de Dios? ¿Crees que podrías detener a uno que huye de la ira encendida del Señor? Entretanto aquel joven, volviendo la cabeza hacia atrás y mirando con los ojos encendidos si la ira de Dios le seguía siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del camino, como si no hubiese encontrado en su huida otra solución que ir a dar contra aquella puerta de bronce. —¿Y por qué mira hacia atrás con esa cara de espanto?, — pregunte yo—. —Porque la ira de Dios traspasa todas las puertas del infierno e irá a atormentarle aún en medio del fuego.
En efecto, como consecuencia de aquel choque, entre un ruido de cadenas, la puerta se abrió de par en par. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo, haciendo un horrible fragor, dos, diez, cien, mil, otras puertas impulsadas por el choque del joven, que era arrastrado por un torbellino invisible, irresistible, velocísimo. Todas aquellas puertas de bronce, que estaban una delante de otra, aunque a gran distancia, permanecieron abiertas por un instante y yo vi, allá a lo lejos, muy lejos, como la boca de un horno, y mientras el joven se precipitaba en aquella vorágine pude observar que de ella se elevaban numerosos globos de fuego. Y las puertas volvieron a cerrarse con la misma rapidez con que se habían abierto. Entonces yo tomé la libreta para apuntar el nombre y el apellido de aquel infeliz, pero el guía me tomó del brazo y me dijo: —Detente —me ordenó— y observa de nuevo. Lo hice y pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar precipitadamente por la misma senda a tres jóvenes de nuestras casas que en forma de tres peñascos rodaban rapidísimamente uno detrás del otro. Iban con los brazos abiertos y gritaban de espanto. Llegaron al fondo y fueron a chocar con la primera puerta. San Juan Bosco al instante conoció a los tres. Y la puerta se abrió y después de ella las otras mil; los jóvenes fueron empujados a aquella larguísima galería, se oyó un prolongado ruido infernal que se alejaba cada vez más, y aquellos infelices desaparecieron y las puertas se cerraron.
Muchos otros cayeron después de éstos de cuando en cuando... Vi precipitarse en el infierno a un pobrecillo impulsado por los empujones de un pérfido compañero. Otros caían solos, otros acompañados; otros cogidos del brazo, otros separados, pero próximos. Todos llevaban escrito en la frente el propio pecado. Yo los llamaba afanosamente mientras caían en aquel lugar. Pero ellos no me oían, retumbaban las puertas infernales al abrirse y al cerrarse se hacía un silencio de muerte. —He aquí las causas principales de tantas ruinas eternas —exclamó mi guía—: los compañeros, las malas lecturas (y malos programas de televisión e internet e impureza y pornografía y anticonceptivos y fornicación y adulterios y sodomía y asesinatos de aborto y herejías) y las perversas costumbres. Los lazos que habíamos visto al principio eran los que arrastraban a los jóvenes al precipicio. Al ver caer a tantos de ellos, dije con acento de desesperación: —Entonces es inútil que trabajemos en nuestros colegios, si son tantos los jóvenes que tienen este fin. ¿No habrá manera de remediar la ruina de estas almas? Y el guía me contestó: —Este es el estado actual en que se encuentran y si mueren en él vendrán a parar aquí sin remedio. —¡Oh, déjame anotar los nombres para que yo les pueda avisar y ponerlos en la senda que conduce al Paraíso! —¿Y crees tú que algunos se corregirían si les avisaras? Al principio el aviso les impresionará; después no harán bcaso, diciendo: se trata de un sueño. Y se tornarán peores que antes. Otros, al verse descubiertos, frecuentarán los Sacramentos, pero no de una manera spontánea y meritoria, porque no proceden rectamente.
Otros se confesarán por un temor pasajero a caer en el infierno, pero seguirán con el corazón apegado al pecado. —¿Entonces para estos desgraciados no hay remisión? Dame algún aviso para que puedan salvarse. —Helo aquí: tienen los superiores, que los obedezcan; tienen el reglamento, que lo observen; tienen los Sacramentos, que los frecuenten. Entretanto, como se precipitase al abismo un nuevo grupo de jóvenes, las puertas permanecieron abiertas durante un instante y: —Entra tú también— me dijo el guía. Yo me eché atrás horrorizado. Estaba impaciente por regresar al Oratorio para avisar a los jóvenes y detenerles en aquel camino; para que no siguieran rodando hacia la perdición. Pero el guía me volvió a insistir: —Ven, que aprenderás más de una cosa. Pero antes dime: ¿Quieres proseguir solo o acompañado? Esto me lo dijo para que yo reconociese la insuficiencia de mis fuerzas y al mismo tiempo la necesidad de su benévola asistencia; a lo que contesté: —¿Me he de quedar solo en ese lugar de horror? ¿Sin el consuelo de tu bondad? ¿Y quién me enseñará el camino del retorno? Y de pronto me sentí lleno de valor pensando para mí: —Antes de ir al infierno es necesario pasar por el juicio y yo no me he presentado todavía ante el Juez Supremo.
Después exclamé resueltamente: —¡Entremos, pues! Y penetramos en aquel estrecho y horrible corredor. Corríamos con la velocidad del rayo. Sobre cada una de las puertas del interior lucía con luz velada una inscripción amenazadora. Cuando terminamos de recorrerlo desembocamos en un amplio y tétrico patio, al fondo del cual se veía una rústica portezuela, cuyas hojas eran de un grosor como jamás había visto y encima de la cual se leía esta inscripción: Ibunt impii in ignem aeternum. Los muros en todo su perímetro estaban recubiertos de inscripciones. Yo pedí a mi guía permiso para leerlas y éste me contestó: —Haz como te plazca. Entonces lo examiné todo. En cierto sitio vi escrito lo siguiente: Dabo ignem in carnes eorum ut comburantur in sempiternum. Cruciabuntur die ac nocte in saecula saeculorum. Y en otro lugar: Hic univérsitas malorum per omnia saecula saeculorum. En otros: Nullus est hic ordo, sed horror sempiternus inhabitat. — Fumus tormentorum suorum in aeternum ascendit. —Non est pax impiis. — Clamor et stridor dentium. Mientras yo daba la vuelta alrededor de los muros leyendo estas inscripciones, el guía, que se había quedado en el centro del patio, se acercó a mí y me dijo: —Desde ahora en adelante nadie podrá tener un compañero que le ayude, un amigo que le consuele, un corazón que le ame, una mirada compasiva, una palabra benévola: hemos pasado la línea. ¿Tú quieres ver o probar? —Quiero ver solamente— respondí. —Ven, pues, conmigo— añadió el amigo, y tomándome de la mano me condujo ante aquella puertecilla y la abrió. Esta ponía en comunicación con un corredor en cuyo fondo había una gran cueva cerrada por una larga ventana con un solo cristal que llegaba desde el suelo hasta la bóveda y a través del cual se podía mirar dentro. Atravesé el dintel y avanzando un paso me detuve preso de un terror indescriptible. Vi ante mis ojos una especie de caverna inmensa que se perdía en las profundidades cavadas en las entrañas de los montes, todas llenas de fuego, pero no como el que vemos en la tierra con sus llamas movibles, sino de una forma tal que todo lo dejaba incandescente y blanco a causa de la elevada temperatura. Muros, bóvedas, pavimento, herraje, piedras, madera, carbón; todo estaba blanco y brillante. Aquel fuego sobrepasaba en calores millares y millares de veces al fuego de la tierra sin consumir ni reducir a cenizas nada de cuanto tocaba.
Me sería imposible describir esta caverna en toda su espantosa realidad. Mientras miraba atónito aquel lugar de tormento veo llegar con indecible ímpetu un joven que casi no se daba cuenta de nada, lanzando un grito agudísimo, como quien estaba para caer en un lago de bronce hecho líquido, y que precipitándose en el centro, se torna blanco como toda la caverna y queda inmóvil, mientras que por un momento resonaba en el ambiente el eco de su voz mortecina. Lleno de horror contemplé un instante a aquel desgraciado y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos. —Pero ¿este no es uno de mis jóvenes?, —pregunté al guía—. ¿No es fulano? —Sí, sí— me respondió. —¿Y por qué no cambia de posición? ¿Por qué está incandescente sin consumirse? Y él: —Tú elegiste el ver y por eso ahora no debes hablar; observa y verás. Por lo demás omnis enim igne salietur et omnis victima sale salietur. Apenas si había vuelto la cara y he aquí otro joven con una furia desesperada y a grandísima velocidad que corre y se precipita a la misma caverna. También éste pertenecía al Oratorio. Apenas cayó no se movió más. Este también lanzó un grito de dolor y su voz se confundió con el último murmullo del grito del que había caído antes. Después llegaron con la misma precipitación otros, cuyo número fue en aumento y todos lanzaban el mismo grito y permanecían inmóviles, incandescentes, como los que les habían precedido. Yo observé que el primero se había quedado con una mano en el aire y un pie igualmente suspendido en alto. El segundo quedó como encorvado hacia la tierra.
Algunos tenían los pies por alto, otros el rostro pegado al suelo. Quiénes estaban casi suspendidos sosteniéndose de un solo pie o de una sola mano; no faltaban los que estaban sentados o tirados; unos apoyados sobre un lado, otros de pie o de rodillas, con las manos entre los cabellos. Había, en suma, una larga fila de muchachos, como estatuas en posiciones muy dolorosas. Vinieron aún otros muchos a aquel horno, parte me eran conocidos y parte desconocidos. Me recordé entonces de lo que dice la Biblia, que según se cae la primera vez en el infierno así se permanecerá para siempre: Lignum, in quocumque loco cecíderit, ibi erit. Al notar que aumentaba en mí el espanto, pregunté al guía: —¿Pero éstos, al correr con tanta velocidad, no se dan cuenta que vienen a parar aquí? —¡Oh!, sí que saben que van al fuego; les avisaron mil veces, pero siguen corriendo voluntariamente al no detestar el pecado y al no quererlo abandonar, al despreciar y rechazar la Misericordia de Dios que los llama a penitencia, y, por tanto, la justicia Divina, al ser provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y no se pueden parar hasta llegar a este lugar. —¡Oh, qué terrible debe de ser la desesperación de estos desgraciados que no tienen ya esperanza de salir de aquí!—, exclamé. —¿Quieres conocer la furia íntima y el frenesí de sus almas? Pues, acércate un poco más—, me dijo el guía.
Di algunos pasos hacia adelante y acercándome a la ventana vi que muchos de aquellos miserables se propinaban mutuamente tremendos golpes, causándose terribles heridas, que se mordían como perros rabiosos; otros se arañaban el rostro, se destrozaban las manos, se arrancaban las carnes arrojando con despecho los pedazos por el aire. Entonces toda la cobertura de aquella cueva se había trocado como de cristal a través del cual se divisaba un trozo de cielo y las figuras luminosas de los compañeros que se habían salvado para siempre. Y aquellos condenados rechinaban los dientes de feroz envidia, respirando afanosamente, porque en vida hicieron a los justos blanco de sus burlas. Yo pregunté al guía: —Dime, ¿por qué no oigo ninguna voz? —Acércate más— me gritó. Me aproximé al cristal de la ventana y oí cómo unos gritaban y lloraban entre horribles contorsiones; otros blasfemaban e imprecaban a los Santos. Era un tumulto de voces y de gritos estridentes y confusos que me indujo a preguntar a mi amigo: —¿Qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que gritan? Y él: —Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se ven obligados a confesar: Nos insensatii vitam illorum aestimabamus insaniam et finem illorum sine honore. Ecce quómodo computati sunt ínter filios Dei et ínter sanctos sors illorum est. Ergo errávimus a via veritatis. Por eso gritan: Lassati sumus in via iniquitatis et perditionis. Erravimus per vias difficiles, viam autem Domini ignoravimus. Quid nobis profuit superbia? Transierunt omnia illa tamquam umbra. Estos son los cánticos lúgubres que resonarán aquí por toda la eternidad. Pero gritos, esfuerzos, llantos son ya completamente inútiles. Omnis dolor irruet super eos! Aquí no cuenta el tiempo, aquí sólo impera la eternidad. Mientras lleno de horror contemplaba el estado de muchos de mis jóvenes, de pronto una idea floreció en mi mente. —¿Cómo es posible —dije— que los que se encuentran aquí estén todos condenados? Esos jóvenes, ayer por la noche estaban aún vivos en el Oratorio. Y el guía me contestó:
—Todos ésos que ves ahí son los que han muerto a la gracia de Dios y si les sorprendiera la muerte y si continuasen obrando como al presente, se condenarían. Pero no perdamos tiempo, prosigamos adelante. Y me alejó de aquel lugar por un corredor que descendía a un profundo subterráneo conduciendo a otro aún más bajo, a cuya entrada se leían estas palabras: Vermis eorum non moritur, et ignis non extinguitur... Dabit Dominus omnipotens ignem et vermes in carnes eorum, ut urantur et sentiant usque in sempiternum. Aquí se veían los atroces remordimientos de los que fueron educados en nuestras casas. El recuerdo de todos y cada uno de los pecados no perdonados y de la justa condenación; de haber tenido mil medios y muchos extraordinarios para convertirse al Señor, para perseverar en el bien, para ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias y promesas concedidas y hechas a María Santísima y no correspondidas. ¡El haberse podido salvar a costa de un pequeño sacrificio y, en cambio, estar condenado para siempre! ¡Recordar tantos buenos propósitos hechos y no mantenidos! ¡Ah! De buenas intenciones completamente ineficaces está lleno el infierno, dice el proverbio. Y allí volví a contemplar a todos los jóvenes del Oratorio que había visto poco antes en el horno, algunos de los cuales me están escuchando ahora, otros estuvieron aquí con nosotros y a otros muchos no los conocía. Me adelanté y observé que odos estaban cubiertos de gusanos y de asquerosos insectos que les devoraban y consumían el corazón, los ojos, las manos, las piernas, los brazos y todos los miembros, dejándolos en un estado tan miserable que no encuentro palabras para describirlo.
