DOCTRINA DE SAN FRANCISCO DE ASÍS
ACERCA DE LA EUCARISTÍA
por Kajetan Esser, o.f.m.
ACERCA DE LA EUCARISTÍA
por Kajetan Esser, o.f.m.
Ya sólo el intento de presentar una síntesis de la doctrina eucarística de Francisco podría causar una cierta extrañeza, incluso en el círculo de los estudiosos de lo franciscano. Francisco es considerado en general como el hombre de la piedad práctica. «Jamás quiso él, dice Sabatier, ocuparse en cuestiones doctrinales. La fe no pertenece para él al dominio intelectual, sino al moral: la fe es consagración del corazón».
A pesar de todo, precisamente en este tema, creemos poder hablar de una doctrina, que no ha sido simplemente extraída de la vida y piedad del santo, sino que está plasmada en afirmaciones por él hechas. Apenas hay en los escritos que de él se nos han transmitido, cuestión tan repetida y tan prolijamente tratada.
Naturalmente se ha de decir de entrada que Francisco no era teólogo en el sentido de la escolástica contemporánea. «Ignorante e indocto», como a sí mismo se llama (CtaO 39; Test 19), queda al margen del movimiento teológico de las escuelas de su tiempo. Con todo, puede tener aquí un valor particular lo que muy en general dice su biógrafo: «Son misterios de Dios que Francisco va descubriendo; y, sin saber cómo, es encaminado a la ciencia perfecta... Penetraba hasta lo escondido de los misterios, y su afecto de amante entraba donde la ciencia de los maestros no llegaba a entrar» (2 Cel 7 y 102). Nada tiene de extraño el que su manera de pensar y sus formulaciones estén ligadas a la instrucción religiosa que se impartía en su época al pueblo; ésta tiene la ventaja de que le aproxima más a la teología de los Padres de la Iglesia y de la liturgia.1
Por el contrario, aun un examen superficial de sus afirmaciones nos permite aseverar que Francisco se encontraba dentro de «la tendencia teológica a prestar más atención al hecho de la consagración, como acción de la omnipotencia divina por la que se presenta Cristo entre nosotros bajo las especies de pan y vino, que al mismo don santificado que ofrecemos nosotros, y en el que nos ofrecemos a nosotros mismos, unidos en el cuerpo de Cristo».2 Dicho más sencillamente, con una frase breve y concluyente de Fritz Hofmann: «En el primer milenio se acentuaba la celebración del sacramento; más tarde se prestó más atención al sacramento ya confeccionado».
Evidentemente Francisco se halla en el momento y punto de transición; en él está perfectamente presente lo antiguo y, en una forma única y muy personal, también lo nuevo.
A este propósito hay algo que, a nuestro entender, es decisivo y tiene una importancia capital para la formación de la doctrina eucarística de Francisco: la defensa del sacramento contra los abusos y herejías de aquel tiempo. Difícilmente hubiera tomado posición respecto a la cuestión, que nos ocupa, en sus escritos, de no haberse sentido responsable de defender a sus hermanos del deslizamiento hacia la herejía. Ya en otro estudio3 hemos demostrado que se trataba menos de las consecuencias de la disputa de Berengario sobre la Cena, que de las doctrinas de los cátaros radicales, difundidas en la Italia central, y de los errores de los movimientos religiosos heréticos. Solamente estudiando su postura frente a los abusos y errores de su tiempo, podemos comprender la doctrina eucarística de Francisco. Al referirse a cuestiones centrales, se ve obligado a aludir también a problemas particulares.4
A lo dicho se ha de añadir una observación respecto a cierta manera, bastante generalizada hasta el presente, de concebir y exponer lo referente a la eucaristía en san Francisco. Se resaltaba en él la devoción y la veneración del sacramento ya confeccionado, olvidando que lo que precisamente le importaba era la realización misma del sacramento. Hubiera convenido recordar que Francisco habla casi siempre del «cuerpo y sangre» del Señor, que evidentemente se refiere primordialmente a la eucaristía como sacrificio de nuestra redención.
1.- Abusos y falsas interpretaciones de aquel tiempo
En tiempo de san Francisco la celebración eucarística está expuesta a numerosos abusos y prácticas supersticiosas. Había sacerdotes que celebraban diariamente varias misas, no por devoción, sino por avaricia o por complacer a personajes importantes. Los cristianos devotos se quejaban de la venalidad y del número de las misas. Los había que consagraban en cada una de las varias misas que celebraban, pero comulgaban en una sola para salvar así la prohibición de la Iglesia. De estas prácticas a la misa seca, en la que se rezaban las oraciones de la misa, pero no había ni ofertorio ni consagración ni comunión, quedaba sólo un paso. Había sacerdotes que, ávidos de dinero, recurrían al empleo, según gusto propio o deseo del pueblo, de un canon y varias fórmulas del propio de diversas misas (missa bifaciata, trifaciata, quadrifaciata, etc.) para estimular al pueblo a la ofrenda. Si tenemos en cuenta las múltiples formas de supersticiones que se valían de los objetos del altar y hasta del mismo sacramento, podremos concluir que faltaba el sentido de un delicado respeto a lo más santo en la casa de Dios, ese respeto que retrae de todo abuso de lo santo con fines terrenos y viles. Tan poca atención se prestaba a la dignidad del ministro que, justamente entre los cristianos serios, se difundió aquel conocido error doctrinal de que, si no se podía encontrar un buen sacerdote, tenía derecho de consagrar un laico bueno. Es el mérito el que engendra el derecho y confiere el oficio. Sólo el orden, de nada sirve.5
Todo esto ayuda a comprender por qué los fieles participaban cada vez menos en la celebración de la eucaristía. La entrega de las ofrendas fue decayendo. Se contentaban con la simple asistencia a la misa, sin participar en la comunión. No fue meramente casual que el Concilio Lateranense IV (1215) mandase con rigor a los fieles recibir la comunión por lo menos una vez al año.6 Con el tiempo, muchos llegaron a sentirse satisfechos con contemplar la hostia en el momento de la consagración; y para ello iban pasando de una iglesia a otra; se atribuía una eficacia supersticiosa a esta «mirada al cuerpo de Cristo», llegando a considerarla incluso más importante que la misma comunión.
2.- Doctrina y vida de san Francisco
Todos estos abusos y falsas concepciones los conoció también Francisco. Punto por punto los fue corrigiendo; sus aportaciones, extraídas de la vida de la Iglesia y formuladas a partir de la esencia del sacramento, fueron sorprendentemente profundas. Cuando teólogos y canonistas no se aclaraban acerca de la admisibilidad de esas prácticas y doctrinas, el santo amonestaba sereno y daba sus normas y directrices precisas. También en este caso es perfectamente válido lo que dice su biógrafo: «La teología de este varón, asegurada en la pureza y en la contemplación, es águila que vuela; nuestra ciencia, en cambio, queda a ras de tierra» (2 Cel 103). Así se expresa un maestro en teología después de una explicación dada por Francisco. Quien lea algunas controversias de los teólogos de entonces comprenderá la aplicación de estas palabras a la doctrina eucarística de san Francisco.
a) Los poderes del sacerdote
Francisco dice expresamente que sólo el sacerdote consagrado puede celebrar la eucaristía, y sólo en virtud del poder de consagrar, independientemente de su conducta personal. En cierta ocasión se le llamó la atención acerca de un sacerdote que vivía con una concubina y era autor de muchos crímenes de todos conocidos; pero él se postró a los pies del sacerdote delante de los feligreses, y dijo: «No sé si sus manos son lo que él dice; pero, aunque así fueran, estoy seguro de que no pueden manchar la virtud y la eficacia de los sacramentos divinos. Más bien, como a través de estas manos descienden muchos beneficios y gracias del Señor al pueblo de Dios, las beso por reverencia de aquellas cosas que ellas administran y de Aquel con cuya autoridad las administran».7 Ilustrado por la fe, distingue el poder del sacerdote de sus cualidades humanas, que en nada afectan a las atribuciones conferidas por la Iglesia.
En el lecho de muerte vuelve todavía a testimoniar su reconocimiento por esta gracia que le otorgó el Señor: «Después de esto, el Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes que viven según la norma de la santa Iglesia romana, por su ordenación, que, si me viese perseguido, quiero recurrir a ellos... Y a estos sacerdotes y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a señores míos. Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores. Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben y solos ellos administran a otros».8 Más allá de toda debilidad humana, ve en los sacerdotes al Hijo de Dios, que por medio de ellos se da a los hombres en la celebración del sacrificio eucarístico.
Afronta también el abuso de las celebraciones múltiples en aquella exhortación categórica a los hermanos: «Amonesto por eso y exhorto en el Señor que, en los lugares en que habitan los hermanos, se celebre sólo una misa cada día según la forma de la santa Iglesia. Y si hay en el lugar más sacerdotes, conténtese cada uno, por el amor de la caridad, con oír la celebración de otro sacerdote; porque el Señor Jesucristo colma a los presentes y a los ausentes que de Él son dignos. El cual, aunque se vea que está en muchos lugares, permanece, sin embargo, indivisible y no padece menoscabo alguno, sino que, siendo único en todas partes, obra según le place con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 30-33).
Quiere, por tanto, que la comunidad de los hermanos, llena de un solo Señor y haciendo presente lo que ha de ocurrir por toda la eternidad, esté unida en un solo sacrificio. Estas sencillas palabras expresan su fe de que en la celebración eucarística se hacen presentes el pasado y el futuro de la acción salvífica de Dios. La celebración de la misa según la forma de la Iglesia hace que la comunidad de hermanos se convierta justamente en la imagen de esa misma Iglesia.
