“Es curioso que cuando los Estados se
volvieron virtualmente ateos
y dijeron: “La religión es asunto privado”,
la irreligión se convirtió en asunto público”.
Castellani
Introducción.
La discusión en torno a la permanencia de los símbolos
religiosos en lugares públicos desconcierta a muchas personas. ¿Cuál es el
problema con un crucifijo colocado en un aula, en un juzgado, en un hospital, en
una dependencia pública? ¿Hace algo el crucifijo? ¿Roba, mata, estafa, miente?
Sin embargo, hoy se discute esta permanencia. Hay personas que no desean que
estén a la vista en ámbitos públicos. Nosotros, que somos católicos, vamos a
interesarnos en este artículo sólo por el crucifijo. Alguno pensará que éste es
un modo “poco inteligente” de plantearlo, puesto que –diría nuestro amable
contradictor– “mientras más religiones
estén interesadas en la permanencia de los símbolos religiosos, mayor será la probabilidad de que éstos
no sean retirados”. Sí, amigo contradictor, tiene razón. Tiene razón si lo
decisivo fuese la mera permanencia de los símbolos, como sea y por cualquier
motivo. Pero –perdóneme– no la tiene si estamos discutiendo qué fundamentos reconocerá
la ley para tomar esta decisión. Si fuese cuestión de cantidad, me apresuro a
darle la razón. Pero no es cuestión de cantidad.
Cuando en agosto del 2011 María José Lubertino –por el
partido Frente para la
Victoria– decide impulsar una nueva normativa para quitar los
crucifijos de los espacios públicos, no está proponiendo una medida aislada. La
eliminación de los crucifijos obedece a profundas motivaciones. Tiene su razón
de ser en la existencia de un Estado Laico, indiscutida conquista del
liberalismo moderno y del pensamiento dominante. Así lo dijo Lubertino por
radio, hablando sobre el tema:
“la preservación del Estado laico
es la garantía de igualdad”[1].
Quitar el crucifijo no es más que una escaramuza
dentro de la gran batalla contra la Iglesia Católica.
No es una medida inocente ni inesperada; al contrario, es solo una parte dentro
del gran plan que pretende eliminar todo vestigio de la fe católica en la
cultura y en la sociedad, puesto que –en palabras del periodista y activista de
la LGBT, Bruno
Bimbi– “esos símbolos, para muchos y muchas, también son los símbolos de una
institución —de la institución, más allá de la creencia de quienes profesan la
religión católica— que ha hecho todo lo que ha podido para impedir que
conquistáramos nuestros más elementales derechos civiles, y que día a día nos
ofende, nos insulta en público y nos discrimina…”[2]. Esta institución
a la que Bimbi se refiere es, simplemente, la Iglesia Católica.
No está discutiendo, por tanto, una medida eventual:
el verdadero plano del debate desborda
a los crucifijos. En el fondo, se discute qué relación debe haber entre la Iglesia y el Estado. De no
advertirlo, podríamos estar dando puñetazos al aire. Digámoslo
con todas las letras: la polémica en
torno a los símbolos religiosos no es más que el epifenómeno de una cuestión
respecto a los fundamentos. El verdadero plano de esta discusión tiene lugar en
torno a principios y no a conclusiones.
Lo primero que debe comprenderse es la íntima
relación entre la propuesta de quitar los crucifijos y la ideología que sustenta
la propuesta. Esta ideología es el liberalismo; la pretensión de quitar los
crucifijos emana como consecuencia natural de la existencia misma de un Estado
Laico. No se puede separar la propuesta del pensamiento que le da sentido. ¿Se
puede considerar independientes la interpretación marxista de la historia y las
tesis de Karl Marx? Evidentemente, no. Aceptar esa interpretación histórica
para luego negar su raíz es un contrasentido. Pues bien, en este tema el
criterio no varía. Quitar los crucifijos es una medida propia de un Estado
Laico. Y el Estado Laico se inspira en la ideología liberal, según la cual toda
manifestación religiosa es enemiga del progreso y adversaria de la razón
humana. La Iglesia
es el oscurantismo, la barbarie, la Inquisición, la
máscara negra de un mundo blanco. La fe y sus manifestaciones son
supersticiones, fetichismo, tótems que deben derrumbarse. Ésto es lo que
sostiene el liberalismo: el Estado no puede tener ninguna religión. Quienes así
piensan están conformes con una Iglesia separada del Estado, tal como ocurre
hoy en la Argentina.
Se trata, pues, de un debate de cosmovisiones. La
cosmovisión católica frente a la liberal-laicista.