Aquellos desgraciados permanecían inmóviles, expuestos a toda suerte de molestias, sin poderse defender de ellas en modo alguno. Yo avancé un poco más, acercándome para que me viesen, con la esperanza de poderles hablar y de que me dijesen algo, pero ellos no solamente no me hablaron sino que ni siquiera me miraron. Pregunté entonces al guía la causa de esto y me fue respondido que en el otro mundo no existe libertad alguna para los condenados: cada uno soporta allí todo el peso del castigo de Dios sin variación alguna de estado y no puede ser de otra manera. Y añadió: —Ahora es necesario que desciendas tú a esa región de fuego que acabas de contemplar. —¡No, no!, —repliqué aterrado—. Para ir al infierno es necesario pasar antes por el juicio, y yo no he sido juzgado aún. ¡Por tanto no quiero ir al infierno! —Dime —observó mi amigo—, ¿te parece mejor ir al infierno y libertar a tus jóvenes o permanecer fuera de él abandonándolos en medio de tantos tormentos? Desconcertado con esta propuesta, respondí: —¡Oh, yo amo mucho a mis queridos jóvenes y deseo que todos se salven! ¿Pero, no podríamos hacer de manera que no tuviésemos que ir a ese lugar de tormento ni yo ni los demás? —Bien —contestó mi amigo—, aún estás a tiempo, como también lo están ellos, con tal que tú hagas cuanto puedas. Mi corazón se ensanchó al escuchar tales palabras y me dije inmediatamente: Poco importa el trabajo con tal de poder librar a mis queridos hijos de tantos tormentos. —Ven, pues —continuó mi guía—, y observa una prueba de la bondad y de la Misericordia de Dios, que pone en juego mil medios para inducir a penitencia a tus jóvenes y salvarlos de la muerte eterna. Y tomándome de la mano me introdujo en la caverna. Apenas puse el pie en ella me encontré de improviso transportado a una sala magnífica con puertas de cristal. Sobre ésta, a regular distancia, pendían unos largos velos que cubrían otros tantos departamentos que comunicaban con la caverna.
El guía me señaló uno de aquellos velos sobre el cual se veía escrito: Sexto Mandamiento; y exclamó: —La falta contra este Mandamiento: he aquí la causa de la ruina eterna de tantos jóvenes. —Pero ¿no se han confesado? —Se han confesado, pero las culpas contra la bella virtud las han confesado mal o las han callado de propósito. Por ejemplo: uno, que cometió cuatro o cinco pecados de esta clase, dijo que sólo había faltado dos o tres veces. Hay algunos que cometieron un pecado impuro en la niñez y sintieron siempre vergüenza de confesarlo, o lo confesaron mal o no lo dijeron todo. Otros no tuvieron el dolor o el propósito suficiente. Incluso algunos, en lugar de hacer el examen, estudiaron la manera de engañar al confesor. Y el que muere con tal resolución lo único que consigue es contarse en el número de los réprobos por toda la eternidad. Solamente los que, arrepentidos de corazón, mueren con la esperanza de la eterna salvación, serán eternamente felices. ¿Quieres ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la Misericordia de Dios? Levantó un velo y vi un grupo de jóvenes del Oratorio, todos los cuales me eran conocidos, que habían sido condenados por esta culpa. Entre ellos había algunos que ahora, en apariencia, observan buena conducta. —Al menos ahora —le supliqué— me dejarás escribir los nombres de esos jóvenes para poder avisarles en particular. —No hace falta— me respondió. —Entonces, ¿qué les debo decir? —Predica siempre y en todas partes contra la inmodestia. Basta avisarles de una manera general y no olvides que aunque lo hicieras particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre sinceramente. Para conseguir un propósito decidido se necesita la gracia de Dios, la cual no faltará nunca a tus jóvenes si ellos se la piden.
Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su poder en el compadecer y en perdonar. Oración y sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes que escuchen tus amonestaciones y enseñanzas, que pregunten a sus conciencias y éstas les dirán lo que deben hacer. Y seguidamente continuó hablando por espacio de casi media hora sobre las condiciones necesarias para hacer una buena confesión. El guía repitió después varias veces en voz alta: —Avertere!... Avertere!... —¿Qué quiere decir eso? —¡Que cambien de vida!... ¡Que cambien de vida!... Yo, confundido ante esta revelación, incliné la cabeza y estaba para retirarme cuando el desconocido me volvió a llamar y me dijo: —Todavía no lo has visto todo. Y volviéndose hacia otra parte levantó otro gran velo sobre el cual estaba escrito: Qui volunt díuites fieri, íncidunt in tentationem et láqueum diáboli. Leí esta sentencia y dije: —Esto no interesa a mis jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no somos ricos ni buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasa por la imaginación semejante deseo!
Al correr el velo vi al fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos, que sufrían como los primeros que contemplé, y el guía me contestó: —Sí, también interesa esa sentencia a tus muchachos. —Explícame entonces el significado del término divites. Y él: —Por ejemplo, algunos de tus jóvenes tienen el corazón apegado a un objeto material, de forma que este afecto desordenado le aparta del amor a Dios, faltando, por tanto, a la piedad y a la mansedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con el uso de las riquezas, sino también con el deseo inmoderado de las mismas, tanto más si este deseo va contra la virtud de la justicia. Tus jóvenes son pobres, pero has de saber que la gula y el ocio son malos consejeros. Hay algunos que en el propio pueblo se hicieron culpables de hurtos considerables y a pesar de que pueden hacerlo no se han preocupado de restituir. Hay quienes piensan en abrir con las ganzúas la despensa y quien intenta penetrar en la habitación del Prefecto o del Ecónomo; quienes registran los baúles de los compañeros para apoderarse de comestibles, dinero y otros objetos; quien hace acopio de cuadernos y de libros para su uso... Y después de decirme el nombre de estos y de otros más, continuó: —Algunos se encuentran aquí por haberse apropiado de prendas de vestir, de ropa blanca, de mantas y manteles que pertenecían al Oratorio, para mandarlas a sus casas. Algunos, por algún otro grave daño que ocasionaron voluntariamente y no lo repararon. Otros, por no haber restituido objetos y cosa que habían pedido a título de préstamo, o por haber retenido sumas de dinero que les habían sido confiadas para que las entregasen al Superior.
Y concluyó diciendo: —Y puesto que conoces el nombre de los tales, avísales, diles que desechen los deseos inútiles y nocivos; que sean obedientes a la ley de Dios y celosos del propio honor, de otra forma la codicia los llevará a mayores excesos, que les sumergirán en el dolor, en la muerte y en la perdición. Yo no me explicaba cómo por ciertas cosas a las que nuestros jóvenes daban tan poca importancia hubiese aparejados castigos tan terribles. Pero el amigo interrumpió mis reflexiones diciéndome: —Recuerda lo que se te dijo cuando contemplabas aquellos racimos de la vid echados a perder—, y levantó otro velo que ocultaba a otros muchos de nuestros jóvenes, a los cuales conocí inmediatamente por pertenecer al Oratorio. Sobre aquel velo estaba escrito: Radix omnium malorum. E inmediatamente me preguntó: —¿Sabes qué significa esto? ¿Cuál es el pecado designado por esta sentencia? —Me parece que debe ser la oberbia. —No, me respondió.—Pues yo siempre he oído decir que la raíz de todos los pecados es la soberbia.—Sí; en general se dice que es la soberbia; pero en particular, ¿sabes qué fue lo que hizo caer a Adán y a Eva en el primer pecado, por lo que fueron arrojados del Paraíso terrenal? —La desobediencia. —Cierto; la desobediencia es la raíz de todos los males. —¿Qué debo decir a mis jóvenes sobre esto? —Presta atención.
Aquellos jóvenes los cuales tú ves que son desobedientes se están preparando un fin tan lastimoso como éste. Son los que tú crees que se han ido por la noche a descansar y, en cambio, a horas de la madrugada se bajan a pasear por el patio, sin preocuparse de que es una cosa prohibida por el reglamento; son los que van a lugares peligrosos, sobre los andamios de las obras en construcción, poniendo en peligro incluso la propia vida. Algunos, según lo establecido, van a la iglesia, pero no están en ella como deben, en lugar de rezar están pensando en cosas muy distintas de la oración y se entretienen en fabricar castillos en el aire; otros estorban a los demás. Hay quienes de lo único que se preocupan es de buscar un lugar cómodo para poder dormir durante el tiempo de las funciones sagradas; otros crees tú que van a la iglesia y, en cambio, no aparecen por ella. ¡Ay del que descuida la oración! ¡El que no reza se condena! Hay aquí algunos que en vez de cantar las divinas alabanzas y las Vísperas de la Virgen María, se entretienen en leer libros nada piadosos, y otros, cosa verdaderamente vergonzosa, pasan el tiempo leyendo obras prohibidas (¡hasta pornografía!). Y siguió enumerando otras faltas contra el reglamento, origen de graves desórdenes. Cuando hubo terminado, yo le miré conmovido y él clavando sus ojos en mí, prestó atención a mis palabras. —¿Puedo referir todas estas cosas a mis jóvenes?—, le pregunté. —Sí, puedes decirles todo cuanto recuerdes. —¿Y qué consejos he de darles para que no les sucedan tan grandes desgracias? —Debes insistir en que la obediencia a Dios, a la Iglesia, a los padres y a los superiores, aún en cosas pequeñas, los salvará. —¿Y qué más? —Les dirás que eviten el ocio, que fue el origen del pecado del Santo Rey David: incúlcales que estén siempre ocupados, pues así el demonio no tendrá tiempo para tentarlos.
Yo, haciendo una inclinación con la cabeza, se lo prometí. Me encontraba tan emocionado que dije a mi amigo: —Te agradezco la caridad que has usado para conmigo y te ruego que me hagas salir de aquí. El entonces me dijo: —¡Ven conmigo!—, y animándome, me tomó de la mano y me ayudó a proseguir porque me encontraba agotado. Al salir de la sala y después de atravesar en un momento el hórrido patio y el largo corredor de entrada, antes de trasponer el dintel de la última puerta de bronce, se volvió de nuevo a mí y exclamó: —Ahora que has visto los tormentos de los demás, es necesario que pruebes un poco lo que se sufre en el infierno. —¡No, no!—, grité horrorizado. El insistía y yo me negaba siempre. —No temas —me dijo—; prueba solamente, toca esta muralla. Yo no tenía valor para hacerlo y quise alejarme, pero el guía me detuvo insistiendo: —A pesar de todo, es necesario que pruebes lo que te he dicho— y aferrándome resueltamente por un brazo, me acercó al muro mientras decía: —Tócalo una sola vez, al menos para que puedas decir que estuviste visitando las murallas de los suplicios eternos, y para que puedas comprender cuan terrible será la última si así es la primera. ¿Ves esa muralla? Me fijé atentamente y pude comprobar que aquel muro era de espesor colosal.
El guía prosiguió: —Es el milésimo primero antes de llegar adonde está el verdadero fuego del infierno. Son mil muros los que lo rodean. Cada muro es mil medidas de espesor y de distancia el uno del otro, y cada medida es de mil millas; este está a un millón de millas del verdadero fuego del infierno y por eso apenas es un mínimo principio del infierno mismo. Al decir esto, y como yo me echase atrás para no tocar, me tomo la mano, me la abrió con fuerza y me la acercó a la piedra de aquel milésimo muro. En aquel instante sentí una quemadura tan intensa y dolorosa que saltando hacia atrás y lanzando un grito agudísimo, me desperté. Me encontré sentado en el lecho y pareciéndome que la mano me ardía, la restregaba contra la otra para aliviarme de aquella sensación. Al hacerse de día, pude comprobar que mi mano, en realidad, estaba hinchada, y la impresión imaginaria de aquel fuego me afectó tanto que cambié la piel de la palma de la mano derecha. Tengan presente que no les he contado las cosas con toda su horrible crueldad, ni tal como ¡as vi y de la forma que me impresionaron, para no causar en ustedes demasiado espanto. Nosotros sabemos que el Señor no nombró jamás el infierno sino valiéndose de símbolos, porque aunque nos lo hubiera descrito como es, nada hubiéramos entendido. Ningún mortal puede comprender estas cosas. El Señor las conoce y tas puede manifestar a quien quiere. Durante muchas noches consecutivas, y siempre presa de la mayor turbación, o pude dormir a causa del espanto que se había apoderado de mi ánimo. Les he contado solamente el resumen de lo que he visto en sueños de mucha duración; puede decirse que de todos ellos les he hecho un breve compendio. Más adelante les hablaré sobre el respeto humano, y de cuanto se relaciona con el sexto y séptimo Mandamiento y con la soberbia. No haré otra cosa más que explicar estos sueños, pues están de acuerdo con la Sagrada Escritura, aún más, no son otra cosa que un comentario de cuanto en ella se lee respecto a esta materia. Durante estas noches les he contado ya algo, pero de cuando en cuando vendré a hablarles y les narraré lo que falta, dándoles la explicación consiguiente.
Como lo prometió, así lo hizo —continúa Don Lemoyne —. Seguidamente expuso este mismo sueño a los jóvenes de Mirabello y de Lanzo, pero resumiendo la narración. Repitió cuanto había visto sin hacer cambios notables, no faltando tampoco algunas variantes. Al narrarlo privadamente a sus Sacerdotes y Clérigos, añadía algunos detalles más. En muchas ocasiones omitía algunas cosas y en otras ponía de manifestó otras. En la descripción de los lazos introdujo una nueva idea sobre la argucia del Demonio y de la manera de arrastrar a los jóvenes hacia el infierno, hablando de las malas costumbres. De muchas escenas no dio explicación: por ejemplo, de los personajes de agradable aspecto que se encontraban en la sala magnífica y que nosotros nos atreveríamos a decir que simbolizan: El tesoro de la Misericordia de Dios, para salvar a los jóvenes que de otra manera habrían perecido. Tal vez eran los principales ministros de innumerables gracias. Ciertas variantes provenían de la multiplicidad de las cosas vistas al mismo tiempo, las cuales el reproducirse en su imaginación le hacían escoger lo que el Santo juzgaba más oportuno para sus oyentes. Por lo demás, la meditación de los novísimos era cosa familiar en San Juan Bosco y como fruto de ella su corazón se encendía en una vivísima compasión hacia los pobres pecadores amenazados por el peligro de una eternidad tan horrible. Este sentimiento de caridad le hacía sobreponerse al respeto humano, invitando a la penitencia con una prudente franqueza incluso a personajes distinguidos, siendo de tal eficacia sus palabras que conseguía numerosas conversiones. Nosotros hemos ofrecido fielmente aquí cuanto escuchamos de labios del mismo Santo y cuanto nos refirieron de viva voz o por escrito numerosos Sacerdotes, formando con el conjunto una sola narración. Ha sido un trabajo arduo, porque deseábamos reproducir con exactitud matemática cada una de las palabras, cada unión de una escena con la otra, el orden de los diferentes hechos, los avisos, los reproches, todas las ideas expuestas y no explicadas, entre las cuales no faltará alguna de las que se dejan sobrentender. ¿Hemos conseguido nuestro propósito? Podemos asegurar a los lectores que hemos buscado una sola cosa con la mayor diligencia, a saber: exponer con la mayor fidelidad posible las palabras de San Juan Bosco.