Mediante otra amonestación muy seria, Francisco trata de evitar el afán codicioso de hacerse con el mayor número posible de estipendios: «Ruego también en el Señor a mis hermanos sacerdotes que son, y serán, y a los que desean ser sacerdotes del Altísimo que, siempre que quieran celebrar la misa ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres; sino que toda voluntad, en cuanto puede con la ayuda de la gracia, se dirija a Dios, deseando con ello complacer al solo sumo Señor, porque sólo Él obra ahí como le place; pues -como El mismo dice: Haced esto en conmemoración mía-, si alguno lo hace de otro modo, se convierte en el traidor Judas y se hace reo del cuerpo y sangre del Señor» (CtaO 14-16). Quiere, pues, excluir de la celebración del sacrificio toda «impureza», que es afición a lo terreno y a lo puramente humano. El hombre debe estar, bajo la acción de la gracia, en total apertura al acontecimiento santo, debe tratar de ser cada vez más exclusivamente para Dios, si no quiere convertirse en el traidor Judas.9
b) Problemas en torno a la celebración del sacramento
Francisco no sólo aclara las cuestiones que entonces se planteaban acerca del sacerdote como ministro de los santos misterios; con mayor solicitud todavía se ocupa de la forma debida en que se ha de participar en el sacramento. También ahora se desenvuelve dentro de su propio campo, el de una devoción práctica, a la que todo su amor se siente atraído.
Antes de enfrentarnos con estas cuestiones en particular, será conveniente aclarar con todo cuidado, qué representa exactamente la eucaristía para Francisco. Ya hemos apuntado que, al hablar de la eucaristía, emplea la expresión «cuerpo y sangre de Cristo»; tiene sin duda presente sobre todo el aspecto sacrificial del acontecimiento eucarístico. Es lo que se infiere también de otras expresiones por él usadas: la fórmula «estos santísimos misterios» (Test 11; CtaCle 4), como también «sacramento del cuerpo de Cristo», «sacramento del altar»10, que a nosotros nos parecen más precisas, se refieren a la celebración eucarística; habría que recordar también la expresión «missarum sacramenta» de Celano (2 Cel 185). Clarísima es la formulación que hace en la exhortación dirigida a los sacerdotes de la orden: «el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo» (CtaO 14; cf. 1CtaCus 4). Aunque se nos puedan presentar como un tanto misteriosas estas palabras de la primera Carta a los Custodios: «salud en las nuevas señales del cielo y de la tierra, que son grandes y muy excelentes ante Dios y que por muchos religiosos y otros hombres son consideradas insignificantes», sin embargo en su conjunto la carta alude igualmente a la celebración eucarística.11
Por tanto, la celebración eucarística es para él un verdadero sacrificio. Es ésta una realidad que subraya con fuerza. Los sacerdotes de la orden «ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo» (CtaO 14). Francisco quiere venerar a los sacerdotes precisamente por esto: «por razón del oficio y de la administración del santísimo cuerpo y sangre de Cristo, que sacrifican sobre el altar y reciben y administran a otros».12 «Cuando el sacerdote ofrece el sacrificio sobre el altar, todos, arrodillándose, rindan alabanzas, gloria y honor al Señor Dios vivo y verdadero» (1CtaCus 7). «Pongan su atención en cuán viles son los cálices... en los que se sacrifica el cuerpo y la sangre de nuestro Señor» (CtaCle 4). No queda duda de que Francisco sostiene siempre que sólo el sacerdote puede celebrar este sacrificio. Hasta se puede decir que en este punto adopta una postura casi polémica y se expresa de forma muy concreta, particularmente en las palabras que siguen: «El sacramento que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino, y... que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo» (Adm 1,9; cf. 1CtaCus 7; CtaCle; 2CtaF 33). Sorprende la fuerza con que destaca el valor de consagración que tienen las palabras de Cristo: «Sabemos que no puede existir el cuerpo, si previamente no ha sido consagrado por la palabra» (CtaCle 2); «en virtud de las palabras de Cristo se realiza el sacramento» (CtaO 37; cf. LP 108f); «las palabras por las que se confecciona el cuerpo de Cristo» (EP 65e). Evidentemente quiere superar concepciones heréticas cuando declara enérgicamente: «Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado». Está refiriéndose a la presencia del Señor ensalzado «que no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y está glorificado y en quien los ángeles desean sumirse en contemplación» (Adm 1,19; CtaO 22).
La eucaristía, verdadero sacrificio, es participación en el sacrificio de Cristo en la cruz. Francisco describe esta realidad solamente en relación con la comunión: «Por ello, os aconsejo encarecidamente, señores míos, que... hagáis penitencia verdadera y recibáis con grande humildad, en santa recordación suya, el santísimo cuerpo y la santísima sangre de nuestro Señor Jesucristo» (CtaA 6); y en la Regla escribe: «Reciban con gran humildad y veneración el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, recordando lo que el Señor dice: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna"; y "Haced esto en memoria mía"» (1 R 20,5). Este pensamiento lo desarrolla vigorosamente en otra parte: «Y poco antes de la pasión celebró la Pascua con sus discípulos, y, tomando el pan, dio las gracias, pronunció la bendición y lo partió, diciendo: "Tomad y comed, esto es mi cuerpo". Y tomando el cáliz dijo: "Esta es mi sangre del nuevo testamento, que será derramada por vosotros y por todos para el perdón de los pecados". A continuación oró al Padre, diciendo: "Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz". Y sudó como gruesas gotas de sangre que corrían hasta la tierra. Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: "Padre, hágase tu voluntad; no se haga como yo quiero, sino como quieres tú". Y la voluntad de su Padre fue que su bendito y glorioso Hijo, a quien nos dio para nosotros y que nació por nuestro bien, se ofreciese a sí mismo como sacrificio y hostia, por medio de su propia sangre, en el altar de la cruz; no para sí mismo, por quien todo fue hecho, sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas. Y quiere que todos seamos salvos por Él y que lo recibamos con un corazón puro y con nuestro cuerpo casto. Pero son pocos los que quieren recibirlo y ser salvos por Él, aunque su yugo es suave y su carga ligera» (2CtaF 6-15).
Evidentemente, para el santo la comunión eucarística es exclusivamente el banquete sacrificial, por el que el hombre es introducido en la pasión y muerte redentora de Cristo. En él se cumple la voluntad del Padre para nuestra salvación, y esta salvación nos viene cuando le recibimos con santa intención. Así la eucaristía viene a ser el misterio por el que «hemos sido hechos y redimidos de la muerte a la vida» (CtaCle 3). En este contexto se comprenden las apremiantes palabras del santo: «Así, pues, besándoos los pies y con la caridad que puedo, os suplico a todos vosotros, hermanos, que tributéis toda reverencia y todo honor, en fin, cuanto os sea posible, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, en quien todas las cosas que hay en cielos y tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente» (CtaO 12-13).
Ahora se comprende sin más que Francisco afirme con tanta firmeza la necesidad de la eucaristía para la salvación; no se puede perder de vista que está combatiendo algunas opiniones de movimientos religiosos que defendían que la vida penitente era más importante y decisiva que la vida sacramental, y con ello promovían el que en el seno de la Iglesia se relajaran los fieles en cuanto a la recepción de la comunión. En todo caso, cuando habla de la vida de penitencia, Francisco exhorta siempre y encarecidamente a recibir el sacramento: «Y siempre que prediquéis, exhortad al pueblo a la penitencia, y decid que nadie puede salvarse sino el que recibe el cuerpo y sangre del Señor» (1CtaCus 6). En la carta a todos los fieles, que de punta a cabo es toda ella una corrección de los abusos y falsas doctrinas del tiempo, aparece cuatro veces una exhortación igualmente apremiante: «Debemos también confesar todos nuestros pecados al sacerdote; y recibamos de él el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Quien no come su carne y no bebe su sangre, no puede entrar en el reino de Dios... Y a nadie de nosotros quepa la menor duda de que ninguno puede ser salvado sino por las santas palabras y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos pronuncian, proclaman y administran. Y sólo ellos deben administrarlas y no otros». Es particularmente significativa la frase que sigue: «Y de manera especial los religiosos, que renunciaron al siglo, están obligados a hacer más y mayores cosas, pero sin omitir éstas» (2CtaF 22 y 34-36; cf. Adm 1). A este respecto el santo cita repetidamente la palabra del Señor: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (Jn 6,54)» (1 R 20,5; Adm 1,11). A los herejes, que querían vivir según el evangelio, contrapone con absoluta sencillez la palabra del evangelio. Tampoco aquí le afectan todas aquellas cuestiones que se agitaban en la teología contemporánea.