LAS PENAS DEL INFIERNO—AÑO 1887
Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo XVIII, págs. 284-285
En la mañana del tres de abril San Juan Bosco dijo a Viglietti que en la noche precedente no había podido descansar, pensando en un sueño espantoso que había tenido durante la noche del dos. Todo ello produjo en su organismo un verdadero agotamiento de fuerzas. —Si los jóvenes —le decía — oyesen el relato de lo que oí, o se darían a una vida santa o huirían espantados para no escucharlo hasta el fin. Por lo demás, no me es posible describirlo todo, pues sería muy difícil representar en su realidad los castigos reservados a los pecadores en la otra vida. El Santo vio las penas del infierno. Oyó primero un gran ruido, como de un terremoto. Por el momento no hizo caso, pero el rumor fue creciendo gradualmente, hasta que oyó un estruendo horroroso y prolongadísimo, mezclado con gritos de horror y espanto, con voces humanas inarticuladas que, confundidas con el fragor general, producían un estrépito espantoso. Desconcertado observó alrededor de sí para averiguar cuál pudiera ser la causa de aquel finís mundi, pero no vio nada de particular. El rumor, cada vez más ensordecedor, se iba acercando, y ni con los ojos ni con los oídos se podía precisar lo que sucedía.
San Juan Bosco continuó así su relato: —Vi primeramente una masa informe que poco a poco fue tomando la figura de una formidable cuba de fabulosas dimensiones: de ella salían los gritos de dolor. Pregunté espantado qué era aquello y qué significaba lo que estaba viendo. Entonces los gritos, hasta allí inarticulados, se intensificaron más haciéndose más precisos, de forma que pude oír estas palabras: —Multi gloriantur in terris et cremantur n igne. Después vi dentro de aquella cuba ingente, personas indescriptiblemente deformes. Los ojos se les salían de las órbitas; las orejas, casi separadas de la cabeza, colgaban hacia abajo; los brazos y las piernas estaban dislocadas de un modo fantástico. A los gemidos humanos se unían angustiosos maullidos de gatos, rugidos de leones, aullidos de lobos y alaridos de tigres, de osos y de otros animales.
Observé mejor y entre aquellos desventurados reconocí a algunos. Entonces, cada vez más aterrado, pregunté nuevamente qué significaba tan extraordinario espectáculo. Se me respondió: —Gemitibus inenarrabilibus famem patientur ut canes. Entretanto, con el aumento del ruido se hacía ante él más viva y más precisa la vista de las cosas; conocía mejor a aquellos infelices, le llegaban más claramente sus gritos, y su terror era cada vez más opresor. Entonces preguntó en voz alta: —Pero ¿no será posible poner remedio o aliviar tanta desventura? ¿Todos estos horrores y estos castigos están preparados para nosotros? ¿Qué debo hacer yo? —Sí —replicó una voz—, hay un remedio; sólo un remedio. Apresurarse a pagar las propias deudas con oro o con plata. —Pero estas son cosas materiales. —No; aurum et thus. Con la oración incesante y con la frecuente comunión se podrá remediar tanto mal. Durante este diálogo los gritos se hicieron más estridentes y el aspecto de los que los emitían era más monstruoso, de forma que, presa de mortal terror, se despertó. Eran ¡as tres de la mañana y no le fue posible cerrar más un ojo. En el curso de su relato, un temblor le agitaba todos los miembros, su respiración era afanosa y sus ojos derramaban abundantes lágrimas.
Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo IX, págs. 166-181)
En la noche del domingo tres de mayo, festividad del Patrocinio de San José, Don Bosco prosiguió el relato de cuanto había visto en los sueños:
— Debo contarles otra cosa — comenzó diciendo— que puede considerarse como consecuencia o continuación de cuanto les referí en las noches del jueves y delviernes, que me dejaron tan quebrantado que apenas si me podía tener en pie. Ustedes las pueden llamar sueños o como quieran; en suma, le pueden dar el nombre que les parezca.
Les hablé de un sapo espantoso que en la noche del 17 de abril amenazaba tragarme y cómo al desaparecer, una voz me dijo: — ¿Por qué no hablas? —Yo me volví hacia el lugar de donde había partido la voz y vi junto mi lecho a un personaje distinguido. Como hubiese entendido el motivo de aquel reproche, le pregunté: — ¿Qué debo decir a nuestros jóvenes?
— Lo que has visto y cuanto se te ha indicado en los últimos sueños y lo que deseas conocer, que te será revelado la noche próxima. Y se retiró. Yo, pues, al día siguiente pensaba continuamente en la mala noche que tendría que pasar y al llegar la hora no me determinaba a irme a acostar. Y así estuve en mi mesa de trabajo entretenido en algunas lecturas hasta la medianoche. Me llenaba de terror la idea de tener que contemplar nuevos espectáculos espantosos. Al fin, haciéndome violencia, me acosté.
Para no dormirme tan pronto, y por temor a que la imaginación me enfrascara en los sueños acostumbrados, dispuse la almohada de tal forma que estaba en el lecho casi sentado. Pero pronto, cansado como estaba, me dormí sin darme cuenta. Y he aquí que de pronto veo en la habitación, cerca de la cama, al hombre de la noche precedente, el cual me dijo:
—¡Levántate y vente conmigo! Yo le contesté: —Se lo pido por caridad. Déjeme tranquilo, estoy cansado. ¡Mire! Hace varios días que sufro de dolor de muelas. Déjeme descansar. He tenido unos sueños, espantosos y estoy verdaderamente agotado. Y decía estas cosas porque la aparición de este hombre es siempre indicio de grandes agitaciones, de cansancio y de terror. El tal me respondió: —¡Levántate, que no hay tiempo que perder! Entonces me levanté y lo seguí. Mientras caminábamos le pregunté: —¿Adonde quiere llevarme ahora? —Ven y lo verás. Y me condujo a un lugar en el cual se extendía una amplia llanura. Dirigí la mirada a mi alrededor, pero aquella región era tan grande que no se distinguían los confines de la misma. Era un vasto desierto. No se veía ni un alma viviente, ni una planta, ni un riachuelo; un poco de vegetación seca y amarillenta daba a aquella desolación un aspecto de tristeza. No sabía ni dónde me encontraba, ¿ ni qué era lo que iba a hacer. Durante unos instantes no vi a mi guía. Me pareció haberme perdido. No estaban conmigo ni Don Rua ni Don Francesia ni ningún otro.
Cuando he aquí que diviso a mi amigo que me sale al encuentro. Respiré y dije: —¿Dónde estoy? —Ven conmigo y lo sabrás. —Bien; iré contigo. El iba delante y yo le seguía sin chistar. (Después de un largo y triste viaje, San Juan Bosco, al pensar que tenía que atravesar una tan dilatada llanura pensaba para sí:) —¡Ay mis pobres muelas! Pobre de mí, con las piernas tan hinchadas... Pero, de pronto, se abrió ante mí un camino. Entonces interrumpí el silencio preguntando a mi guía: —¿Adonde vamos a ir ahora? —Por aquí— me dijo. Y penetramos por aquel camino. Era una senda hermosa, ancha, espaciosa y bien pavimentada. De un lado y de otro la flanqueaban dos magníficos setos verdes cubiertos de hermosas flores. En especial despuntaban las rosas entre las hojas por todas partes. Aquel sendero, a primera vista, parecía llano y cómodo, y yo me eché a andar por él sin sospechar nada. Pero después de caminar un trecho me di cuenta de que insensiblemente se iba haciendo cuesta abajo y aunque la marcha no parecía precipitada, yo corría con tanta facilidad que me parecía ir por el aire. Incluso noté que avanzaba casi sin mover los pies.
Nuestra marcha era, pues, veloz. Pensando entonces que el volver atrás por un camino semejante hubiera sido cosa fatigosa y cansada, dije a mi amigo: —¿Cómo haremos para regresar al Oratorio? —No te preocupes —me dijo—, el Señor es omnipotente y querrá que vuelvas a él. El que te conduce y te enseña a proseguir adelante, sabrá también llevarte hacia atrás. El camino descendía cada vez más. Proseguíamos la marcha entre las flores y las rosas cuando vi que me seguían por el mismo sendero todos los jóvenes del Oratorio y otros numerosísimos compañeros a los cuales ya jamás había visto. Pronto me encontré en medio de ellos. Mientras los observaba veo que de repente, ora uno otra otro, comienzan a caer al suelo, siendo arrastrados por una fuerza invisible que los llevaba hacia una horrible pendiente que se veía aún en lontananza y que conducía a aquellos infelices de cabeza a un horno. —¿Qué es lo que hace caer a estos jóvenes?— pregunté al guía. —Acércate un poco— me respondió. Me acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban al ras del suelo y otros a la altura de la cabeza; estos lazos no se veían. Por tanto, muchos de los muchachos al andar quedaban presos por aquellos lazos, sin darse cuenta del peligro, y en el momento de caer en ellos daban un salto y después rodaban al suelo con las piernas en alto y cuando se levantaban corrían precipitadamente hacia el abismo. Algunos quedaban presos, prendidos por la cabeza, por una pierna, por el cuello, por las manos, por un brazo, por la cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia la pendiente.
Los lazos colocados en el suelo parecían de estopa, apenas visibles, semejantes a los hilos de la araña y, al parecer, inofensivos. Y con todo, pude observar que los jóvenes por ellos prendidos caían a tierra. Yo estaba atónito, y el guía me dijo: —¿Sabes qué es esto? —Un poco de estopa— respondí. —Te diría que no es nada —añadió—; el respeto humano, simplemente. Entretanto, al ver que eran muchos los que continuaban cayendo en aquellos lazos, le pregunté al desconocido: —¿Cómo es que son tantos los que quedan prendidos en esos hilos? ¿Qué es lo que los arrastra de esa manera? Y él: —Acércate más; obsérvalo bien y lo verás. Lo hice y añadí: —Yo no veo nada. —Mira mejor— me dijo el guía. Tomé, en efecto, uno de aquellos lazos en la mano y pude comprobar que no daba con el otro extremo; por el contrario, me di cuenta de que yo también era arrastrado por él. Entonces seguí la dirección del hilo y llegué a la boca de una espantosa caverna. Y me detuve porque no quería penetrar en aquella vorágine y tiré hacia mí de aquel hilo y noté que cedía, pero había que hacer mucha fuerza. Y he aquí que después de haber tirado mucho, salió fuera, poco a poco, un horrible monstruo que infundía espanto, el cual mantenía fuertemente cogido con sus garras la extremidad de una cuerda a la que estaban ligados todos aquellos hilos. Era este monstruo quien apenas caía uno en aquellas redes lo arrastraba inmediatamente hacia sí. Entonces me dije: —Es inútil intentar hacer frente a la fuerza de este animal, pues no lograré vencerlo; será mejor combatirlo con la señal de la Santa Cruz y con jaculatorias.
Me volví, por tanto, junto a mi guía, el cual me dijo: —¿Sabes ya quién es? —¡Oh, sí que lo sé!, —le respondí—. Es el Demonio quien tiende estos lazos para hacer caer a mis jóvenes en el infierno. Examiné con atención los lazos y vi que cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de la soberbia, de la desobediencia, de la envidia, del sexto mandamiento, del hurto, de la gula, de la pereza, de la ira, etc. Hecho esto me eché un poco hacia atrás para ver cuál de aquellos lazos era el que causaba mayor número de víctimas entre los jóvenes, y pude comprobar que era el de la deshonestidad (impureza), la desobediencia y la soberbia. A este último iban atados otros dos. Después de esto vi otros lazos que causaban grandes estragos, pero no tanto como los dos primeros. Desde mi puesto de observación vi a muchos jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás. Y pregunté: —¿Por qué esta diferencia? —Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano— me fue respondido. Mirando aún con mayor atención vi que entre aquellos lazos había esparcidos muchos cuchillos, que manejados por una mano providencial cortaban o rompían los hilos. El cuchillo más grande procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba la meditación. Otro cuchillo, también muy grande, pero no tanto como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha. Había también dos espadas. Una de ellas representaba la devoción al Santísimo Sacramento, especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción a la Virgen María. Había, además, un martillo: la confesión; y otros cuchillos símbolos de las varias devociones a San José, a San Luis, etc., etc.
Con estas armas no pocos rompían los lazos al quedar prendidos en ellos, o se defendían para no ser víctimas de los mismos. En efecto, vi a dos jóvenes que pasaban entre aquellos lazos de forma que jamás quedaban presos en ellos; bien lo hacían antes de que el lazo estuviese tendido, y si lo hacían cuando éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de forma que les caía sobre los hombros, o sobre las espaldas, o en otro lado diferente sin lograr capturarlos.Cuando el guía se dio cuenta de que lo había observado todo, me hizo continuar el camino flanqueado de rosas; pero a medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez más raras, empezando a aparecer punzantes espinas. Finalmente, por mucho que me fijé no descubrí ni una rosa y, en el último tramo, el seto se había tornado completamente espinoso, quemado por el sol y desprovisto de hojas; después, de los matorrales ralos y secos, partían ramajes que al tenderse por el suelo lo cubrían, sembrándolo de espinas de tal forma que difícilmente se podía caminar. Habíamos llegado a una hondonada cuyos acantilados ocultaban todas las regiones circundantes; y el camino, que descendía cada vez de una manera más pronunciada, se hacía tan horrible, tan poco firme y tan lleno de baches, de salientes, de guijarros y de piedras rodadas, que dificultaba cada vez más la marcha. Había perdido ya de vista a todos mis jóvenes; muchísimos de ellos habían logrado salir de aquella senda insidiosa, dirigiéndose por otros atajos.
Yo continué adelante. Cuanto más avanzaba más áspera era la bajada y más pronunciada, de forma que algunas veces me resbalaba, cayendo al suelo, donde permanecía sentado un rato para tomar un poco de aliento. De cuando en cuando el guía acudía en mi auxilio y me ayudaba a levantarme. A cada paso se me encogían los tendones y me parecía que se me iban a descoyuntar los huesos de las piernas. Entonces dije anhelante a mí guía: —Querido, las iernas se niegan a sostenerme. Me encuentro tan falto de fuerzas que no será posible continuar el viaje. El guía no me contestó, sino que, animándome, prosiguió su camino, hasta que al verme cubierto de sudor y víctima de un cansancio mortal, me llevó a un pequeño promontorio que se alzaba en el mismo camino. Me senté, lancé un hondo suspiro y me pareció haber descansado suficientemente. Entretanto observaba el camino que había recorrido ya; parecía cortado a pico, cubierto de guijarros y de piedras puntiagudas. Consideraba también el camino que me quedaba por recorrer, cerrando los ojos de espanto, exclamando: —Volvamos atrás, por caridad. Si seguimos adelante, ¿cómo haremos para llegar al Oratorio? ¡Es imposible que yo pueda emprender después esta subida! Y el guía me contestó resueltamente: —Ahora que hemos llegado aquí, ¿quieres quedarte solo? Ante esta amenaza repliqué en tono suplicante: —¿Sin ti cómo podría volver atrás o continuar el viaje? —Pues bien, sigúeme— añadió el guía. Me levanté y continuamos bajando.
El camino era cada vez más horriblemente pedregoso, de forma que apenas si podía permanecer de pie. Y he aquí que al fondo de este precipicio, que terminaba en un oscuro valle, aparece un edificio inmenso que mostraba ante nuestro camino una puerta altísima y cerrada. Llegamos al fondo del precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda, de color verdoso, se elevaba sobre aquellos murallones recubiertos de sanguinolentas llamas de fuego. Levanté mis ojos a aquellas murallas y pude comprobar que eran altas como una montaña y más aún. San Juan Bosco preguntó al guía: —¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es esto? —Lee lo que hay escrito sobre aquella puerta —me respondió— , y la inscripción te hará comprender dónde estamos. Miré y sobre la puerta se leía: Ubi non est redemptio. Me di cuenta de que estábamos a las puertas del infierno. El guía me acompañó a dar una vuelta alrededor de los muros de aquella horrible ciudad. De cuando en cuando, a una regular distancia, se veía una puerta de bronce, como la primera, al pie de una peligrosa bajada, y cada una de ellas tenía encima una inscripción diferente. Discedite, maledicti, in ignem aeternum qui paratus est diabolo et angelis eius... Omnis arbor quae non facit fructum bonum excidetur et in ignem mittetur.
Yo saqué la libreta para anotar aquellas inscripciones, pero el guía me dijo: —¡Detente! ¿Qué haces? —Voy a tomar nota de esas inscripciones. —No hace falta: las tienes todas en la Sagrada Escritura; incluso tú has hecho grabar algunas bajo los pórticos. Ante semejante espectáculo habría preferido volver atrás y encaminarme al Oratorio, pero el guía no se volvió, a pesar de que yo había dado ya algunos pasos en sentido contrario al que habíamos llevado hasta entonces. Recorrimos un inmenso y profundísimo barranco y nos encontramos nuevamente al pie del camino pendiente que habíamos recorrido y delante de la puerta que vimos en primer lugar. De pronto el guía se volvió hacia atrás con el rostro demudado y sombrío, me indicó con la mano que me retirara, diciéndome al mismo tiempo: —¡Mira! Tembloroso, miré hacia arriba y, a cierta distancia, vi que por aquel camino en declive bajaba uno a toda velocidad. Conforme se iba acercando intenté identificarlo y finalmente pude reconocer en él a uno de mis jóvenes. Llevaba los cabellos desgreñados, en parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia atrás por efecto del viento y los brazos tendidos hacia adelante, en actitud como de quien nada para salvarse del naufragio. Quería detenerse y no podía. Tropezaba continuamente con los guijarros salientes del camino y aquellas piedras servían para darle un mayor impulso en la carrera. —Corramos, detengámoslo, ayudémosle— gritaba yo tendiendo las manos hacia él. Y el guía: —No; déjalo. —¿Y por qué no puedo detenerlo? —¿No sabes lo tremenda que es la venganza de Dios? ¿Crees que podrías detener a uno que huye de la ira encendida del Señor? Entretanto aquel joven, volviendo la cabeza hacia atrás y mirando con los ojos encendidos si la ira de Dios le seguía siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del camino, como si no hubiese encontrado en su huida otra solución que ir a dar contra aquella puerta de bronce. —¿Y por qué mira hacia atrás con esa cara de espanto?, — pregunte yo—. —Porque la ira de Dios traspasa todas las puertas del infierno e irá a atormentarle aún en medio del fuego.
En efecto, como consecuencia de aquel choque, entre un ruido de cadenas, la puerta se abrió de par en par. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo, haciendo un horrible fragor, dos, diez, cien, mil, otras puertas impulsadas por el choque del joven, que era arrastrado por un torbellino invisible, irresistible, velocísimo. Todas aquellas puertas de bronce, que estaban una delante de otra, aunque a gran distancia, permanecieron abiertas por un instante y yo vi, allá a lo lejos, muy lejos, como la boca de un horno, y mientras el joven se precipitaba en aquella vorágine pude observar que de ella se elevaban numerosos globos de fuego. Y las puertas volvieron a cerrarse con la misma rapidez con que se habían abierto. Entonces yo tomé la libreta para apuntar el nombre y el apellido de aquel infeliz, pero el guía me tomó del brazo y me dijo: —Detente —me ordenó— y observa de nuevo. Lo hice y pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar precipitadamente por la misma senda a tres jóvenes de nuestras casas que en forma de tres peñascos rodaban rapidísimamente uno detrás del otro. Iban con los brazos abiertos y gritaban de espanto. Llegaron al fondo y fueron a chocar con la primera puerta. San Juan Bosco al instante conoció a los tres. Y la puerta se abrió y después de ella las otras mil; los jóvenes fueron empujados a aquella larguísima galería, se oyó un prolongado ruido infernal que se alejaba cada vez más, y aquellos infelices desaparecieron y las puertas se cerraron.
Muchos otros cayeron después de éstos de cuando en cuando... Vi precipitarse en el infierno a un pobrecillo impulsado por los empujones de un pérfido compañero. Otros caían solos, otros acompañados; otros cogidos del brazo, otros separados, pero próximos. Todos llevaban escrito en la frente el propio pecado. Yo los llamaba afanosamente mientras caían en aquel lugar. Pero ellos no me oían, retumbaban las puertas infernales al abrirse y al cerrarse se hacía un silencio de muerte. —He aquí las causas principales de tantas ruinas eternas —exclamó mi guía—: los compañeros, las malas lecturas (y malos programas de televisión e internet e impureza y pornografía y anticonceptivos y fornicación y adulterios y sodomía y asesinatos de aborto y herejías) y las perversas costumbres. Los lazos que habíamos visto al principio eran los que arrastraban a los jóvenes al precipicio. Al ver caer a tantos de ellos, dije con acento de desesperación: —Entonces es inútil que trabajemos en nuestros colegios, si son tantos los jóvenes que tienen este fin. ¿No habrá manera de remediar la ruina de estas almas? Y el guía me contestó: —Este es el estado actual en que se encuentran y si mueren en él vendrán a parar aquí sin remedio. —¡Oh, déjame anotar los nombres para que yo les pueda avisar y ponerlos en la senda que conduce al Paraíso! —¿Y crees tú que algunos se corregirían si les avisaras? Al principio el aviso les impresionará; después no harán bcaso, diciendo: se trata de un sueño. Y se tornarán peores que antes. Otros, al verse descubiertos, frecuentarán los Sacramentos, pero no de una manera spontánea y meritoria, porque no proceden rectamente.
Otros se confesarán por un temor pasajero a caer en el infierno, pero seguirán con el corazón apegado al pecado. —¿Entonces para estos desgraciados no hay remisión? Dame algún aviso para que puedan salvarse. —Helo aquí: tienen los superiores, que los obedezcan; tienen el reglamento, que lo observen; tienen los Sacramentos, que los frecuenten. Entretanto, como se precipitase al abismo un nuevo grupo de jóvenes, las puertas permanecieron abiertas durante un instante y: —Entra tú también— me dijo el guía. Yo me eché atrás horrorizado. Estaba impaciente por regresar al Oratorio para avisar a los jóvenes y detenerles en aquel camino; para que no siguieran rodando hacia la perdición. Pero el guía me volvió a insistir: —Ven, que aprenderás más de una cosa. Pero antes dime: ¿Quieres proseguir solo o acompañado? Esto me lo dijo para que yo reconociese la insuficiencia de mis fuerzas y al mismo tiempo la necesidad de su benévola asistencia; a lo que contesté: —¿Me he de quedar solo en ese lugar de horror? ¿Sin el consuelo de tu bondad? ¿Y quién me enseñará el camino del retorno? Y de pronto me sentí lleno de valor pensando para mí: —Antes de ir al infierno es necesario pasar por el juicio y yo no me he presentado todavía ante el Juez Supremo.
Después exclamé resueltamente: —¡Entremos, pues! Y penetramos en aquel estrecho y horrible corredor. Corríamos con la velocidad del rayo. Sobre cada una de las puertas del interior lucía con luz velada una inscripción amenazadora. Cuando terminamos de recorrerlo desembocamos en un amplio y tétrico patio, al fondo del cual se veía una rústica portezuela, cuyas hojas eran de un grosor como jamás había visto y encima de la cual se leía esta inscripción: Ibunt impii in ignem aeternum. Los muros en todo su perímetro estaban recubiertos de inscripciones. Yo pedí a mi guía permiso para leerlas y éste me contestó: —Haz como te plazca. Entonces lo examiné todo. En cierto sitio vi escrito lo siguiente: Dabo ignem in carnes eorum ut comburantur in sempiternum. Cruciabuntur die ac nocte in saecula saeculorum. Y en otro lugar: Hic univérsitas malorum per omnia saecula saeculorum. En otros: Nullus est hic ordo, sed horror sempiternus inhabitat. — Fumus tormentorum suorum in aeternum ascendit. —Non est pax impiis. — Clamor et stridor dentium. Mientras yo daba la vuelta alrededor de los muros leyendo estas inscripciones, el guía, que se había quedado en el centro del patio, se acercó a mí y me dijo: —Desde ahora en adelante nadie podrá tener un compañero que le ayude, un amigo que le consuele, un corazón que le ame, una mirada compasiva, una palabra benévola: hemos pasado la línea. ¿Tú quieres ver o probar? —Quiero ver solamente— respondí. —Ven, pues, conmigo— añadió el amigo, y tomándome de la mano me condujo ante aquella puertecilla y la abrió. Esta ponía en comunicación con un corredor en cuyo fondo había una gran cueva cerrada por una larga ventana con un solo cristal que llegaba desde el suelo hasta la bóveda y a través del cual se podía mirar dentro. Atravesé el dintel y avanzando un paso me detuve preso de un terror indescriptible. Vi ante mis ojos una especie de caverna inmensa que se perdía en las profundidades cavadas en las entrañas de los montes, todas llenas de fuego, pero no como el que vemos en la tierra con sus llamas movibles, sino de una forma tal que todo lo dejaba incandescente y blanco a causa de la elevada temperatura. Muros, bóvedas, pavimento, herraje, piedras, madera, carbón; todo estaba blanco y brillante. Aquel fuego sobrepasaba en calores millares y millares de veces al fuego de la tierra sin consumir ni reducir a cenizas nada de cuanto tocaba.
Me sería imposible describir esta caverna en toda su espantosa realidad. Mientras miraba atónito aquel lugar de tormento veo llegar con indecible ímpetu un joven que casi no se daba cuenta de nada, lanzando un grito agudísimo, como quien estaba para caer en un lago de bronce hecho líquido, y que precipitándose en el centro, se torna blanco como toda la caverna y queda inmóvil, mientras que por un momento resonaba en el ambiente el eco de su voz mortecina. Lleno de horror contemplé un instante a aquel desgraciado y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos. —Pero ¿este no es uno de mis jóvenes?, —pregunté al guía—. ¿No es fulano? —Sí, sí— me respondió. —¿Y por qué no cambia de posición? ¿Por qué está incandescente sin consumirse? Y él: —Tú elegiste el ver y por eso ahora no debes hablar; observa y verás. Por lo demás omnis enim igne salietur et omnis victima sale salietur. Apenas si había vuelto la cara y he aquí otro joven con una furia desesperada y a grandísima velocidad que corre y se precipita a la misma caverna. También éste pertenecía al Oratorio. Apenas cayó no se movió más. Este también lanzó un grito de dolor y su voz se confundió con el último murmullo del grito del que había caído antes. Después llegaron con la misma precipitación otros, cuyo número fue en aumento y todos lanzaban el mismo grito y permanecían inmóviles, incandescentes, como los que les habían precedido. Yo observé que el primero se había quedado con una mano en el aire y un pie igualmente suspendido en alto. El segundo quedó como encorvado hacia la tierra.
Algunos tenían los pies por alto, otros el rostro pegado al suelo. Quiénes estaban casi suspendidos sosteniéndose de un solo pie o de una sola mano; no faltaban los que estaban sentados o tirados; unos apoyados sobre un lado, otros de pie o de rodillas, con las manos entre los cabellos. Había, en suma, una larga fila de muchachos, como estatuas en posiciones muy dolorosas. Vinieron aún otros muchos a aquel horno, parte me eran conocidos y parte desconocidos. Me recordé entonces de lo que dice la Biblia, que según se cae la primera vez en el infierno así se permanecerá para siempre: Lignum, in quocumque loco cecíderit, ibi erit. Al notar que aumentaba en mí el espanto, pregunté al guía: —¿Pero éstos, al correr con tanta velocidad, no se dan cuenta que vienen a parar aquí? —¡Oh!, sí que saben que van al fuego; les avisaron mil veces, pero siguen corriendo voluntariamente al no detestar el pecado y al no quererlo abandonar, al despreciar y rechazar la Misericordia de Dios que los llama a penitencia, y, por tanto, la justicia Divina, al ser provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y no se pueden parar hasta llegar a este lugar. —¡Oh, qué terrible debe de ser la desesperación de estos desgraciados que no tienen ya esperanza de salir de aquí!—, exclamé. —¿Quieres conocer la furia íntima y el frenesí de sus almas? Pues, acércate un poco más—, me dijo el guía.