Lógicamente tendríamos que preguntarnos ahora por la frecuencia de la comunión. Por desgracia, en lo que se refiere a la vida personal de san Francisco, no disponemos de testimonios tan precisos como los que se refieren a su fiel discípulo, el hermano Gil; en cuanto a éste refiere su vida que se acercaba a los sacramentos de la Iglesia con gran devoción y que recibía el cuerpo del Señor todos los domingos y las festividades más importantes (AF 3, p. 106). Pero de estos datos no podemos sacar conclusiones seguras sobre la práctica de la comunión en san Francisco y en sus primeros hermanos. Habría que recordar que las Damas de San Damián comulgaban siete veces al año (RCl 3). Por lo que se refiere al mismo Francisco, Celano no dice sino que «comulgaba con frecuencia». Pero, ¿qué significa el adverbio latino saepe, con frecuencia, en boca de un escritor medieval? El significado de saepe por aquellos tiempos puede oscilar entre diariamente y «seis o siete veces al año».13 La paráfrasis del Padrenuestro, que ciertamente no fue redactada por el mismo Francisco, pero que, sin embargo, es una de las plegarias que él rezaba, contiene esta invocación: «El pan nuestro de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, dánosle hoy: para que recordemos, comprendamos y veneremos el amor que nos tuvo y cuanto por nosotros dijo, hizo y padeció».14 Querríamos utilizar este testimonio para dar una interpretación concreta a la expresión con frecuencia. A él se ajusta sin violencia aquel otro testimonio del Santo: «¿No nos mueven a piedad todas estas cosas cuando el piadoso Señor mismo se pone en nuestras manos y lo tocamos y lo recibimos todos los días en nuestra boca?» (CtaCle 8). En todo caso las Leyendas de la familia del Speculum perfectionis cuentan unánimemente que el sacerdote Benito de Piratro celebraba a veces la misa en la celda en que el santo yacía enfermo, «pues quería oírla siempre que podía, por más enfermo que se sintiera» (EP 87; LP 59; cf. 2 Cel 201: «Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa»).
Francisco no pone limitación numérica a los hermanos menores. Después de la exhortación a confesarse, a poder ser con sacerdotes de la orden, prosigue: « Y, contritos y confesados de este modo, reciban con gran humildad y veneración el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, recordando lo que el Señor dice: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna" y: "Haced esto en memoria mía"».15 Aceptaba la práctica común, pero al mismo tiempo ofrecía a sus hermanos un camino más amplio, ya que entonces se recibía con más frecuencia el sacramento de la penitencia.
Evidentemente Francisco conocía todavía la comunión bajo las dos especies, que en occidente continuó en uso, parcialmente, en todo el siglo XIII. Cuando habla de la comunión eucarística distingue siempre entre carne (cuerpo) y sangre del Señor. Con igual claridad habla de «comer y beber». En cuanto a su práctica personal disponemos de un testimonio que data de 1338 y que dice que en la basílica de san Francisco de Asís había «un cáliz pequeño de plata, un poco dorado, con el que comulgó el bienaventurado Francisco» (Lemmens). Las expresiones del santo y la tradición de la orden se completan en cuanto a este particular.
Algunas de las ideas que hemos ido exponiendo, se irán redondeando con la cuestión de cómo ha de realizar el cristiano la celebración del sacrificio eucarístico según las enseñanzas de san Francisco.
Hoy sabemos que en la edad media la exhortación del Apóstol: «Por tanto examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber la copa, porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia sentencia» (1 Cor 11,28), tuvo una gran influencia en la formación de la actitud exigida para recibir la santa comunión, y fue una de las causas que determinaron la disminución en la participación en la misma. También Francisco exige un atento examen de sí mismo para la confesión antes de la comunión. Considera aún más apremiante la segunda exhortación del Apóstol: «Pero cómalo y bébalo dignamente, porque quien lo recibe indignamente, come y bebe su propia sentencia no reconociendo el cuerpo del Señor, es decir, sin discernirlo» (2CtaF 24). Esta « dignidad» es explicada por san Francisco ulteriormente, rebasando incluso el pensamiento del Apóstol: «Pues el hombre desprecia, mancha y conculca al Cordero de Dios cuando, como dice el Apóstol, sin diferenciar y discernir el santo pan de Cristo de otros alimentos o ritos, o bien lo come siendo indigno, o bien, aun cuando fuese digno, lo come de manera vana e indigna» (CtaO 19). Este aviso dado en principio a los sacerdotes de la orden podría esclarecer también aquella otra amonestación dirigida a todos los fieles, a la que antes nos hemos referido (cf. 2CtaF 24). Por eso podría ser también válido para todos lo que, refiriéndose primeramente a los sacerdotes, añade a continuación: «El Señor dice por el profeta: "Maldito el hombre que hace la obra del Señor con hipocresía (Jer 48,11)"». Pero Francisco completa lo dicho al señalar la actitud apropiada para una digna recepción: «Escuchad, hermanos míos: si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque lo llevó en su santísimo seno; si el Bautista se estremece dichoso y no se atreve a palpar la cabeza santa de Dios; si el sepulcro en que yació por algún tiempo es venerado, ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con las manos, toma con la boca y el corazón y da a otros no a quien ha de morir, sino al que ha de vivir eternamente y está glorificado y en quien los ángeles desean sumirse en contemplación!» (CtaO 19-62). Lo que se ha dicho para los sacerdotes, vale también indudablemente para todos los cristianos que reciben «el santo pan de Cristo... con la boca y el corazón». También ellos deben esforzarse en ser dignos.
Esto se desprende con toda claridad de la gran exhortación del santo a todos los fieles. También en ella la comunión del cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo aparece estrechamente relacionada con la «vida de penitencia». Esta excluye que los hombres pongan por obra «vicios y pecados» y que caminen «tras la mala concupiscencia y los malos deseos»; en una palabra: reprueba a los que «sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales, con los cuidados y afanes de este siglo, y con las preocupaciones de esta vida, engañados por el diablo, cuyos hijos son y cuyas obras hacen»; estos tales «son unos ciegos, pues no ven a quien es la luz verdadera, nuestro Señor Jesucristo. No tienen sabiduría espiritual, porque no tienen en sí al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre» (2CtaF 63-67; cf. CtaA 6). Aquí están resumidos todos los elementos comprendidos en el concepto de pureza de san Francisco. La impureza, con todas sus consecuencias, resalta de modo impresionante. Pero también destaca la plenitud beatificante de la pureza, que se da en la comunión eucarística: «Tienen en sí al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre».
No creemos equivocarnos mucho si interpretamos el contenido de esta exhortación diciendo que Francisco exige el abandono de lo que es «puramente humano», recomendación por otra parte muy útil para el común de los cristianos. La «dignidad» que se requiere para la recepción de la eucaristía reclama el despojo de sí mismo, el vuelco total del hombre hacia Dios, el perderse a sí mismo en el sacrificio total que supone la verdadera devoción.
Con todo lo que antecede, estamos en condiciones de interpretar una de las afirmaciones más difíciles relativas al tema que estamos estudiando: «Así, pues, es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor. Todos los otros, que no participan de ese mismo espíritu y presumen recibirlo, se comen y beben su sentencia» (Adm 1,12-13). ¿A qué se refiere cuando dice «el espíritu del Señor... recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor?» Se inclina a pensar en la palabra del Señor en el discurso de la promesa: «Es el espíritu el que vivifica, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). Es decir: nada importa el hecho de la recepción externa; lo importante es la fe con que ella se hace. Esto nos recuerda lo que en otro lugar dice Francisco a este propósito: que el hombre toma al Señor «con la boca y el corazón» (CtaO 22; 2CtaF 14).
Todo esto puede ser válido; pero tal vez tengamos que estudiar más de cerca el lenguaje del santo. Los conceptos «espíritu de Dios» y «espíritu de la carne» aparecen en él frecuentemente contrapuestos entre sí, y encierran realidades íntimas de la vida que animan. Por «espíritu de la carne» entiende Francisco la actitud del hombre que lo refiere todo al «cuerpo», a lo natural; es ante todo el principio de lo opuesto a Dios en el hombre, el yo malo y rebelde que se opone al bien y se levanta contra Dios. El «espíritu de la carne» es el espíritu que todo lo refiere y orienta hacia el propio yo.
Por el contrario, quien tiene « el espíritu del Señor», no piensa según el modo natural o conforme a categorías consideradas válidas entre los hombres. No ve ni valora la vida según el espíritu mundano, ni con los ojos del yo. El «espíritu de Dios» llena al hombre cuando éste mira y valora todas las relaciones y situaciones de la vida según el verdadero espíritu evangélico, cuando las contempla, por así decirlo, con los ojos de Jesucristo. El sacramento debe recibirse con este espíritu de abnegación propia, de sacrificio; de otra forma, el hombre comería y bebería su propia condenación, al no discernir el cuerpo del Señor.
Francisco está bien lejos de contentarse con un simple y meticuloso desarrollo del rito del sacramento, que se parecería mucho a ciertas acciones mágicas. Todas las referencias y exhortaciones a la verdadera dignidad exigen un cambio radical en el hombre, su capitulación absoluta frente a Dios. Así la comunión eucarística es siempre una participación en el abandono de Jesús al Padre, es una participación en el sacrificio de Cristo.
Bien claramente lo explica Francisco a los fieles cuando, al describir la obediencia de Cristo hasta la muerte, con la cual se ofreció «a sí como sacrificio y hostia, por medio de su propia sangre, en el altar de la cruz», habla de la comunión eucarística habiendo citado primero las palabras de san Pedro: «Cristo ha sufrido, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 Pe 2,21; 2CtaF 11-14). Y aún es más claro cuando exige a los sacerdotes de la orden el abandono de sí mismos, abandono que en el hombre, a imitación de Cristo, debe hacerse realidad en la misma participación en la eucaristía: «¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad, que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan! Mirad, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones; humillaos también vosotros, para ser enaltecidos por Él. En conclusión: nada de vosotros retengáis para vosotros mismos para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 27-29). Este himno, tan lleno de amor reconocido, no sólo da cima a la piedad eucarística de san Francisco; estas palabras sintetizan también lo que él tiene que decir acerca de la vida cristiana como vida evangélica en penitencia, entendida en el sentido de «metanoia» evangélica. En este acontecimiento misterioso de la celebración eucarística, Dios se da enteramente al hombre en Cristo, presente en el sacramento del altar. Por algo aparece poco antes la breve frase escriturística: «Como a hijos se nos brinda el Señor Dios» (Heb 12,7). Por otro lado, el hombre que recibe a Dios, es enteramente recibido y acogido por Él. Como es habitual en Francisco, también ahora afirma esa misteriosa relación entre la acción salvífica de Dios y la cooperación del hombre en la sencillez de la fe.
El discípulo que mejor conoció y refirió los propósitos de Francisco atestigua con qué intensidad vivía y actuaba en conformidad con lo que acabamos de expresar. He aquí sus palabras: «Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y, al recibir al Cordero inmolado, inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201; cf. LM 9,2). También este breve testimonio de su biógrafo demuestra claramente con qué profundidad había penetrado el santo en el misterio de la santa misa: al sacrificio del Cordero sobre el altar correspondía el de todo su ser. En unión con Él ofrecía el sacrificio pleno de toda su vida. En esta celebración, a la par que Francisco iba identificándose con el sacrificio de Cristo, el Cordero de Dios, sacrificado por nuestros pecados, iba también creciendo en él la disposición de entrega a Dios.
Ahora ya no extrañará a nadie que Francisco, en las Alabanzas que rezaba antes de las horas canónicas y que están compuestas con frases cortas de la sagrada Escritura, introdujera la alabanza que se lee en el Apocalipsis: «Digno es el cordero que ha sido degollado de recibir alabanza, gloria y honor» (Ap 5,12). Y si en su Oficio de la pasión da gracias por la obra de la salvación de Dios (conviene recordar que las vísperas, como sacrificium vespertinum, correspondían a la celebración de la eucaristía por la mañana y eran en cierto sentido su equivalente), que Él ha realizado en el mundo por medio de su amado Hijo, remata este canto gozoso de gratitud, una verdadera eucaristía, en esta significativa invitación: «Tomad vuestros cuerpos y cargad con la santa cruz y seguid hasta el fin sus santísimos preceptos» (OfP 7,8).
Hasta aquí hemos descrito la actitud espiritual que san Francisco consideraba necesaria para participar en el sacrificio y en la comunión eucarística. Queda por considerar otro aspecto, en el que el santo se revela como hijo de su tiempo. Escribe a los fieles que el Señor quiere «que todos seamos salvos por Él y que lo recibamos con un corazón puro y con nuestro cuerpo casto». Al lado de la pureza interior se exige la castidad corporal, entendida según la mentalidad del tiempo, fruto de una larga evolución.
c) De cara a la historia de la salvación
A lo largo de nuestra exposición ha quedado claro que para Francisco «recibir el cuerpo y la sangre del Señor» significaba celebrar la memoria de la pasión. La recepción de la eucaristía forma parte de la celebración de la memoria de la muerte de Cristo, porque para él la eucaristía es el sacrificio perenne de la reconciliación entre Dios todopoderoso y el hombre pecador (1 R 20,5; 2CtaF 6-15; CtaCle 3; CtaO 12-13).
Pero nos parece necesario que, sobre la base de una serie de afirmaciones, reflexionemos más ampliamente sobre el hecho de la memoria o la conmemoración. Una primera alusión a esto la encontramos en aquella oración que era indudablemente predilecta al santo: «El pan nuestro de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, dánosle hoy: para que recordemos, comprendamos y veneremos el amor que nos tuvo y cuanto por nosotros dijo, hizo y padeció» (ParPN 6). Por tanto, la celebración eucarística tiene lugar «en memoria» del amor del Señor, tal como se nos ha revelado en sus palabras y acciones y también en su pasión.
Esta afirmación queda más claramente iluminada si se estudia la sucesión de ideas de los versículos 4-21 de la Carta a todos los fieles. Después de haber descrito el camino que Cristo, «el Verbo del Padre tan digno, tan santo y glorioso», ha recorrido desde su encarnación a través de su vida pobre, de la cruz y de la pasión para la salvación del mundo, después de haber recordado que ese mismo Cristo se ofreció «como sacrificio y hostia en el altar de la cruz», continúa: «Quiere que todos seamos salvos por Él y que le recibamos con un corazón puro y con nuestro cuerpo casto». El acontecimiento, que se inició con la encarnación del Hijo de Dios y se completó de una vez por todas en la muerte de cruz, es participado y dado al hombre como un don precioso en la celebración eucarística. Porque Jesús cumplió en toda su vida la voluntad del Padre -«puso su voluntad en la voluntad del Padre»- hemos sido salvados y hemos sido capacitados para responder con amor; por eso llama Francisco benditos a «los que quieren gustar cuán suave es el Señor», y malditos a los que «aman más las tinieblas que la luz»: «¡Cuán dichosos y benditos son los que aman a Dios y obran como dice el Señor mismo en el evangelio: "Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda la mente, y a tu prójimo como a ti mismo"». En esta descripción particularizada aparece evidente que, para el santo, se celebra la eucaristía «para que recordemos, comprendamos y veneremos el amor que nos tuvo y cuanto por nosotros dijo, hizo y padeció».
Francisco cree firmemente que en la eucaristía se hace presente el camino que Cristo recorrió para nuestra salvación, y que en esta celebración recibimos nosotros la fuerza y la posibilidad de recorrer este mismo camino de Cristo, siguiendo sus huellas con fe. No por otra razón apremia encarecidamente: «Por eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros El mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero. Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como El mismo dice: "Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo"» (Adm 1,14-22). El mismo pensamiento de la historia de la salvación, que abarca siempre el camino entero de Cristo hasta su retorno glorioso, se encuentra en varios de los salmos en los que Francisco canta la obra de la redención (OfP).
Todavía nos queda algo que precisamente ahora no podríamos pasar por alto, ya que Francisco alude a ello expresamente. En el misterio de la eucaristía actúa el Señor glorificado; como tal está con nosotros hasta el fin del mundo. No está entre nosotros como cuando vino a nosotros para morir por nosotros, sino que lo contemplamos como «al que ha de vivir eternamente y está glorificado y en quien los ángeles desean sumirse en contemplación». Sentado a la derecha del Padre, actúa misteriosamente entre nosotros y «colma a los presentes y a los ausentes que de Él son dignos» (CtaO 22 y 32; cf. LCl 28). En este misterioso acontecimiento su gloria se hace gloria nuestra ya al presente, porque su vida se convierte en vida nuestra: «como atestigua el Altísimo mismo, que dice: "Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento, que será derramada por muchos"; y: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna"». De este modo se renueva en la eucaristía diariamente el hecho salvífico y la obra de la salvación; es en la eucaristía donde Dios regala al hombre agradecido sus acciones maravillosas.
Ahora, como conclusión, digamos tan sólo que en la doctrina eucarística de san Francisco no se encuentra ningún vestigio de las alegorías, que tanta aceptación tuvieron en la edad media para explicar la misa.
II. EL SACRAMENTO YA CONFECCIONADO
Las consideraciones precedentes han debido demostrar palmariamente la importancia que tiene en el pensamiento y en la vida de san Francisco, como también en la doctrina por él formulada, la celebración eucarística. Queda de manifiesto la resistencia que oponía a los errores y abusos de su tiempo en esta materia, y que además procuraba una exuberante plenitud de fe, o más bien de una vida de fe. Teniendo presente la evolución de la piedad eucarística en aquellos momentos, no parece extraño que el sacramento ya confeccionado ocupe un puesto central en la espiritualidad del santo.
También a este respecto se puede demostrar que Francisco trató de enmendar con su piedad personal las falsas doctrinas y los abusos de su tiempo; pero, por otra parte, introdujo en la piedad eucarística toda la riqueza de aquella piedad nueva y personal que fue creándose por medio de los movimientos religiosos de la alta edad media. En este sentido, san Francisco y el movimiento inspirado por él llegaron a ejercer indudablemente una influencia duradera.
1.- Falsas doctrinas de los cátaros y supersticiones de los cristianos
Fueron los cátaros los que en tiempo de san Francisco lanzaron la más dura embestida contra el sacramento del altar. Debido a su dualismo, rechazaban precisamente este sacramento porque en él está siempre en íntimo contacto el mundo de lo divino, de lo espiritual, con el mundo material, que, al ser considerado por ellos como algo malo, debía ser despreciado. Si por motivos oportunistas mantenían ellos un rito de la fracción del pan, no querían con él consagrar el cuerpo de Cristo; era solamente un rito conmemorativo; y tanto más cuanto que en razón de sus doctrinas dualistas, para ellos no tenía sentido el sacrificio de Cristo. Puntos de vista similares se encuentran en otros movimientos reformistas heréticos surgidos en occidente; por ejemplo, en el siglo XII el en otros tiempos sacerdote Pedro de Bruis rechazaba la eucaristía; otros la declaraban mala. Anteriormente había aparecido un movimiento que rechazaba la eucaristía, porque tenía por impuro todo lo material y enseñaba que «los verdaderos cristianos» deben vivir del «alimento celestial».16
A todos ellos hay que agregar los Amalricanos y otras sectas fanáticas, que también rechazaban la eucaristía. Y, teniendo en cuenta todo este panorama, se comprende que la devota adoración de la sagrada hostia, como reconocimiento de la presencia real, fuera la señal distintiva más destacada de los verdaderos cristianos. Esta es una de las razones más poderosas de la adoración cultual de la eucaristía, que desde entonces se desarrolló en múltiples formas. Y también esto explica que el problema de la presencia real ocupara un puesto de primer plano en las discusiones teológicas e influyera tan notablemente en la elaboración de los ritos de la misa.