Di algunos pasos hacia adelante y acercándome a la ventana vi que muchos de aquellos miserables se propinaban mutuamente tremendos golpes, causándose terribles heridas, que se mordían como perros rabiosos; otros se arañaban el rostro, se destrozaban las manos, se arrancaban las carnes arrojando con despecho los pedazos por el aire. Entonces toda la cobertura de aquella cueva se había trocado como de cristal a través del cual se divisaba un trozo de cielo y las figuras luminosas de los compañeros que se habían salvado para siempre. Y aquellos condenados rechinaban los dientes de feroz envidia, respirando afanosamente, porque en vida hicieron a los justos blanco de sus burlas. Yo pregunté al guía: —Dime, ¿por qué no oigo ninguna voz? —Acércate más— me gritó. Me aproximé al cristal de la ventana y oí cómo unos gritaban y lloraban entre horribles contorsiones; otros blasfemaban e imprecaban a los Santos. Era un tumulto de voces y de gritos estridentes y confusos que me indujo a preguntar a mi amigo: —¿Qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que gritan? Y él: —Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se ven obligados a confesar: Nos insensatii vitam illorum aestimabamus insaniam et finem illorum sine honore. Ecce quómodo computati sunt ínter filios Dei et ínter sanctos sors illorum est. Ergo errávimus a via veritatis. Por eso gritan: Lassati sumus in via iniquitatis et perditionis. Erravimus per vias difficiles, viam autem Domini ignoravimus. Quid nobis profuit superbia? Transierunt omnia illa tamquam umbra. Estos son los cánticos lúgubres que resonarán aquí por toda la eternidad. Pero gritos, esfuerzos, llantos son ya completamente inútiles. Omnis dolor irruet super eos! Aquí no cuenta el tiempo, aquí sólo impera la eternidad. Mientras lleno de horror contemplaba el estado de muchos de mis jóvenes, de pronto una idea floreció en mi mente. —¿Cómo es posible —dije— que los que se encuentran aquí estén todos condenados? Esos jóvenes, ayer por la noche estaban aún vivos en el Oratorio. Y el guía me contestó:
—Todos ésos que ves ahí son los que han muerto a la gracia de Dios y si les sorprendiera la muerte y si continuasen obrando como al presente, se condenarían. Pero no perdamos tiempo, prosigamos adelante. Y me alejó de aquel lugar por un corredor que descendía a un profundo subterráneo conduciendo a otro aún más bajo, a cuya entrada se leían estas palabras: Vermis eorum non moritur, et ignis non extinguitur... Dabit Dominus omnipotens ignem et vermes in carnes eorum, ut urantur et sentiant usque in sempiternum. Aquí se veían los atroces remordimientos de los que fueron educados en nuestras casas. El recuerdo de todos y cada uno de los pecados no perdonados y de la justa condenación; de haber tenido mil medios y muchos extraordinarios para convertirse al Señor, para perseverar en el bien, para ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias y promesas concedidas y hechas a María Santísima y no correspondidas. ¡El haberse podido salvar a costa de un pequeño sacrificio y, en cambio, estar condenado para siempre! ¡Recordar tantos buenos propósitos hechos y no mantenidos! ¡Ah! De buenas intenciones completamente ineficaces está lleno el infierno, dice el proverbio. Y allí volví a contemplar a todos los jóvenes del Oratorio que había visto poco antes en el horno, algunos de los cuales me están escuchando ahora, otros estuvieron aquí con nosotros y a otros muchos no los conocía. Me adelanté y observé que odos estaban cubiertos de gusanos y de asquerosos insectos que les devoraban y consumían el corazón, los ojos, las manos, las piernas, los brazos y todos los miembros, dejándolos en un estado tan miserable que no encuentro palabras para describirlo.
Aquellos desgraciados permanecían inmóviles, expuestos a toda suerte de molestias, sin poderse defender de ellas en modo alguno. Yo avancé un poco más, acercándome para que me viesen, con la esperanza de poderles hablar y de que me dijesen algo, pero ellos no solamente no me hablaron sino que ni siquiera me miraron. Pregunté entonces al guía la causa de esto y me fue respondido que en el otro mundo no existe libertad alguna para los condenados: cada uno soporta allí todo el peso del castigo de Dios sin variación alguna de estado y no puede ser de otra manera. Y añadió: —Ahora es necesario que desciendas tú a esa región de fuego que acabas de contemplar. —¡No, no!, —repliqué aterrado—. Para ir al infierno es necesario pasar antes por el juicio, y yo no he sido juzgado aún. ¡Por tanto no quiero ir al infierno! —Dime —observó mi amigo—, ¿te parece mejor ir al infierno y libertar a tus jóvenes o permanecer fuera de él abandonándolos en medio de tantos tormentos? Desconcertado con esta propuesta, respondí: —¡Oh, yo amo mucho a mis queridos jóvenes y deseo que todos se salven! ¿Pero, no podríamos hacer de manera que no tuviésemos que ir a ese lugar de tormento ni yo ni los demás? —Bien —contestó mi amigo—, aún estás a tiempo, como también lo están ellos, con tal que tú hagas cuanto puedas. Mi corazón se ensanchó al escuchar tales palabras y me dije inmediatamente: Poco importa el trabajo con tal de poder librar a mis queridos hijos de tantos tormentos. —Ven, pues —continuó mi guía—, y observa una prueba de la bondad y de la Misericordia de Dios, que pone en juego mil medios para inducir a penitencia a tus jóvenes y salvarlos de la muerte eterna. Y tomándome de la mano me introdujo en la caverna. Apenas puse el pie en ella me encontré de improviso transportado a una sala magnífica con puertas de cristal. Sobre ésta, a regular distancia, pendían unos largos velos que cubrían otros tantos departamentos que comunicaban con la caverna.
El guía me señaló uno de aquellos velos sobre el cual se veía escrito: Sexto Mandamiento; y exclamó: —La falta contra este Mandamiento: he aquí la causa de la ruina eterna de tantos jóvenes. —Pero ¿no se han confesado? —Se han confesado, pero las culpas contra la bella virtud las han confesado mal o las han callado de propósito. Por ejemplo: uno, que cometió cuatro o cinco pecados de esta clase, dijo que sólo había faltado dos o tres veces. Hay algunos que cometieron un pecado impuro en la niñez y sintieron siempre vergüenza de confesarlo, o lo confesaron mal o no lo dijeron todo. Otros no tuvieron el dolor o el propósito suficiente. Incluso algunos, en lugar de hacer el examen, estudiaron la manera de engañar al confesor. Y el que muere con tal resolución lo único que consigue es contarse en el número de los réprobos por toda la eternidad. Solamente los que, arrepentidos de corazón, mueren con la esperanza de la eterna salvación, serán eternamente felices. ¿Quieres ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la Misericordia de Dios? Levantó un velo y vi un grupo de jóvenes del Oratorio, todos los cuales me eran conocidos, que habían sido condenados por esta culpa. Entre ellos había algunos que ahora, en apariencia, observan buena conducta. —Al menos ahora —le supliqué— me dejarás escribir los nombres de esos jóvenes para poder avisarles en particular. —No hace falta— me respondió. —Entonces, ¿qué les debo decir? —Predica siempre y en todas partes contra la inmodestia. Basta avisarles de una manera general y no olvides que aunque lo hicieras particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre sinceramente. Para conseguir un propósito decidido se necesita la gracia de Dios, la cual no faltará nunca a tus jóvenes si ellos se la piden.
Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su poder en el compadecer y en perdonar. Oración y sacrificio, pues, por tu parte. Y los jóvenes que escuchen tus amonestaciones y enseñanzas, que pregunten a sus conciencias y éstas les dirán lo que deben hacer. Y seguidamente continuó hablando por espacio de casi media hora sobre las condiciones necesarias para hacer una buena confesión. El guía repitió después varias veces en voz alta: —Avertere!... Avertere!... —¿Qué quiere decir eso? —¡Que cambien de vida!... ¡Que cambien de vida!... Yo, confundido ante esta revelación, incliné la cabeza y estaba para retirarme cuando el desconocido me volvió a llamar y me dijo: —Todavía no lo has visto todo. Y volviéndose hacia otra parte levantó otro gran velo sobre el cual estaba escrito: Qui volunt díuites fieri, íncidunt in tentationem et láqueum diáboli. Leí esta sentencia y dije: —Esto no interesa a mis jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no somos ricos ni buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasa por la imaginación semejante deseo!
Al correr el velo vi al fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos, que sufrían como los primeros que contemplé, y el guía me contestó: —Sí, también interesa esa sentencia a tus muchachos. —Explícame entonces el significado del término divites. Y él: —Por ejemplo, algunos de tus jóvenes tienen el corazón apegado a un objeto material, de forma que este afecto desordenado le aparta del amor a Dios, faltando, por tanto, a la piedad y a la mansedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con el uso de las riquezas, sino también con el deseo inmoderado de las mismas, tanto más si este deseo va contra la virtud de la justicia. Tus jóvenes son pobres, pero has de saber que la gula y el ocio son malos consejeros. Hay algunos que en el propio pueblo se hicieron culpables de hurtos considerables y a pesar de que pueden hacerlo no se han preocupado de restituir. Hay quienes piensan en abrir con las ganzúas la despensa y quien intenta penetrar en la habitación del Prefecto o del Ecónomo; quienes registran los baúles de los compañeros para apoderarse de comestibles, dinero y otros objetos; quien hace acopio de cuadernos y de libros para su uso... Y después de decirme el nombre de estos y de otros más, continuó: —Algunos se encuentran aquí por haberse apropiado de prendas de vestir, de ropa blanca, de mantas y manteles que pertenecían al Oratorio, para mandarlas a sus casas. Algunos, por algún otro grave daño que ocasionaron voluntariamente y no lo repararon. Otros, por no haber restituido objetos y cosa que habían pedido a título de préstamo, o por haber retenido sumas de dinero que les habían sido confiadas para que las entregasen al Superior.
Y concluyó diciendo: —Y puesto que conoces el nombre de los tales, avísales, diles que desechen los deseos inútiles y nocivos; que sean obedientes a la ley de Dios y celosos del propio honor, de otra forma la codicia los llevará a mayores excesos, que les sumergirán en el dolor, en la muerte y en la perdición. Yo no me explicaba cómo por ciertas cosas a las que nuestros jóvenes daban tan poca importancia hubiese aparejados castigos tan terribles. Pero el amigo interrumpió mis reflexiones diciéndome: —Recuerda lo que se te dijo cuando contemplabas aquellos racimos de la vid echados a perder—, y levantó otro velo que ocultaba a otros muchos de nuestros jóvenes, a los cuales conocí inmediatamente por pertenecer al Oratorio. Sobre aquel velo estaba escrito: Radix omnium malorum. E inmediatamente me preguntó: —¿Sabes qué significa esto? ¿Cuál es el pecado designado por esta sentencia? —Me parece que debe ser la oberbia. —No, me respondió.—Pues yo siempre he oído decir que la raíz de todos los pecados es la soberbia.—Sí; en general se dice que es la soberbia; pero en particular, ¿sabes qué fue lo que hizo caer a Adán y a Eva en el primer pecado, por lo que fueron arrojados del Paraíso terrenal? —La desobediencia. —Cierto; la desobediencia es la raíz de todos los males. —¿Qué debo decir a mis jóvenes sobre esto? —Presta atención.
Aquellos jóvenes los cuales tú ves que son desobedientes se están preparando un fin tan lastimoso como éste. Son los que tú crees que se han ido por la noche a descansar y, en cambio, a horas de la madrugada se bajan a pasear por el patio, sin preocuparse de que es una cosa prohibida por el reglamento; son los que van a lugares peligrosos, sobre los andamios de las obras en construcción, poniendo en peligro incluso la propia vida. Algunos, según lo establecido, van a la iglesia, pero no están en ella como deben, en lugar de rezar están pensando en cosas muy distintas de la oración y se entretienen en fabricar castillos en el aire; otros estorban a los demás. Hay quienes de lo único que se preocupan es de buscar un lugar cómodo para poder dormir durante el tiempo de las funciones sagradas; otros crees tú que van a la iglesia y, en cambio, no aparecen por ella. ¡Ay del que descuida la oración! ¡El que no reza se condena! Hay aquí algunos que en vez de cantar las divinas alabanzas y las Vísperas de la Virgen María, se entretienen en leer libros nada piadosos, y otros, cosa verdaderamente vergonzosa, pasan el tiempo leyendo obras prohibidas (¡hasta pornografía!). Y siguió enumerando otras faltas contra el reglamento, origen de graves desórdenes. Cuando hubo terminado, yo le miré conmovido y él clavando sus ojos en mí, prestó atención a mis palabras. —¿Puedo referir todas estas cosas a mis jóvenes?—, le pregunté. —Sí, puedes decirles todo cuanto recuerdes. —¿Y qué consejos he de darles para que no les sucedan tan grandes desgracias? —Debes insistir en que la obediencia a Dios, a la Iglesia, a los padres y a los superiores, aún en cosas pequeñas, los salvará. —¿Y qué más? —Les dirás que eviten el ocio, que fue el origen del pecado del Santo Rey David: incúlcales que estén siempre ocupados, pues así el demonio no tendrá tiempo para tentarlos.
Yo, haciendo una inclinación con la cabeza, se lo prometí. Me encontraba tan emocionado que dije a mi amigo: —Te agradezco la caridad que has usado para conmigo y te ruego que me hagas salir de aquí. El entonces me dijo: —¡Ven conmigo!—, y animándome, me tomó de la mano y me ayudó a proseguir porque me encontraba agotado. Al salir de la sala y después de atravesar en un momento el hórrido patio y el largo corredor de entrada, antes de trasponer el dintel de la última puerta de bronce, se volvió de nuevo a mí y exclamó: —Ahora que has visto los tormentos de los demás, es necesario que pruebes un poco lo que se sufre en el infierno. —¡No, no!—, grité horrorizado. El insistía y yo me negaba siempre. —No temas —me dijo—; prueba solamente, toca esta muralla. Yo no tenía valor para hacerlo y quise alejarme, pero el guía me detuvo insistiendo: —A pesar de todo, es necesario que pruebes lo que te he dicho— y aferrándome resueltamente por un brazo, me acercó al muro mientras decía: —Tócalo una sola vez, al menos para que puedas decir que estuviste visitando las murallas de los suplicios eternos, y para que puedas comprender cuan terrible será la última si así es la primera. ¿Ves esa muralla? Me fijé atentamente y pude comprobar que aquel muro era de espesor colosal.