Por otra parte la nueva piedad se opone con razón a un gran envilecimiento del sacramento, que había penetrado también en diversos lugares dentro del círculo eclesiástico. Los ejemplos reales citados por Cornet, calificandolos de «mala conducta, negligencia e ignorancia del clero», son francamente llamativos. Las decisiones conciliares aducidas demuestran palmariamente la existencia de abusos que la Iglesia hubo de combatir. El testimonio más claro es el informe del así llamado Anónimo de Passau. Cuenta de algunos sacerdotes que no renovaban a su debido tiempo las hostias consagradas, de forma que se las comían los gusanos; con frecuencia dejaban caer en tierra el cuerpo y sangre del Señor y abandonaban el sacramento en habitaciones particulares o en un árbol del jardín; en las visitas a los enfermos dejaban la teca con la eucaristía en la habitación y marchaban a las tabernas; daban la comunión a pecadores públicos y se la negaban a los dignos; celebraban la santa misa aun viviendo públicamente en pecado; se servían de vino adulterado para la celebración de la misa, vertían en el cáliz más agua que vino; y, concluida una misa, celebraban otra de nuevo; decían varias misas sin motivo o las decían con cantos interminables y poco adecuados; de las iglesias hacían tabernas y allí tenían lugar diversiones inconvenientes (Cornet).
No se trata de casos aislados. Lo demuestra, junto a las numerosas decisiones conciliares de este tiempo, el documento «Sane cum olim» de Honorio III del 22 de noviembre de 1219, que se propone salir al paso a estos abusos castigándolos con penas canónicas (Cornet). La reiterada preocupación de san Francisco es un testimonio de que estos abusos estaban entonces muy extendidos y de que los cristianos más fervorosos imploraban ayuda para su desarraigo.
2.- El remedio usado por San Francisco
A esta incredulidad respecto al sacramento del altar que iba difundiéndose por doquier, Francisco no sólo oponía su fe profunda y avasalladora, sino que recurría a exhortaciones por carta y otros escritos cuando veía cernirse el peligro para sus hermanos y para cuantos le estaban confiados.
a) Su fe en la presencia de Cristo en el sacramento
En su primera Admonición, Francisco se convierte en el maestro de la presencia real de Cristo en el sacramento del altar; pero también en juez para cuantos no creen en esta verdad. Compone la Admonición haciendo una doble aplicación. En primer lugar compara a los incrédulos de su tiempo con los contemporáneos del Señor que no creyeron en Él: «Por eso, todos los que vieron según la humanidad al Señor Jesús y no lo vieron ni creyeron, según el espíritu y la divinidad, que Él era el verdadero Hijo de Dios, quedaron condenados; del mismo modo ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven ni creen, según el espíritu y la divinidad, que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, están condenados, como atestigua el Altísimo mismo que dice: "Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento, que será derramada por muchos"; y: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna"» (Adm 1,8-11).
Así como, cuando aparece Dios en la encarnación de Cristo, la divinidad es sólo perceptible en la fe, de igual manera sólo en esa misma fe se puede percibir la acción divina que se da en la eucaristía. Para Francisco se trata en ambos casos de una misma fe. Ahora bien, el que la posee, tiene la vida eterna. Y el que no cree, está condenado. Es evidente que el santo no recurre a las enseñanzas de los teólogos; a él le basta el testimonio del Altísimo; para él es la fe lo que interesa para la salvación en la vida diaria.
En la segunda aplicación Francisco emplea un razonamiento análogo: «Y como se mostró a los apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero».17 También aquí se trata nuevamente de un mismo acto de fe: el que habían de realizar los apóstoles en la manifestación del Dios invisible y escondido que se operó en el hombre Jesucristo y el que han de efectuar ahora los creyentes ante la eucaristía.
Ambas aplicaciones expresan la fe incondicional de Francisco en la presencia real de Cristo en la eucaristía. El Señor está tan presente en ésta según la humanidad y la divinidad, como un día se hizo presente su divinidad en el hombre Jesucristo. Pero solamente la fe vislumbra lo que manifiestan estas dos epifanías.
Tal vez merezca una atención especial el dato de que Francisco relaciona siempre en este texto contemplar y creer. En esta Admonición, que ya de antiguo se titula «El cuerpo de Cristo», se trata para Francisco de la visión de Dios. Sólo cuando se tiene ante los ojos este objetivo del santo, se comprende la profundidad de su fe en la presencia eucarística de Cristo: «Dice el Señor Jesús a sus discípulos: "Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí conoceríais, por cierto, también a mi Padre; y desde ahora lo conoceréis y lo habéis visto". Felipe le dice: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta". Le dice Jesús: "Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre". El Padre habita en una luz inaccesible, y Dios es espíritu, y a Dios nadie lo ha visto jamás. Y no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no es de provecho en absoluto».18
El ardiente deseo del hombre de ver a Dios, se realiza, pues, en la manifestación de Dios en el Hijo. El Dios invisible, inaccesible, se hace accesible, alcanzable al hombre en Cristo; pero sólo al hombre que lo mira con ojos espirituales. Es a través de la fe como Dios se hace alcanzable a nosotros; «al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero». La eucaristía es, pues, el lugar en el que Dios se hace, en cierto modo, una realidad sensible y palpable, y se acerca humanamente a nosotros.
Nos encontramos ante uno de los pensamientos más queridos de san Francisco y que, en la literatura que hemos tenido hasta ahora, ha sido interpretado muy superficialmente: la visión de Cristo presente en la eucaristía.
Hoy sabemos que esta cuestión preocupó seriamente a los teólogos de aquel tiempo, porque en la piedad popular la «mirada» al sacramento iba teniendo una importancia cada vez mayor, y, en cierto sentido, encerraba tanto valor como la recepción de la eucaristía. Así la Suma de Alejandro de Halés contiene ya esta respuesta: el Señor no dio su cuerpo a los apóstoles para que lo miraran, sino para que lo comieran. También san Buenaventura distingue netamente la comunión y la mirada o contemplación del sacramento. Mientras los teólogos dudaban en atribuir cierta eficacia de gracia a esa mirada al sacramento, el pueblo vinculaba, de forma muchas veces supersticiosa, sus esperanzas y deseos terrenos a la contemplación del cuerpo del Señor igual que a la asistencia a la misa. Nada de esto se encuentra en san Francisco. «Mirar», «contemplar» es siempre para él sólo una expresión y actualización de la fe en la presencia real del Señor en el sacramento; en otras palabras: es la base de su entrega tan personal a Él. Para Francisco «contemplar» es en el fondo una parte de la adoración del hombre al Señor presente en el sacramento.
Así, veía al Hijo de Dios en los sacerdotes y los consideraba sus señores: «Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y sangre, que ellos reciben y solos ellos administran a otros» (Test 10). Y casi lo mismo en otro lugar: «Nada tenemos ni vemos corporalmente en este mundo del Altísimo mismo, sino el cuerpo y la sangre, los nombres y las palabras por los que hemos sido hechos y redimidos de la muerte a la vida» (CtaCle 3). En ambos textos es reconocida ante todo como objeto de fe sólo la presencia de Cristo «en este mundo». Además esa presencia es para Francisco tan real que puede ser vista y tenida corporalmente; Cornet (o.c., VI, p. 76-7) demuestra que en occidente en el siglo XII la palabra «corporaliter» indicaba la verdadera presencia de Cristo bajo las especies sacramentales. Tal vez se comprendería mejor el pensamiento de Francisco si se entendiera en el sentido de que el Señor puede ser visto concreta y personalmente, es decir, que el hombre le encuentra como a quien está presente (CtaO 25). Francisco no liga esta contemplación con ningún tipo de esperanza de favores o con confianzas de beneficios especiales; ese ver es siempre para él expresión de la fe en la presencia del Señor.
Si la incredulidad elimina esta visión creyente en el hombre, se hace víctima de la condenación. Es lo que se desprende del categórico «están condenados», que aparece en las explicaciones de la primera Admonición de las que acabamos de ocuparnos más al detalle. Lo advierte más apremiantemente y en tono más personal en la Carta a todos los fieles. A propósito de los que hacen su propia voluntad y no viven en la penitencia ni reciben el cuerpo y sangre del Señor, escribe: «Son unos ciegos, pues no ven a quien es la luz verdadera, nuestro Señor Jesucristo. No tienen sabiduría espiritual, porque no tienen en sí al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre; de ellos se dice: Su sabiduría ha sido devorada (Sal 106,27). Ven, conocen, saben y practican el mal, y a sabiendas pierden sus almas» (2CtaF 66-68).
Este pasaje revela que para Francisco se trata del Cristo vivo de la fe que da al hombre una visión totalmente distinta de la vida. A través de esa visión de fe, Cristo convierte a los ciegos en videntes. De esta manera Francisco, con su fe viva, despojó a los signos objetivos del hecho salvífico de esta grandeza inmensa que les confiere la lejanía y los puso al alcance de un encuentro más personal. Con singular simplicidad se abrió paso en él el nuevo espíritu de una piedad totalmente personal. Francisco vivió el espíritu de aquella nueva piedad tan desbordante de entrega personal y de participación amorosa, como apareció en los movimientos religiosos de la alta Edad Media.