El guía prosiguió: —Es el milésimo primero antes de llegar adonde está el verdadero fuego del infierno. Son mil muros los que lo rodean. Cada muro es mil medidas de espesor y de distancia el uno del otro, y cada medida es de mil millas; este está a un millón de millas del verdadero fuego del infierno y por eso apenas es un mínimo principio del infierno mismo. Al decir esto, y como yo me echase atrás para no tocar, me tomo la mano, me la abrió con fuerza y me la acercó a la piedra de aquel milésimo muro. En aquel instante sentí una quemadura tan intensa y dolorosa que saltando hacia atrás y lanzando un grito agudísimo, me desperté. Me encontré sentado en el lecho y pareciéndome que la mano me ardía, la restregaba contra la otra para aliviarme de aquella sensación. Al hacerse de día, pude comprobar que mi mano, en realidad, estaba hinchada, y la impresión imaginaria de aquel fuego me afectó tanto que cambié la piel de la palma de la mano derecha. Tengan presente que no les he contado las cosas con toda su horrible crueldad, ni tal como ¡as vi y de la forma que me impresionaron, para no causar en ustedes demasiado espanto. Nosotros sabemos que el Señor no nombró jamás el infierno sino valiéndose de símbolos, porque aunque nos lo hubiera descrito como es, nada hubiéramos entendido. Ningún mortal puede comprender estas cosas. El Señor las conoce y tas puede manifestar a quien quiere. Durante muchas noches consecutivas, y siempre presa de la mayor turbación, o pude dormir a causa del espanto que se había apoderado de mi ánimo. Les he contado solamente el resumen de lo que he visto en sueños de mucha duración; puede decirse que de todos ellos les he hecho un breve compendio. Más adelante les hablaré sobre el respeto humano, y de cuanto se relaciona con el sexto y séptimo Mandamiento y con la soberbia. No haré otra cosa más que explicar estos sueños, pues están de acuerdo con la Sagrada Escritura, aún más, no son otra cosa que un comentario de cuanto en ella se lee respecto a esta materia. Durante estas noches les he contado ya algo, pero de cuando en cuando vendré a hablarles y les narraré lo que falta, dándoles la explicación consiguiente.
Como lo prometió, así lo hizo —continúa Don Lemoyne —. Seguidamente expuso este mismo sueño a los jóvenes de Mirabello y de Lanzo, pero resumiendo la narración. Repitió cuanto había visto sin hacer cambios notables, no faltando tampoco algunas variantes. Al narrarlo privadamente a sus Sacerdotes y Clérigos, añadía algunos detalles más. En muchas ocasiones omitía algunas cosas y en otras ponía de manifestó otras. En la descripción de los lazos introdujo una nueva idea sobre la argucia del Demonio y de la manera de arrastrar a los jóvenes hacia el infierno, hablando de las malas costumbres. De muchas escenas no dio explicación: por ejemplo, de los personajes de agradable aspecto que se encontraban en la sala magnífica y que nosotros nos atreveríamos a decir que simbolizan: El tesoro de la Misericordia de Dios, para salvar a los jóvenes que de otra manera habrían perecido. Tal vez eran los principales ministros de innumerables gracias. Ciertas variantes provenían de la multiplicidad de las cosas vistas al mismo tiempo, las cuales el reproducirse en su imaginación le hacían escoger lo que el Santo juzgaba más oportuno para sus oyentes. Por lo demás, la meditación de los novísimos era cosa familiar en San Juan Bosco y como fruto de ella su corazón se encendía en una vivísima compasión hacia los pobres pecadores amenazados por el peligro de una eternidad tan horrible. Este sentimiento de caridad le hacía sobreponerse al respeto humano, invitando a la penitencia con una prudente franqueza incluso a personajes distinguidos, siendo de tal eficacia sus palabras que conseguía numerosas conversiones. Nosotros hemos ofrecido fielmente aquí cuanto escuchamos de labios del mismo Santo y cuanto nos refirieron de viva voz o por escrito numerosos Sacerdotes, formando con el conjunto una sola narración. Ha sido un trabajo arduo, porque deseábamos reproducir con exactitud matemática cada una de las palabras, cada unión de una escena con la otra, el orden de los diferentes hechos, los avisos, los reproches, todas las ideas expuestas y no explicadas, entre las cuales no faltará alguna de las que se dejan sobrentender. ¿Hemos conseguido nuestro propósito? Podemos asegurar a los lectores que hemos buscado una sola cosa con la mayor diligencia, a saber: exponer con la mayor fidelidad posible las palabras de San Juan Bosco.
LAS PENAS DEL INFIERNO—AÑO 1887
Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo XVIII, págs. 284-285
En la mañana del tres de abril San Juan Bosco dijo a Viglietti que en la noche precedente no había podido descansar, pensando en un sueño espantoso que había tenido durante la noche del dos. Todo ello produjo en su organismo un verdadero agotamiento de fuerzas. —Si los jóvenes —le decía — oyesen el relato de lo que oí, o se darían a una vida santa o huirían espantados para no escucharlo hasta el fin. Por lo demás, no me es posible describirlo todo, pues sería muy difícil representar en su realidad los castigos reservados a los pecadores en la otra vida. El Santo vio las penas del infierno. Oyó primero un gran ruido, como de un terremoto. Por el momento no hizo caso, pero el rumor fue creciendo gradualmente, hasta que oyó un estruendo horroroso y prolongadísimo, mezclado con gritos de horror y espanto, con voces humanas inarticuladas que, confundidas con el fragor general, producían un estrépito espantoso. Desconcertado observó alrededor de sí para averiguar cuál pudiera ser la causa de aquel finís mundi, pero no vio nada de particular. El rumor, cada vez más ensordecedor, se iba acercando, y ni con los ojos ni con los oídos se podía precisar lo que sucedía.
San Juan Bosco continuó así su relato: —Vi primeramente una masa informe que poco a poco fue tomando la figura de una formidable cuba de fabulosas dimensiones: de ella salían los gritos de dolor. Pregunté espantado qué era aquello y qué significaba lo que estaba viendo. Entonces los gritos, hasta allí inarticulados, se intensificaron más haciéndose más precisos, de forma que pude oír estas palabras: —Multi gloriantur in terris et cremantur n igne. Después vi dentro de aquella cuba ingente, personas indescriptiblemente deformes. Los ojos se les salían de las órbitas; las orejas, casi separadas de la cabeza, colgaban hacia abajo; los brazos y las piernas estaban dislocadas de un modo fantástico. A los gemidos humanos se unían angustiosos maullidos de gatos, rugidos de leones, aullidos de lobos y alaridos de tigres, de osos y de otros animales.
Observé mejor y entre aquellos desventurados reconocí a algunos. Entonces, cada vez más aterrado, pregunté nuevamente qué significaba tan extraordinario espectáculo. Se me respondió: —Gemitibus inenarrabilibus famem patientur ut canes. Entretanto, con el aumento del ruido se hacía ante él más viva y más precisa la vista de las cosas; conocía mejor a aquellos infelices, le llegaban más claramente sus gritos, y su terror era cada vez más opresor. Entonces preguntó en voz alta: —Pero ¿no será posible poner remedio o aliviar tanta desventura? ¿Todos estos horrores y estos castigos están preparados para nosotros? ¿Qué debo hacer yo? —Sí —replicó una voz—, hay un remedio; sólo un remedio. Apresurarse a pagar las propias deudas con oro o con plata. —Pero estas son cosas materiales. —No; aurum et thus. Con la oración incesante y con la frecuente comunión se podrá remediar tanto mal. Durante este diálogo los gritos se hicieron más estridentes y el aspecto de los que los emitían era más monstruoso, de forma que, presa de mortal terror, se despertó. Eran ¡as tres de la mañana y no le fue posible cerrar más un ojo. En el curso de su relato, un temblor le agitaba todos los miembros, su respiración era afanosa y sus ojos derramaban abundantes lágrimas.
Lo que decía del Infierno el cura deArs
“Hay quienes pierden la fe y ven el infierno sólo cuando entran en él
(...)
El infierno tiene su origen en la bondad de Dios. Los condenados
dirán: ¡Oh!, si al menos Dios no nos hubiera amado tanto, sufriríamos
menos.
¡El infierno sería soportable! ¡Pero, habernos amado tanto! ¡Qué sufrimiento!”,
dice el famosísimo Cura de Ars , experto en estos temas.
Cuando en Roma, Miguel Ángel pintaba el juicio final en la Capilla Sixtina, un camarero del Papa llamado Blas de Cesena, opinó desfavorablemente sobre
la obra del artista. Miguel Ángel se vengó pintándolo entre los réprobos y
representándolo con una serpiente arrollada al cuerpo. Cesena pidió al Papa
que ordenara borrar del fresco esa figura que le deshonraba. Preguntó el
Pontífice:
— ¿Dónde te ha puesto?
— En el Infierno.
.Entonces —observó el Papa—, no puedo complacerte. Ya sabes que del
Infierno nadie sale.
Deseamos ser felices. Deseamos una eternidad de amor, pero “por una blasfemia, por un mal pensamiento, por una botella de vino, por dos minutos
de placer. ¡Por dos minutos de placer perder a Dios, tu alma, el cielo... para siempre!”, decía San Juan Bautista María Vianney, el Cura de Ars
(Francia). También decía:
“El que vive en el pecado toma las costumbres y formas de las bestias.
La bestia, que no tiene capacidad de razonar, sólo conoce sus apetitos; del
mismo modo el hombre que se vuelve semejante a las bestias pierde la razón y
se deja conducir por los movimientos de su cuerpo. Un cristiano, creado a
imagen de Dios, redimido por la sangre de Dios... ¡Un cristiano, objeto de
las complacencias de las tres Personas Divinas! Un cristiano cuyo cuerpo es
templo del Espíritu Santo: ¡he aquí lo que el pecado deshonra! El pecado es
el verdugo de Dios y el asesino del alma...” .
“Si los pobres condenados tuviesen el tiempo que nosotros perdemos, ¡qué
buen uso harían de él! Si tuviesen sólo media hora, esta media hora despoblaría el infierno. Si dijéramos a los condenados que están en el infierno desde hace tiempo: Vamos a poner a un sacerdote a la puerta del infierno. Los que se quieran confesar, sólo tienen que salir, ¿quedaría alguien? Quedaría desierto, y el cielo se llenaría. ¡Tenemos el tiempo y los medios que ellos no tienen! (...) ¿Por qué los hombres se exponen a ser malditos de Dios?”. Y continúa: “Cuando vamos a confesarnos, debemos entender lo que estamos haciendo. Se podría decir que desclavamos a Nuestro Señor de la cruz. Algunos se suenan las narices mientras el sacerdote les da la absolución, otros repasan a ver si se han olvidado de decir algún pecado... Cuando el sacerdote da la absolución, no hay que pensar más
que en una cosa: que la sangre de Dios corre por nuestra alma lavándola y
volviéndola bella como era después del bautismo” .
A los condenados Dios no los conoce, o reconoce. La gente en el infierno no tiene nombre.
Nunca podremos conocer completamente en esta vida los efectos de nuestra
actuación, el buen ejemplo o el escándalo causado, en las personas que nos
han rodeado.
El Concilio Vaticano II nos recuerda: “Pero no olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad” , porque “mucho se exigirá al que mucho ha recibido” (Lucas 12, 48).
¡El infierno sería soportable! ¡Pero, habernos amado tanto! ¡Qué sufrimiento!”,
dice el famosísimo Cura de Ars , experto en estos temas.
Cuando en Roma, Miguel Ángel pintaba el juicio final en la Capilla Sixtina, un camarero del Papa llamado Blas de Cesena, opinó desfavorablemente sobre
la obra del artista. Miguel Ángel se vengó pintándolo entre los réprobos y
representándolo con una serpiente arrollada al cuerpo. Cesena pidió al Papa
que ordenara borrar del fresco esa figura que le deshonraba. Preguntó el
Pontífice:
— ¿Dónde te ha puesto?
— En el Infierno.
.Entonces —observó el Papa—, no puedo complacerte. Ya sabes que del
Infierno nadie sale.
Deseamos ser felices. Deseamos una eternidad de amor, pero “por una blasfemia, por un mal pensamiento, por una botella de vino, por dos minutos
de placer. ¡Por dos minutos de placer perder a Dios, tu alma, el cielo... para siempre!”, decía San Juan Bautista María Vianney, el Cura de Ars
(Francia). También decía:
“El que vive en el pecado toma las costumbres y formas de las bestias.
La bestia, que no tiene capacidad de razonar, sólo conoce sus apetitos; del
mismo modo el hombre que se vuelve semejante a las bestias pierde la razón y
se deja conducir por los movimientos de su cuerpo. Un cristiano, creado a
imagen de Dios, redimido por la sangre de Dios... ¡Un cristiano, objeto de
las complacencias de las tres Personas Divinas! Un cristiano cuyo cuerpo es
templo del Espíritu Santo: ¡he aquí lo que el pecado deshonra! El pecado es
el verdugo de Dios y el asesino del alma...” .
“Si los pobres condenados tuviesen el tiempo que nosotros perdemos, ¡qué
buen uso harían de él! Si tuviesen sólo media hora, esta media hora despoblaría el infierno. Si dijéramos a los condenados que están en el infierno desde hace tiempo: Vamos a poner a un sacerdote a la puerta del infierno. Los que se quieran confesar, sólo tienen que salir, ¿quedaría alguien? Quedaría desierto, y el cielo se llenaría. ¡Tenemos el tiempo y los medios que ellos no tienen! (...) ¿Por qué los hombres se exponen a ser malditos de Dios?”. Y continúa: “Cuando vamos a confesarnos, debemos entender lo que estamos haciendo. Se podría decir que desclavamos a Nuestro Señor de la cruz. Algunos se suenan las narices mientras el sacerdote les da la absolución, otros repasan a ver si se han olvidado de decir algún pecado... Cuando el sacerdote da la absolución, no hay que pensar más
que en una cosa: que la sangre de Dios corre por nuestra alma lavándola y
volviéndola bella como era después del bautismo” .
A los condenados Dios no los conoce, o reconoce. La gente en el infierno no tiene nombre.
Nunca podremos conocer completamente en esta vida los efectos de nuestra
actuación, el buen ejemplo o el escándalo causado, en las personas que nos
han rodeado.
El Concilio Vaticano II nos recuerda: “Pero no olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad” , porque “mucho se exigirá al que mucho ha recibido” (Lucas 12, 48).
VISIÓN DEL INFIERNO DE SANTA TERESA DE JESÚS
1.