Esto se nos presenta mucho más evidente en la Carta a los clérigos: «¿No nos mueven a piedad todas estas cosas cuando el piadoso Señor mismo se pone en nuestras manos y lo tocamos y lo recibimos todos los días en nuestra boca?» (CtaCle 8). También aquí se trata de la donación amorosa que el Señor, inmediatamente presente, otorga al hombre en el sacramento, y a la que el hombre ha de responder con igual entrega en el amor. El encuentro personal exige del hombre una respuesta personal, de la que depende su encuentro con el Señor en su venida al fin de los tiempos. Así como El se entrega ahora en las manos del hombre, de igual manera tendrá el hombre que venir un día a las manos de Dios. Estos dos encuentros tienen entre sí una estrechísima relación.
Este aspecto escatológico está destacado también en una exhortación muy apremiante que el santo dirige a los sacerdotes de la orden: «Recordad, mis hermanos sacerdotes, lo que está escrito respecto de la ley de Moisés: si alguno la transgredía aun sólo materialmente, moría sin misericordia alguna por sentencia del Señor (cf. Heb 10,28). ¡Cuánto mayores y peores suplicios merece padecer quien pisotee al Hijo de Dios y tenga por impura la sangre de la alianza, en la que fue santificado, y ultraje al espíritu de la gracia!» (CtaO 17-18). Estas palabras tan severas expresan la fe del santo en la presencia real del Señor y su gran preocupación de que el hombre pueda comportarse indebidamente ante esa presencia. Esta preocupación se hace más acusada en el siguiente pasaje: «Considerad vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque Él es santo. Y así como os ha honrado el Señor Dios, por razón de este ministerio, por encima de todos, así también vosotros, por encima de todos, amadle, reverenciadle y honradle. Miseria grande y miserable flaqueza que, teniéndolo así presente, os podáis preocupar de cosa alguna de este mundo. ¡Tiemble el hombre todo entero, estremézcase el mundo todo y exulte el cielo cuando Cristo, el Hijo de Dios vivo, se encuentra sobre el altar en manos del sacerdote!» (CtaO 23-26).
No puede afirmarse más directamente, más íntimamente y más personalmente la fe en la presencia real de Cristo en el sacramento del altar. Francisco pertenecía de verdad a los que «quieren gustar cuán suave es el Señor, y no aman más las tinieblas que la luz» (2CtaF 16). La luz de su fe tan viva era una gracia de Dios para su tiempo, capaz de ahuyentar con su esplendor todas las tinieblas de la herejía cátara.
b) Su respeto ante el Señor presente
De esta actitud de fe deriva espontáneamente en el santo una adoración llena de respeto al sacramento: «Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el sacramento del cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia y su condescendiente caridad» (2 Cel 201; cf. LM 9,2; EP 65; LP 108). Un himno del santo confirma este testimonio de Celano: «¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad, que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan!». En el mismo tono exhorta a los sacerdotes: «Así también vosotros, por encima de todos, amadle, reverenciadle y honradle» (CtaO 27 y 24; cf. 1CtaCus 2). Y los predicadores deben fomentar en los fieles esta veneración: «Que, cuando el sacerdote ofrece el sacrificio sobre el altar y lo traslada a otro sitio, todos, arrodillándose, rindan alabanzas, gloria y honor al Señor Dios vivo y verdadero. Y acerca de la alabanza de Dios, anunciad y predicad a todas las gentes que el pueblo entero, a toda hora y cuando suenan las campanas, tribute siempre alabanzas y acciones de gracias al Dios omnipotente en toda la tierra». Todos los que cumplen este mandato y predican hasta el fin, «sepan que tienen la bendición del Señor y la mía... Y todo esto por verdadera y santa obediencia» (1CtaCus 7-9.10); aquí Francisco, una vez más, se erige en paladín de los deseos de Honorio III en su escrito «Sane cum olim»: las formulaciones concuerdan casi literalmente. También exhorta a «todos los podestá y cónsules, a los jueces y rectores de todas las partes del mundo», a recibir la eucaristía «en memoria suya». Y prosigue: «Y tributad al Señor tanto honor en el pueblo a vosotros encomendado, que todas las tardes, por medio de pregonero u otra señal, se anuncie que el pueblo entero rinda alabanzas y acciones de gracias al Señor Dios omnipotente. Y sabed que, si no hacéis esto, tendréis que rendir cuenta en el día del juicio ante vuestro Señor Dios Jesucristo».19
San Francisco expresa también su profundo respeto hacia el cuerpo del Señor en numerosas exhortaciones que hace para que se conserve el sacramento decentemente. Los abusos tan frecuentes en su tiempo afectaban profundamente al corazón enardecido del santo de Asís. No sabemos si conoció las abundantes disposiciones conciliares de aquel tiempo con el objeto de extirparlos. Con certeza podemos afirmar tan sólo que conocía las prescripciones, relativas a este asunto, del Concilio Lateranense IV (1215) y las exhortaciones de Honorio III en la bula «Sane cum olim». Las cita casi textualmente cuando apela a las «prescripciones de la santa madre Iglesia» y «al mandato de la Iglesia» (CtaCle 13; 1CtaCus 4).
Así escribe a los clérigos: «Y donde se encuentre colocado y abandonado indebidamente el santísimo cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, retírese de allí y póngase y custódiese en sitio precioso» (CtaCle 11); Cornet (o.c., VI, p. 68) afirma con razón que la expresión usada por Francisco quiere decir lo mismo que el canon del concilio IV de Letrán: «clavibus adhibitis conservetur», que se guarde bajo llave. Este respetuoso cuidado tiene que ser fruto de aquella piedad que en él es respuesta a la acción del piadoso Señor. En toda acción ha de realizarse la entrega personal del sacerdote al Señor. Francisco no se limita a exhortar a esto a los mismos clérigos; se dirige también a los superiores de la orden pidiéndoles: «Os ruego, más encarecidamente que por mí mismo, que, cuando sea oportuno y os parezca que conviene, supliquéis humildemente a los clérigos que veneren, por encima de todo, el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo».20 «Y si en algún lugar el santísimo cuerpo del Señor está colocado muy pobremente, sea puesto y custodiado, según el mandato de la Iglesia, en sitio precioso y sea llevado con gran veneración y administrado a otros con discernimiento» (1CtaCus 4). Hasta en el lecho de muerte fue fiel a esta actitud: «Y quiero que estos santísimos misterios sean honrados y venerados por encima de todo y colocados en lugares preciosos» (Test 11).
Esta contemplación de fe y este amor reverente no sólo son motivo para rodear de tanto cuidado los signos visibles del Señor invisiblemente presente, sino que le impulsan también a tratar con idéntico cuidado todo lo que se relaciona con la eucaristía: «Sean preciosos los cálices, corporales, ornamentos del altar y todo lo que sirve para el sacrificio» (1CtaCus 3). Y no se contentaba con exhortar; recurría a las obras: «Quiso a veces enviar por el mundo hermanos que llevasen copones preciosos, con el fin de que allí donde vieran que estaba colocado con indecencia lo que es el precio de la redención, lo reservaran en el lugar más escogido».21 Santa Clara constituye un ejemplo de cómo asimilaron el deseo de san Francisco sus seguidores más fieles. Aun estando gravemente enferma, la santa hilaba finísimas telas que le servirían para confeccionar más de cincuenta corporales, que, envueltos en bolsas de seda o púrpura, destinaba a distintas iglesias del valle y de la montaña de Asís.22 Hay otra indicación que merece plena confianza, aunque la relatan solamente las leyendas posteriores: «Quiso enviar también a otros hermanos por todas las provincias con buenos y hermosos moldes de hierro para hacer hostias limpias y perfectas» (EP 65f; LP 108g).
Mientras los cátaros rechazaban todo culto en las iglesias y se contentaban con lugares inadecuados del todo para el culto, y el clero descuidaba y dejaba arruinarse las iglesias, Francisco proclamaba: «Y el Señor me dio tal fe en las iglesias, que oraba y decía así sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 4-5); así enseñó a orar a sus hermanos; éstos decían las mismas palabras al ver una iglesia o una cruz, aunque fuera de lejos (1 Cel 45). El motivo que lo induce a adorar con gran reconocimiento al Señor presente en las iglesias es, pues, la redención. Bien se puede concluir que en este texto Francisco se está refiriendo a la eucaristía que se celebra precisamente en las iglesias, como renovación del sacrificio de la cruz. También aquí la fe del santo se traduce en acciones concretas: se impone el penoso trabajo de reparar y reconstruir iglesias derruidas; mendiga aceite por los caminos de Asís para proveer a las lámparas de las iglesias (2 Cel 11 y 13; TC 21 y 24); cuando sale a predicar, lleva consigo una escoba, para barrer las iglesias sucias; «le dolía profundamente el ver alguna iglesia menos limpia de lo que deseara». Después de la predicación llamaba aparte a los clérigos (para no ser oído por los seglares) y les hablaba de la salvación de las almas y del grandísimo cuidado que debían tener de la limpieza de los altares y de las iglesias, y de todo lo que se refiere a la celebración de los santos misterios (EP 56; LP 60-61).
Por aquel entonces se habían introducido algunos abusos en la distribución de la eucaristía. Francisco dedicaba también a este punto una atención particular: establece con mucho rigor que este oficio pertenece sólo a los clérigos; pero les amonesta: «Todos los que ejercen tan santísimos ministerios, especialmente los que administran sin discernimiento, pongan su atención en cuán viles son los cálices, los corporales y los manteles en los que se sacrifica el cuerpo y la sangre de nuestro Señor. Y hay muchos que lo abandonan en lugares indecorosos, lo llevan sin respeto, lo reciben indignamente y lo administran sin discernimiento... Enmendémonos cuanto antes y resueltamente de todas estas cosas y de otras semejantes» (CtaCle 4-5.10); obsérvese cómo Francisco, en calidad de diácono, se aplica a sí mismo esta amonestación. También los superiores y los predicadores de la orden deben exhortar a los clérigos a que el cuerpo del Señor «sea puesto y custodiado, según el mandato de la Iglesia, en sitio precioso, y sea llevado con gran veneración y administrado a otros con discernimiento» (1CtaCus 4); aquí figuran una serie de decisiones conciliares, que comprueban que Francisco también en esto se encuentra en perfecta armonía con «la forma de la santa Iglesia». Está claro, pues, que para Francisco el sacramento visible es el lugar en que el hombre se acerca en la fe al Señor y Dios invisible y se encuentra reverentemente con Él.
La gran estima del santo por el sublime misterio de la eucaristía y su fe en él se manifiestan también en la veneración de las palabras «quae sanctificant corpus», que consagran el cuerpo, decimos ahora. Evidentemente en aquel tiempo los libros que contenían el canon de la misa estaban en muchas iglesias en tan mal estado que resultaban ilegibles; por eso los concilios ordenaron que se remediara este mal (cf. Cornet, o.c., VI, p. 158). Profundamente convencido de que «no puede existir el cuerpo, si previamente no ha sido consagrado por la palabra», Francisco deplora la grave culpa e ignorancia que muestran muchos clérigos respecto de las palabras escritas «que consagran el cuerpo» de Cristo. Sí, él sabe que estas palabras «se pisan..., porque el hombre animal no percibe las cosas que son de Dios». Por eso exige: «Donde se encuentre colocado y abandonado indebidamente el santísimo cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, retírese de allí y póngase y custódiese en sitio precioso» (CtaCle 1.2.7.11). Pide encarecidamente a los clérigos -como han de pedírselo también sus hermanos- que «veneren, por encima de todo, el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo y los santos nombres y palabras escritas del Señor que consagran el cuerpo», y que se recojan y se coloquen en sitio decoroso cuando «se encuentren los nombres y palabras escritas del Señor en lugares no limpios» (1CtaCus 2.5). En relación directa con el respeto a los santísimos misterios de la eucaristía, dice Francisco en su Testamento de un modo general: «Los santísimos nombres y sus palabras escritas, donde las encuentre en lugares indebidos, quiero recogerlos, y ruego que se recojan y se coloquen en lugar decoroso» (Test 12). Esto hace ver cómo este deseo acompañó a Francisco hasta su muerte. Igualmente las Leyendas posteriores hablan del respeto del santo y de su celo vehemente por «las palabras por las que se confecciona el cuerpo de Cristo» (EP 65e) y por «las palabras y los nombres del Señor por los que se confecciona el santísimo sacramento» (LP 108f). De forma amplia y con profundidad teológica manifiesta a sus hermanos su voluntad a este respecto: «Y porque quien es de Dios escucha las palabras de Dios, por eso, los que más especialmente estamos designados para los divinos oficios, debemos no sólo escuchar y hacer lo que dice Dios, sino también custodiar los vasos y los demás objetos que sirven para los oficios y que contienen las santas palabras, para que a nosotros nos vaya calando la celsitud de nuestro Creador y vaya percibiendo El nuestra sumisión. Amonesto por eso a todos mis hermanos y les animo en Cristo a que, donde encuentren palabras divinas escritas, las veneren como puedan, y, por lo que a ellos toca, si no están bien colocadas o en algún lugar están desparramadas indecorosamente por el suelo, las recojan y las repongan en su sitio, honrando al Señor en las palabras que El pronunció. Pues son muchas las cosas que se santifican por medio de las palabras de Dios y es en virtud de las palabras de Cristo como se realiza el sacramento del altar» (CtaO 34-37); también aquí el santo une la exhortación a una exposición sobre la eucaristía y su celebración, de donde puede deducirse lo estrechamente que van unidas en él ambas cosas.
Con este respeto reverente a las palabras de Cristo, confiesa y confirma su fe en la presencia del mismo Cristo también en ellas, y en que a través de la palabra actúa El eficazmente. La presencia de Cristo en la palabra exige el mismo amor, solicitud y respeto que su presencia eucarística. Para el santo la palabra de Dios es verdaderamente «sacramentum audibile».
Debido a esta fe viva, hizo Francisco confeccionar un evangeliario. «Y el día que no podía oír misa, por motivo de enfermedad o por cualquier otro notorio impedimento, se hacía leer el evangelio que aquel mismo día se leía en la iglesia durante la misa. Mantuvo esta práctica hasta su muerte. Pues solía decir: "Cuando no oigo misa, adoro el cuerpo de Cristo con los ojos de la mente en la oración, como lo adoro cuando lo veo en la misa". Y, una vez oído o leído el evangelio, el bienaventurado Francisco besaba siempre el evangelio con grandísima reverencia hacia el Señor».23 Al escuchar la palabra de Dios, el santo experimentaba comunión con el Señor presente en esa palabra; comunión que buscaba cuando no podía participar en la celebración de la eucaristía.
Cuando el Santo nos dice que adoraba el cuerpo de Cristo «con los ojos de la mente en la oración», nos trae a la consideración otro pensamiento suyo: «Si el cuerpo toma tranquilamente su alimento, que más tarde, a una con él, se convertirá en pasto de gusanos, con cuánta paz y calma debe tomar el alma su alimento que es su Dios» (2 Cel 96; EP 94; LP 120; LM 10,6). Esta frase, en su contexto, se refiere al rezo de las horas canónicas. Pero si tenemos en cuenta que entonces, como hoy, el oficio divino se componía de textos de la sagrada Escritura, por tanto de la palabra de Dios, en la que sabía estar presente el Señor, la frase «su alimento, que es su Dios» adquiere su pleno significado. La palabra de Dios tiene, pues, en la fe de Francisco una importancia y un valor bien determinados.
c) La «Cena» de San Francisco
Queda por considerar una última acción de Francisco. Estando próximo a la muerte, «como los hermanos lloraban muy amargamente y se lamentaban inconsolables, ordenó el padre santo que le trajeran un pan. Lo bendijo y partió y dio a comer un pedacito a cada uno».24 Mandó leer el evangelio según san Juan, comenzando desde el punto que dice: «En la vigilia de la fiesta de pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1).
Celano narra muy cuidadosamente lo sucedido: « Se acordaba de aquella sacratísima cena, aquella última que el Señor celebró con sus discípulos. Todo esto lo hizo, en efecto, en memoria veneranda de aquélla y para poner de manifiesto el afecto de amor que profesaba a los hermanos» (2 Cel 217). No intentaba ciertamente celebrar la eucaristía en sentido sacramental; basta pensar en lo que afirma en el Testamento, redactado en este tiempo: el poder de consagrar pertenece a los sacerdotes y a ellos solos (Test 10). Las apariencias externas no permiten admitir ninguna influencia de los cátaros, que celebraban casi a diario el rito de la fracción del pan, sin pensar nunca en la presencia del cuerpo de Cristo; además pronunciaban sobre el pan la frase última del Nuevo Testamento (Ap 22,21). Francisco se distanció de ellos decididamente durante su vida, y escribió entonces su Testamento precisamente para proteger a los hermanos de la influencia cátara.
San Francisco «tuvo siempre afición a la representación ingenua. Acciones simbólicas se encuentran de continuo en su vida. Hasta su muerte le caracterizó una inclinación infantil al mimo -en este caso no sé designarlo sino con esta expresión profana-: hace de mendigo; hace de peregrino; representa la Navidad; representa la Cena. Sí, toda su vida es para él como una representación en el sentido más elevado de la palabra: el seguimiento de Cristo se transforma en él por entero en imitación de Cristo, en asistir a la vida del Redentor hasta su muerte en el Gólgota y reproducirla» (H. Boehmer).
¿Pero basta esto para explicar con suficiente profundidad el relato de Celano? Francisco sabía que la institución de la Eucaristía era la más alta prueba del amor de Cristo a nosotros, y que en este sacramento continúa dándose de continuo al hombre ese mismo amor de Cristo. Toda su vida hunde sus raíces en este misterio, de suerte que «venía a ser el más alto símbolo de su piedad, especialmente en los últimos tiempos de su vida, en los que se unió íntimamente a Cristo» (V. Kybal); conocía también el consuelo y la fuerza que la eucaristía puede dar al hombre. Cuando se percató del dolor y la tristeza de los hermanos por su muerte, se comportó como el Señor: como Jesús en la eucaristía había dado a los suyos una prenda duradera de su amor, así el santo, con un símbolo parecido, quiso reasegurar a sus hermanos su amor imperecedero.
La simplicidad de este hecho espontáneo demuestra que Francisco intentaba verlo todo y explicarlo todo en su vida a la luz de la eucaristía. Vivía este misterio que lo abarca y comprende todo. Para él era simplemente el símbolo del amor.
3.- La respuesta al amor
Con una mirada retrospectiva podemos resumir toda la doctrina eucarística de san Francisco con una frase suya: «Tenemos que amar mucho el amor del que nos ha amado mucho» (2 Cel 196).