Después de mucho tiempo que el Señor me había hecho ya muchas de las
mercedes que en otra parte he dicho, y otras muy grandes, estando un día
en oración me hallé en un punto toda, sin saber cómo, que me parecía
estar metida en el infierno. Entendí que quería el Señor que viese el
lugar que los demonios allá me tenían aparejado, y yo merecido por mis
pecados. Ello fue en brevísimo espacio; mas aunque yo viviese muchos
años, me parece imposible olvidárseme. Parecíame la entrada a manera de
un callejón muy largo y estrecho, a manera de horno muy bajo y oscuro y
angosto. El suelo me pareció de agua como lodo muy sucio y de
pestilencial olor y muchas sabandijas malas en él. Al cabo estaba una
concavidad metida en una pared, a manera de una alacena, adonde me vi
meter en mucho estrecho. Todo era deleitoso a la vista en comparación de
lo que allí sentí. Esto que he dicho va mal encarecido.
2. Estotro me parece que, aun principio de encarecerse como es, no le puede haber ni se puede entender; mas sentí un fuego en el alma que yo no puedo entender cómo poder decir de la manera que es. Los dolores corporales tan incomportables, que con haberlos pasado en esta vida gravísimos, y, según dicen los médicos, los mayores que se pueden acá pasar (porque fue encogérseme todos los nervios cuando me tullí, sin otros muchos de muchas maneras que he tenido, y aun algunos, como he dicho, causados del demonio), no es todo nada en comparación de lo que allí sentí y ver que habían de ser sin fin y sin jamás cesar. Esto no es, pues, nada en comparación del agonizar del alma, un apretamiento, un ahogamiento, una aflicción tan sensible y con tan desesperado y afligido descontento, que yo no sé cómo encarecerlo. Porque decir que es un estarse siempre arrancando el alma, es poco; porque aún parece que otro os acaba la vida, mas aquí el alma misma es la que se despedaza. El caso es que yo no sé cómo encarezca aquel fuego interior y aquel desesperamiento sobre tan gravísimos tormentos y dolores. No veía yo quién me los daba, más sentíame quemar y desmenuzar, a lo que me parece, y digo que aquel fuego y desesperación interior es lo peor.
3. Estando en tan pestilencial lugar, tan sin poder esperar consuelo, no hay sentarse, ni echarse, ni hay lugar, aunque me pusieron en éste como agujero hecho en la pared, porque estas paredes, que son espantosas a la vista, aprietan ellas mismas, y todo ahoga, no hay luz, sino todo tinieblas oscurísimas. Yo no entiendo cómo puede ser esto, que con no haber luz, lo que a la vista ha de dar pena todo se ve. No quiso el Señor entonces viese más de todo el infierno; después he visto otra visión de cosas espantosas; de algunos vicios el castigo. Cuando a la vista, muy más espantosos me parecieron, mas como no sentía la pena, no me hicieron tanto temor; que en esta visión quiso el Señor que verdaderamente yo sintiese aquellos tormentos y aflicción en el espíritu, como si el cuerpo lo estuviera padeciendo. Yo no se como ello fue, mas bien entendí ser gran merced y que quiso el Señor yo viese por vista de ojos de dónde me había librado su misericordia. Porque no es nada oírlo decir, ni haber yo otras veces pensado en diferentes tormentos (aunque pocas, que por temor no se llevaba bien mi alma), ni que los demonios atenazan, ni otros diferentes tormentos que he leído, no es nada con esta pena, porque es otra cosa.
2. Estotro me parece que, aun principio de encarecerse como es, no le puede haber ni se puede entender; mas sentí un fuego en el alma que yo no puedo entender cómo poder decir de la manera que es. Los dolores corporales tan incomportables, que con haberlos pasado en esta vida gravísimos, y, según dicen los médicos, los mayores que se pueden acá pasar (porque fue encogérseme todos los nervios cuando me tullí, sin otros muchos de muchas maneras que he tenido, y aun algunos, como he dicho, causados del demonio), no es todo nada en comparación de lo que allí sentí y ver que habían de ser sin fin y sin jamás cesar. Esto no es, pues, nada en comparación del agonizar del alma, un apretamiento, un ahogamiento, una aflicción tan sensible y con tan desesperado y afligido descontento, que yo no sé cómo encarecerlo. Porque decir que es un estarse siempre arrancando el alma, es poco; porque aún parece que otro os acaba la vida, mas aquí el alma misma es la que se despedaza. El caso es que yo no sé cómo encarezca aquel fuego interior y aquel desesperamiento sobre tan gravísimos tormentos y dolores. No veía yo quién me los daba, más sentíame quemar y desmenuzar, a lo que me parece, y digo que aquel fuego y desesperación interior es lo peor.
3. Estando en tan pestilencial lugar, tan sin poder esperar consuelo, no hay sentarse, ni echarse, ni hay lugar, aunque me pusieron en éste como agujero hecho en la pared, porque estas paredes, que son espantosas a la vista, aprietan ellas mismas, y todo ahoga, no hay luz, sino todo tinieblas oscurísimas. Yo no entiendo cómo puede ser esto, que con no haber luz, lo que a la vista ha de dar pena todo se ve. No quiso el Señor entonces viese más de todo el infierno; después he visto otra visión de cosas espantosas; de algunos vicios el castigo. Cuando a la vista, muy más espantosos me parecieron, mas como no sentía la pena, no me hicieron tanto temor; que en esta visión quiso el Señor que verdaderamente yo sintiese aquellos tormentos y aflicción en el espíritu, como si el cuerpo lo estuviera padeciendo. Yo no se como ello fue, mas bien entendí ser gran merced y que quiso el Señor yo viese por vista de ojos de dónde me había librado su misericordia. Porque no es nada oírlo decir, ni haber yo otras veces pensado en diferentes tormentos (aunque pocas, que por temor no se llevaba bien mi alma), ni que los demonios atenazan, ni otros diferentes tormentos que he leído, no es nada con esta pena, porque es otra cosa.
INFIERNO SANTO TOMAS DE AQUINO
San Antonio María Claret
Las penas del Infierno
La sensación del los tormentos del
infierno es esencialmente terrible. Figúrate, alma mía, en una noche
obscura sobre la cima de una montaña alta. Debajo hay un valle profundo,
y la tierra se abre de manera que con tu mirada puedes ver el infierno
en su cavidad. Figúratelo como una prisión situada en el centro de la
tierra, muchas leguas abajo, toda llena de fuego, encerrado en un
recinto de forma tan impenetrable que por toda la eternidad ni siquiera
el humo puede escapar. En esta prisión los condenados están tan cerca el
uno del otro como ladrillos en un horno. . . Considera la calidad del
fuego en que se queman. Primero, el fuego se extiende por todas partes y
tortura la totalidad del cuerpo y del alma. Una persona condenada yace
en el infierno para siempre, en el mismo punto en que fue asignado por
la justicia divina, sin ser capaz de moverse, como un prisionero en un
cepo. El fuego que lo envuelve totalmente, como un pez en el agua, lo
quema en derredor, a su izquierda, a su derecha, arriba y abajo. Su
cabeza, su pecho, sus hombros, sus brazos, sus manos y sus pies, están
totalmente penetrados con fuego, de manera que él todo se asemeja a una
pieza de hierro candente y resplandeciente, que acaba de ser retirado
del horno. El techo del recinto en que moran las personas condenadas es
de fuego; la comida que come es fuego; la bebida que toma es fuego; el
aire que respira es fuego; todo cuanto ve y toca es fuego…. Pero este
fuego no está meramente fuera de él; además traspasa a la personal
condenada. Penetra su cerebro, sus dientes, su lengua, su garganta, su
hígado, sus pulmones, sus intestinos, su vientre, su corazón, sus venas,
sus nervios, sus huesos, aún hasta el tuétano, y aún su sangre. «En el
infierno», de acuerdo a San Gregorio Magno, «habrá un fuego que no puede
apagarse, un gusano que no muere, un hedor insoportable, una oscuridad
que puede sentirse, castigo por azotes de manos salvajes, con todos los
presentes desesperados de cualesquier cosa buena.» Uno de los hechos más
terribles es que por el poder divino, este fuego va tan lejos como para
actuar sobre las facultades del alma, quemándolas y atormentándolas.
Supongamos que yo fuera a encontrarme colocado en el horno de un
herrero, de manera que todo mi cuerpo estuviese al aire libre, excepto
por un brazo puesto en el fuego, y que Dios fuera a preservar mi vida
por mil años en esta posición. ¿No sería esto una tortura inaguantable?
¿Cómo sería entonces el estar completamente penetrado y rodeado de
fuego, el cual afecta no sólo un brazo, sino inclusive todas las
facultades del alma?
Este fuego es mucho más espantoso de lo que el hombre puede imaginar
En segundo lugar, este fuego es mucho
más espantoso de lo que el hombre puede imaginar. El fuego natural que
vemos durante esta vida tiene un gran poder para quemar y atormentar.
Sin embargo, éste no es ni siquiera una sombra del fuego del infierno.
Existen dos razones por las cuales el fuego del infierno es mucho más
terrible, más allá de toda comparación, que el fuego de esta vida. La
primera razón lo es la justicia de Dios, de la cual el fuego del
infierno es un instrumento dirigido a castigar el mal infinito efectuado
contra su suprema majestad, que ha sido despreciada por una criatura.
Por lo tanto, la justicia suple este elemento con un poder tan ardiente
que casi alcanza lo infinito….La segunda razón lo es la malicia del
pecado. Como Dios sabe que el fuego de este mundo no es suficiente para
castigar el pecado como éste se merece, Él le ha dado al fuego del
infierno un poder tan grande que nunca podrá ser comprendido por la
inteligencia humana. — Ahora bien, ¿cuán poderosamente quema este fuego?
El fuego quema tan poderosamente, ¡oh alma mía!, que de acuerdo con los
grandes maestros de la ascética, si una mera chispa cayera en una
piedra de molino, la reduciría en un momento al polvo. Si cayera en una
bola de bronce, la derretiría instantáneamente como si se tratara de
cera. Si cayera sobre un lago congelado, lo haría hervir al instante.
Hagamos una pausa breve, alma mía, para que contestes algunas preguntas
que te haré. Primero, te pregunto: Si un horno especial fuera encendido,
como usualmente se hacia para atormentar a los mártires, y entonces
algunos hombres colocaran frente a ti todo tipo de bienes que el corazón
humano pueda desear, y añadieran la oferta de un reino próspero si todo
esto te fuera prometido a cambio de que sólo por media hora te
introdujeras en el horno ardiente, ¿qué escogerías hacer? ¡Ni por cien
reinos!
«¡Ah!» dirías, «Si me ofrecieras cien
reinos nunca sería tan tonto como para aceptar unos términos tan
brutales, no importa cuántas cosas grandes me ofrecieran, aún si
estuviera seguro de que Dios va a preservar mi vida durante esos
momentos de sufrimiento.» El segundo lugar, te pregunto: Si ya
estuvieran en posesión de un gran reino y estuvieras nadando en un mar
de riqueza, de manera que no carecieras de nada, y fueras atacado por un
enemigo, hecho prisionero y encadenado, si fueras obligado a escoger
entre perder tu reino o pasar media hora dentro de un horno ardiente,
¿qué escogerías? «¡Ah!», dirías, «¡prefiero pasar toda mi vida en la
pobreza extrema y someterme a cualesquier otra injuria y desventura, que
sufrir tan grande tormento!»
Una prisión de fuego eterno
Ahora, dirige tus pensamientos de lo
temporal a lo eterno. Para evadir el tormento de un horno ardiendo, que
duraría sólo media hora, tu sacrificarías cualesquier propiedad, aún las
cosas que más te satisfacen, y estarías dispuesto a sufrir cualesquier
otra pérdida temporal, no importa cuán pesada pudiera ser. Entonces,
¿por qué no piensas de igual modo cuando tratas los tormentos eternos?
Dios no te amenaza con media hora de suplicio dentro de un horno
ardiendo, sino con una prisión de fuego eterno. Para escapar de ella,
¿no deberías renunciar a todo lo que estáprohibido por Él, no importa
cuán placentero pueda ser, y abrazar alegremente todo cuanto Él ordena,
aún si fuera extremadamente desagradable? Lo más espantoso del infierno
es su duración. La persona condenada pierde a Dios y lo pierde para toda
la eternidad. Ahora bien, ¿qué es la eternidad? ¡Oh alma mía, hasta
ahora ningún ángel ha podido comprender lo que es la eternidad! ¿Como
entonces podrás tú comprenderla? Aún así, para formarnos alguna idea de
ésta, consideremos las siguientes verdades: La eternidad nunca termina.
Esta es la verdad que ha hecho temblar aún a los más grandes santos. El
juicio final vendrá, el mundo será destruido, la tierra se tragará a
todos los condenados, y éstos serán arrojados al infierno. Entonces, con
su mano todopoderosa, Dios los encerrará para siempre en tan desdichada
prisión. Desde entonces, tantos años pasarán como hay hojas en los
árboles y las plantas de toda la tierra, tantos miles de años, como hay
gotas de agua en todos los mares y ríos de la tierra, tantos años como
hay átomos en el aire, como hay granos de arena en todas las costas de
todos los mares. Luego, después de que todos estos incontables años
pasen, ¿qué será la eternidad? Todavía no será siquiera una centésima
parte de ella, o una milésima — nada. Entonces comenzará nuevamente y
durará tanto como antes, nuevamente, aún después de que se haya repetido
esto miles de veces, y mil millones de veces, nuevamente. Y luego
después de un período de tiempo tan largo, ni siquiera habrá pasado la
mitad, ni siquiera una centésima parte o una milésima parte, ni siquiera
una parte de la eternidad. En todo este tiempo no habrá interrupción en
la quema de los condenados, comenzando todo nuevamente. ¡Oh qué
misterio profundo! ¡Un terror sobre todos los terrores! ¡Oh eternidad!
¿Quién puede comprenderte?
Las lágrimas de Caín
Supongamos que, en el caso del
desdichado Caín, llorando en el infierno sólo derramara cada mil años
una lágrima. Ahora, alma mía, recoge tus pensamientos y considera este
caso: Por seis mil años, por lo menos, Caín ha estado en el infierno y
ha derramado sólo seis lágrimas, que Dios milagrosamente ha preservado.
¿Cuántos años pasarían para que sus lágrimas cubriesen todos los valles
de la tierra y que inundaran todas las ciudades, pueblosy villas y todas
las montañas como para poder inundar toda la tierra? Entendemos que la
distancia de la tierra al sol es de treinta y cuatro millones de leguas.
¿Cuántos años harían falta para que las lágrimas de Caín llenaran ese
espacio inmenso? De la tierra al firmamento suponemos que hay una
distancia de ciento sesenta millones de leguas.