En último análisis, la eucaristía es para Francisco la revelación permanente del amor de Cristo, que se ofreció por nosotros en la obra de la salvación. Este amor pide incesantemente a Francisco una respuesta de amor. Todo lo que a lo largo de este estudio se ha ido diciendo detalladamente, no es en el fondo sino la única respuesta de amor en la que Francisco se consumía. Ha sido capaz de cumplir su propia palabra: «Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 29).25
NOTAS
1) Cornet, Le «De reverentia corporis Christi». Exhortation et lettre de S. François, en Etudes Franciscaines VI (1955) p. 65-91, 167-189; VII (1956) p. 20-35, 155-171; VIII (1957) p. 33-58. Cornet aduce, a este respecto, un gran número de testimonios, en parte sorprendentes. Nos encontramos en situación parecida a la que se advierte respecto a la piedad mariana del santo. Hay que guardarse, pues, de intentar explicar a san Francisco y su espiritualidad desde un desarrollo teológico posterior; él entronca en la rica corriente de la piedad popular, no tocada todavía de la doctrina escolástica sino expresada en la tradición viva.
2) J. A. Jungmann, Missarum Solemnia, Madrid (BAC) 1959 p. 650.
3) Francisco de Asís y los cátaros de su tiempo, en Selecciones de Franciscanismo, vol. V, n. 13-14 (1976) 145-172.
4) Ahora se comprende por qué las fuentes más tardías de la vida de san Francisco se limitan a los hechos externos; habían desaparecido los peligros de comienzos del siglo XIII, y por ello les interesa más la escoba que emplea Francisco para barrer las iglesias que sus posiciones respecto de la eucaristía.
5) En lugar de otros muchos testimonios aduciremos aquí un párrafo de la Profesión de fe que, por orden de Inocencio III (18-XII-1208), debía hacer el hereje convertido: «Firmemente creemos y confesamos que, por más honesto, religioso, santo y prudente que uno sea, no puede ni debe consagrar la eucaristía ni celebrar el sacrificio del altar, si no es presbítero, ordenado regularmente por obispo visible y tangible. Para este oficio tres cosas son, como creemos, necesarias: persona cierta, esto es, un presbítero constituido propiamente para este oficio por el obispo, como antes hemos dicho; las solemnes palabras que fueron expresadas por los Santos Padres en el canon, y la fiel intención del que las profiere. Por tanto, firmemente creemos y confesamos que quienquiera cree y pretende que sin la precedente ordenación episcopal, como hemos dicho, puede celebrar el sacrificio de la eucaristía, es hereje... y ha de ser segregado de toda la santa Iglesia romana» (Denzinger, El magisterio de la Iglesia, Barcelona 1963, n. 423, p. 152; cf. también n. 430, p. 154-155). Así se demuestra que la fe de san Francisco coincide, hasta en su formulación verbal, con esta profesión de fe. Para él se trata, como siempre, de la «forma de la santa romana Iglesia», elemento fundamental de toda su vida.
6) La antigua regla de la Tercera Orden, fundada para los cristianos que viven en el mundo, exige tres comuniones al año. La Regla de santa Clara prescribe que las hermanas comulguen siete veces al año (RCl 3).
7) Testimonio de Esteban de Borbón; cf. San Francisco de Asís. Escritos. Biografías. Documentos de la época, Madrid (BAC) 1980 p. 972 n. 1. Cf. también 2 Cel 201: «...porque las manos de éste tocan al Verbo de vida y poseen algo que está por encima de lo humano».
8) Test 6.8-10; Adm 26; 2CtaF 33-36. En esta carta se subraya el «ellos solos y no otros» al hablar del poder sacerdotal de consagrar. Muy clara es la amonestación referida en TC 57: «Quería también que los sacerdotes que administran los sacramentos venerandos y augustos fueran singularmente honrados por los hermanos, de suerte que donde los encontraran les hicieran inclinación de cabeza y les besaran las manos; y si los encontraban cabalgando, deseaba que no sólo les besaran las manos, sino hasta los cascos de los caballos sobre los que cabalgaban, por reverencia a sus poderes».
9) «Judas traditor efficitur»; esta fórmula revela de qué forma el acontecimiento de la Cena está presente para Francisco en la celebración eucarística. En el fondo se trata de idéntico acontecimiento con idénticos efectos.
10) La primera de estas dos expresiones no figura en el texto crítico últimamente fijado por K. Esser. La segunda expresión, en CtaO 37.
11) 1CtaCus 1. No nos es posible aclarar esta expresión. Tal vez en esta definición hay una defensa implícita contra las ideas de los cátaros sobre la eucaristía.
12) 2CtaF 33. Mientras aquí se dice: «sacrificant in altari et recipiunt et aliis administrant», en el Testamento y en la Adm 1 se dice sólo «recipere» y «administrare». Evidentemente Francisco se refiere al acontecimiento completo de la misa; por ello algunos manuscritos del Testamento en vez de «recipiunt» escriben «conficiunt», que es la expresión fijada por el Concilio Lateranense IV: «Y este sacramento nadie ciertamente puede realizarlo (conficere) sino el sacerdote que hubiere sido debidamente ordenado» (Denzinger, o.c., n. 430, p. 154).
13) 2 Cel 201; LM 9,2. Para el significado de «saepe» debemos también notar que el mismo Celano, que, al referirse a san Francisco emplea el adverbio «saepe», tratándose de santa Clara, que evidentemente se atenía al mandato de la regla (RCl 3) de comulgar siete veces al año, no emplea esta expresión; con todo, según las costumbres de la época, la práctica de santa Clara era considerada «frecuente».
14) ParPN 6. Cornet (o.c., VII, p. 22, n. 82) no ve en este texto referencia alguna a la eucaristía, cosa natural por otra parte para cualquier conocedor de interpretaciones semejantes del tiempo de los Padres.
15) 1 R 20,5-6. Desde el siglo X se va estableciendo más claramente la necesidad de confesarse cada vez que se va a comulgar (Jungmann, o.c., p. 930). La misma estrecha unión entre confesión y comunión se encuentra en 2CtaF 22: «Debemos también confesar todos nuestros pecados al sacerdote; y recibamos de él el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo». Pero no habla aquí expresamente de una obligación.
16) A. Borst, Die Katharer, Stuttgart 1953, p. 217.
17) Adm 1,19-21. Las expresiones «en carne verdadera» y, sobre todo, las repetidas «carne», «cuerpo y sangre vivo y verdadero» muestran claramente la línea anticátara de esta Admonición.
18) Adm 1,1-6. También en esto se puede percibir una postura anticátara, ya que Francisco quiere dejar bien claro que el Dios espiritual se ha hecho visible en el hombre Jesucristo.
19) CtaA 7-9. No nos atrevemos a afirmar que aquí se trate «de una forma primitiva del Ángelus, de la que san Francisco se hace propagandista», como piensa Cornet (o.c., VII, p. 169). Pero sí tiene razón al ver en el «nuntius» o «pregonero» un verdadero muecín cristiano. Evidentemente, Francisco regresó tan impresionado del «salât» islámico, conocido por él en Oriente, que quiso que hubiera algo parecido en los países cristianos.
20) 1CtaCus 2. Leyendas posteriores (EP 65d; LP 108e) refieren que Francisco quería introducir análogas prescripciones también en su Regla, pero que se lo impidieron los ministros. Tal vez querían éstos razonablemente evitar que los hermanos, obligados por una prescripción vinculante de su Regla, se mezclaran en asuntos extraños que pudieran dar lugar a malos entendidos con el clero.
21) 2 Cel 201. Celano refiere (2 Cel 8) que Francisco, viviendo todavía en el mundo, regalaba ornamentos de iglesia a sacerdotes pobres. Cf. TC 8: «Compraba objetos preciosos para el decoro de las iglesias y secretamente los enviaba a los sacerdotes pobres».
22) LCl 28. Que santa Clara tomó en serio lo de «in loco pretioso» de Francisco, aunque ella personalmente viviese en la más estricta pobreza, lo demuestra uno de los relatos más conocidos de la misma Leyenda en el que se habla de «la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, donde se guarda con suma devoción al Santo de los Santos» (LCl 21).
23) Así escribió el hermano León en el breviario de san Francisco; cf. San Francisco de Asís. Escritos. Biografías... Madrid (BAC) 1980, p. 974. Algo parecido relatan también las Leyendas posteriores: el compañero «fue en busca del bienaventurado Francisco a otra celda donde éste oraba. Llevaba consigo un misal para leerle el evangelio de aquel día, porque los días que no podía oír misa quería oír el evangelio de la misa del día antes de la comida» (EP 117; LP 87).
24) 2 Cel 217. Jacobo de Voragine añade al relato un detalle esclarecedor: «instar coenae dominicae», a semejanza de la cena del Señor (AF X, 691). San Buenaventura alude a la lectura del evangelio, pero nada dice del rito de la partición del pan (LM 14,5); también en este caso pudo tener sus motivos teológicos.
25) Si de nuestro estudio puede desprenderse entre otras cosas que la doctrina eucarística de san Francisco no presenta novedad alguna teológica, constituye también un testimonio excepcional de lo que en aquella época era no sólo posible para las fuerzas mejores de la Iglesia, sino enteramente vivo en éstas. Este testimonio de los grandes cristianos pertenece al torrente de la tradición de igual manera que las enseñanzas de los Padres y de los teólogos. Los dogmáticos suelen prestar a éstos una atención preferente, pero podría ser muy útil para la teología actual que se detuvieran a reflexionar también sobre el testimonio al que hemos aludido.
Kajetan Esser, O.F.M., «Missarum sacramenta». Doctrina de san Francisco acerca de la eucaristía, en Ídem, Temas espirituales. Oñate (Guipúzcoa), Editorial Franciscana Aránzazu, 1980, pp. 227-279.-- Nota: En esta edición informática hemos reducido muchísimo las notas y bibliografía que lleva el texto impreso
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