¡Oh Dios! ¿Qué cantidad de años
tendríamos que imaginar serían suficientes para llenar con lágrimas este
inmenso espacio? Y aún así — ¡Oh verdad incomprensible! -estad seguros
de ello pues Dios no puede mentir- llegaría el tiempo en que las
lágrimas de Caín serían suficientes para inundar el mundo, para alcanzar
aún el sol, para tocar el firmamento, y llenar todo el espacio entre la
tierra y el más alto cielo. Pero eso no es todo. Si Dios secara todas
estas lágrimas hasta la última gota, y Caín comenzara otra vez a llorar,
él volvería otra vez a llenar la totalidad del espacio y las inundaría
mil veces y un millón de veces en sucesión, y luego de todos esos años
incontables, ni siquiera habría pasado la mitad de la eternidad, ni
siquiera una fracción. Después de todo ese tiempo quemándose en el
infierno, los sufrimientos de Caín estarían tan sólo comenzando. La
eternidad, en este caso, no tiene alivio. Sería de hecho, una pequeña
consolación de muy poco beneficio para las personas condenadas si fueran
capaces de recibir un breve repiro cada mil años.
No hay alivio
Imaginemos un lugar del infierno
donde hay tres malvados. El primero está sumergido en un lago de fuego
sulfúrico; el segundo está encadenado a una gran roca y está siendo
atormentado por dos demonios, uno de los cuales constantemente le arroja
plomo derretido por su garganta, mientras el otro se lo derrama encima
de todo su cuerpo, cubriéndole desde la cabeza a los pies. El tercer
réprobo está siendo torturado por dos serpientes, una de las cuales le
envuelve su cuerpo y lo muerde cruelmente, mientras la otra entra a su
cuerpo y le ataca el corazón. Supongamos que Dios se apiada de él y le
concede un corto respiro. El primer hombre, luego de haber pasado mil
años, se le remueve del lago y recibe el alivio de tomar agua fría, y
luego de pasar una hora es arrojado nuevamente al lago. El segundo,
luego de mil años de tormento, es removido de su lugar y se le permite
descansar; pero luego de una hora se le arroja nuevamente al mismo
tormento. El tercero, luego de mil años se ve librado de las serpientes;
pero al cabo de una hora de alivio, nuevamente es abusado y atormentado
por ellas. ¡Ah, cuán limitada sería esta consolación — sufrir por mil
años para descansar sólo por una hora! Ahora bien, el infierno ni
siquiera tiene este alivio. Uno se quema siempre en esas llamas
espantosas y nunca recibe ningún alivio en toda la eternidad. El
condenado es mordido y herido con remordimiento, y nunca tendrá un
descanso en toda la eternidad. Siempre sufrirá una sed muy ardiente y
nunca recibirá el refresco de un poco de agua en toda la eternidad.
Siempre se verá a sí mismo aborrecido de Dios y nunca podrá recibir la
alegría de una simple mirada de ternura de Dios por toda la eternidad.
El condenado se encontrará siempre maldito por el cielo y el infierno, y
nunca recibirá un simple gesto de amistad. Es una de las desgracias
esenciales del infierno que todo tormento será sin alivio, sin remedio,
sin interrupción, sin final, eterno.
La bondad de su misericordia
Ahora ya comprendo en parte, ¡oh mi
Dios!, lo que es el infierno. Es un lugar de tormentos extremos, de
desesperanza extrema. Es donde merezco estar por causa de mis pecados,
donde ya estaría confinado por varios años si tu inmensa misericordia no
me hubiese librado. Repetiré mil veces: El Corazón de Jesús me ha
amado, o de lo contrario ¡ahora estaría en el infierno! La misericordia
de Jesús ha tenido compasión de mí, porque de lo contrario ¡ahora
estaría en el infierno! La Sangre de Jesús me ha reconciliado con el
Padre Celestial, o mi morada sería el infierno. Este es el himno que
quisiera cantarte a Ti, mi Dios, por toda la eternidad. Sí, de ahora en
adelante, mi intención es repetir estas palabras tantas veces como
momentos pasen desde esa infortunada hora en que te ofendí por primera
vez. ¿Cuál ha sido mi gratitud para Dios por la bondadosa misericordia
que me ha mostrado? Él me libró del infierno. ¡Oh, inmensa caridad! ¡Oh,
infinita bondad! Después de un beneficio tan grande, ¿no debería darle a
Él todo mi corazón y amarlo con el amor del más ardiente serafín? ¿No
debería dirigir todas mis acciones hacia Él, y en cada cosa buscar
solamente complacer la voluntad divina, aceptando todas las
contradicciones con alegría, de manera que pueda devolverle mi amor?
¿Podría hacer algo menos que eso después de una bondad tan grande? ¡Oh,
ingratitud, merecedora de otro infierno! ¡Te eché a un lado, Dios mío!
Reaccioné a tu misericordia cometiendo nuevos pecados y ofensas. Sé que
he hecho mal, ¡oh, Dios mío!, y me arrepiento con todo mi corazón. ¡Ah,
si pudiera derramar un mar de lágrimas por tan ofensiva ingratitud! Oh
Jesús, ten misericordia de mí, pues ahora resuelvo mejor sufrir mil
muertes que ofenderte nuevamente.
EL DIABLO
Hay muchos que, cuando oyen hablar del diablo, se fastidian, porque no creen en su existencia y consideran a los que creen como anticuados y retrógrados. Pero el diablo no deja de existir, porque algunos no crean en él. La Escritura nos habla de él, la Iglesia lo confirma, todos los santos han tenido experiencias con él y muchas personas comunes y corrientes pueden certificarlo, especialmente los que han estado metidos en grupos de adoración a Satanás.
El diablo es un ser maligno, perverso y pervertidor, la mentira y el odio personificados. Él ha querido formarse también una iglesia con adoradores y seguidores fieles: las iglesias satánicas. Y muchos lo siguen, a veces, inconsciente e irresponsablemente, quizás por curiosidad o buscando en esas reuniones experiencias ocultas de placer o de sabiduría. Pero la realidad de los que están metidos en el satanismo, es dramática y horrible.
Miguel Warnke perteneció a una secta satánica en California, USA, y escribió un libro titulado “El vendedor de Satanás”, editado por Logos International, en Plainfield, New Jersey, en 1972. En este libro nos cuenta su odisea y cómo entró en el grupo. Su testimonio es realmente extraordinario por tratarse de un alto jefe de una secta satánica de la que pudo salir. Él cuenta que “el crimen, la orgía sexual, la tortura ritual, el canibalismo, la droga... son las principales herramientas que utilizan. Sin embargo, estos actos monstruosos nada son comparados con las fuerzas demoníacas que se convocan y sueltan, de las cuales pierden muchas veces el control... En nuestras reuniones llamábamos a los demonios para que hicieran casi cualquier cosa que la mente de una persona dirigida por Satanás puede soñar.. Los demonios pueden infligir enfermedad, posesionarse de los hombres y animales, pueden oponerse al crecimiento espiritual, pueden diseminar falsa doctrina, pueden atormentar a la gente, pueden adivina, causar celos, orgullo, lascivia o pueden conducir a una persona a la desesperación. Los demonios buscan habitar en cuerpos humanos para poder satisfacer sus lascivias indescriptibles y sus perversos anhelos.
“Al ser yo nombrado sumo sacerdote tenía toda la bebida que pudiese bebe,; todas las satisfacciones que deseara y control de vida o muerte literalmente sobre toda una legión de personas. Pero en el infierno del satanismo no hay compasión ni caridad, sólo hay violencia y maldad.
Todas aquellas gentes que me ‘amaban’ y que se preocupaban de mí, que me alababan, que me palmoteaban la espalda, que me hacían viajar en avión para celebrar conferencias, que me vestían y me proveían de coche con chofe,; que me daban dinero en abundancia, drogas, licor y cualquier cosa que yo deseara, me lanzaron una noche lluviosa, completamente desnudo, en el pavimento de la puerta de un hospital para deshacerse de mí, que estaba enfermo por la droga...
Yo había aumentado el número de miembros de la secta de 500 a 1.500, había manejado miles de dólares en el tráfico de estupefacientes y siempre había acatado lealmente cada orden para hacer lo que querían los agentes de Satanás. Pero ahora ya no les servía. Con Satanás no hay segunda oportunidad ni simpatía, ni ayuda, cuando la necesitas... Cuando me recuperé en el hospital, vi que tenía 45 dólares en el bolsillo y me fui a una tienda de venta de armas y me compré un revólver Smith & Wesson, calibre 38, y una bala que me costaron 44.98 dólares. Con una bala era suficiente, quería suicidarme.
Pero no se suicidó y se arrepintió de sus pecados. Encontró en Dios la paz que había perdido y fue liberado de las garras de Satanás por el poder del único que podía salvarlo: Jesucristo. Tú también puedes ser liberado de cualquier opresión del maligno. ¿Acaso prefieres vivir en ese mundo tenebroso del miedo, odio, violencia y maldad, que será tu infierno eternamente? ¿Crees que vale la pena conseguir toda clase de placeres, dinero y poder a cambio de tu alma? Recuerda que el diablo existe y no tendrá compasión de ti. Pero, mientras hay vida, hay esperanza. Procura alejarte cuanto antes de este camino, que puede ser sin retorno. Para Dios no hay nada imposible. Confía en Él. No dejes para mañana lo que debes hacer hoy. Después podría ser demasiado tarde. Acércate a Dios y dile con amor en este mismo instante: “Dios mío, perdóname todos mis pecados y ten compasión de mí. Yo te amo y yo confío en Ti “. Repítelo muchas veces y después acude al sacramento de la confesión. Y encontrarás el perdón y la paz. Una paz sin límites, que nadie puede darte, sino sólo Dios. Te deseo que seas feliz. Jesús te espera y te ama. Él te ha creado para el cielo. No lo olvides.
Hay muchos que, cuando oyen hablar del diablo, se fastidian, porque no creen en su existencia y consideran a los que creen como anticuados y retrógrados. Pero el diablo no deja de existir, porque algunos no crean en él. La Escritura nos habla de él, la Iglesia lo confirma, todos los santos han tenido experiencias con él y muchas personas comunes y corrientes pueden certificarlo, especialmente los que han estado metidos en grupos de adoración a Satanás.
El diablo es un ser maligno, perverso y pervertidor, la mentira y el odio personificados. Él ha querido formarse también una iglesia con adoradores y seguidores fieles: las iglesias satánicas. Y muchos lo siguen, a veces, inconsciente e irresponsablemente, quizás por curiosidad o buscando en esas reuniones experiencias ocultas de placer o de sabiduría. Pero la realidad de los que están metidos en el satanismo, es dramática y horrible.
Miguel Warnke perteneció a una secta satánica en California, USA, y escribió un libro titulado “El vendedor de Satanás”, editado por Logos International, en Plainfield, New Jersey, en 1972. En este libro nos cuenta su odisea y cómo entró en el grupo. Su testimonio es realmente extraordinario por tratarse de un alto jefe de una secta satánica de la que pudo salir. Él cuenta que “el crimen, la orgía sexual, la tortura ritual, el canibalismo, la droga... son las principales herramientas que utilizan. Sin embargo, estos actos monstruosos nada son comparados con las fuerzas demoníacas que se convocan y sueltan, de las cuales pierden muchas veces el control... En nuestras reuniones llamábamos a los demonios para que hicieran casi cualquier cosa que la mente de una persona dirigida por Satanás puede soñar.. Los demonios pueden infligir enfermedad, posesionarse de los hombres y animales, pueden oponerse al crecimiento espiritual, pueden diseminar falsa doctrina, pueden atormentar a la gente, pueden adivina, causar celos, orgullo, lascivia o pueden conducir a una persona a la desesperación. Los demonios buscan habitar en cuerpos humanos para poder satisfacer sus lascivias indescriptibles y sus perversos anhelos.
“Al ser yo nombrado sumo sacerdote tenía toda la bebida que pudiese bebe,; todas las satisfacciones que deseara y control de vida o muerte literalmente sobre toda una legión de personas. Pero en el infierno del satanismo no hay compasión ni caridad, sólo hay violencia y maldad.
Todas aquellas gentes que me ‘amaban’ y que se preocupaban de mí, que me alababan, que me palmoteaban la espalda, que me hacían viajar en avión para celebrar conferencias, que me vestían y me proveían de coche con chofe,; que me daban dinero en abundancia, drogas, licor y cualquier cosa que yo deseara, me lanzaron una noche lluviosa, completamente desnudo, en el pavimento de la puerta de un hospital para deshacerse de mí, que estaba enfermo por la droga...
Yo había aumentado el número de miembros de la secta de 500 a 1.500, había manejado miles de dólares en el tráfico de estupefacientes y siempre había acatado lealmente cada orden para hacer lo que querían los agentes de Satanás. Pero ahora ya no les servía. Con Satanás no hay segunda oportunidad ni simpatía, ni ayuda, cuando la necesitas... Cuando me recuperé en el hospital, vi que tenía 45 dólares en el bolsillo y me fui a una tienda de venta de armas y me compré un revólver Smith & Wesson, calibre 38, y una bala que me costaron 44.98 dólares. Con una bala era suficiente, quería suicidarme.
Pero no se suicidó y se arrepintió de sus pecados. Encontró en Dios la paz que había perdido y fue liberado de las garras de Satanás por el poder del único que podía salvarlo: Jesucristo. Tú también puedes ser liberado de cualquier opresión del maligno. ¿Acaso prefieres vivir en ese mundo tenebroso del miedo, odio, violencia y maldad, que será tu infierno eternamente? ¿Crees que vale la pena conseguir toda clase de placeres, dinero y poder a cambio de tu alma? Recuerda que el diablo existe y no tendrá compasión de ti. Pero, mientras hay vida, hay esperanza. Procura alejarte cuanto antes de este camino, que puede ser sin retorno. Para Dios no hay nada imposible. Confía en Él. No dejes para mañana lo que debes hacer hoy. Después podría ser demasiado tarde. Acércate a Dios y dile con amor en este mismo instante: “Dios mío, perdóname todos mis pecados y ten compasión de mí. Yo te amo y yo confío en Ti “. Repítelo muchas veces y después acude al sacramento de la confesión. Y encontrarás el perdón y la paz. Una paz sin límites, que nadie puede darte, sino sólo Dios. Te deseo que seas feliz. Jesús te espera y te ama. Él te ha creado para el cielo. No lo olvides.
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