Cercenar la
discusión a los síntomas dejando indemne la raíz de la enfermedad, desborda el
plano de la lógica. Es una grave imprudencia, es un suicidio doctrinario.
Una falsa alternativa.
Por esta razón, aceptar la legitimidad del Estado
Laico pero luego poner reparos a la quita de los crucifijos, no tiene sentido
alguno; puesto que en la medida en que se validen los principios, toda
tentativa de frenar sus aplicaciones es inútil.
Por este camino, sólo podemos llegar a una alternativa
con dos opciones: la eliminación, lisa y llana, del crucifijo; o su permanencia
pero vaciada de significación. Aunque en la Argentina todavía no se
ha definido el asunto, esta segunda posibilidad ya se ha concretado, como lo
prueba la sentencia de la Corte Europea
de DDHH (18/3/2011). En ella, frente a un reclamo proveniente de Italia, puede
leerse cómo la permanencia del crucifijo halla su fundamento en la no violación
del “artículo 2 del protocolo N° 1 (derecho a la educación) de la Convención Europea
de DDHH". Caeríamos en una trampa viendo aquí una victoria
católica. No la hay, porque la Convención Europea se inspira expresamente en la Declaración Universal
de Derechos Humanos, que –por poner un ejemplo– afirma en su art. 21 que “La voluntad del pueblo es la base de la
autoridad del poder público”, contradiciendo la doctrina sobre el origen
divino de este poder. Si hiciese
falta más, tómese nota que en agosto de este año la misma Corte falló a favor
del aborto eugenésico[3],
afirmando que “las nociones de ‘embrión’
y ‘niño’ no deben confundirse”. El mismo tribunal que permite los
crucifijos es el que falla a favor del aborto. No hay en esa permisión un triunfo. Hay otra cosa: la confirmación del
paradigma de los Derechos Humanos como único y excluyente horizonte de
precomprensión, fuera del cual no es legítimo ni posible argumentar nada.
La falsa opción de los católico liberales.
En el campo católico han tenido lugar varias
reacciones contra la quita de los crucifijos. Hay una protesta contra esta
medida, que demuestra que no da todo lo mismo. Siendo legítimas, sin embargo, son
reacciones que dejan incólume el punto central: queda aceptada la tesis liberal
respecto de la separación entre Iglesia y Estado. Queda aceptada una conquista
clave del liberalismo sin comprender su oposición con la fe católica.
Lo que en unos puede ser un desconocimiento, en otros
se convierte en una culpable apropiación: porque hay bautizados que defienden –teóricamente–
el Estado Laico. Son los católico liberales. Y otros, por último, la admiten en tanto hecho consumado, lamentable pero
ineludible. Estos últimos, olvidan que el mal puede ser vencido.
Que la
Iglesia no deba estar separada del Estado no es invención
nuestra. El Sumo Pontífice Pío IX en su encíclica Syllabus condenó –entre
otras– la siguiente afirmación:
“Es bien que la Iglesia sea separada del Estado y el Estado de la Iglesia (N°55)”.
Años después, León XIII –en Inescrutabili Dei– dirá, citando a San Agustín, que la doctrina de
Cristo “si se observa”, es “la gran salvación del Estado”[4].
Si algún católico liberal nos dijera que estos documentos –promulgados en 1864
y 1878– no tienen vigencia hoy en día, preguntaríamos amablemente: ¿qué le impide
a Ud. renegar de la divinidad de Cristo, definida en el siglo IV? Mucho más
cerca de nosotros, Pío XII recordó que:
“la
Iglesia, por principio, o sea en tesis, no puede aceptar la separación completa entre los dos
poderes”[5].
Distinto el error, distintos los remedios. A los que
creen que este mal es invencible, no cabe otro remedio que la Esperanza. La Virtud
de la Esperanza,
por la que creemos posible la victoria a pesar de la desproporción de Goliat. Esperanza quiere decir que esperamos en
Dios, no en nosotros. Virtud que Antonio Caponnetto suele recordar –de la mano
de Santa Teresa de Ávila– como aquella que nos hace decir “Aún no, pero mañana sí”.
Y frente a los que aceptan con agrado estos errores,
preguntamos. Más bien, objetamos: aquello
que fue perjudicial ayer, ¿puede ser beneficioso hoy? Por supuesto que no nos
referimos a posiciones circunstanciales ni a criterios prácticos sobre cosas
concretas. Éstas podrían ser hoy distintas a como fueron ayer, sin que la fe
entrase en compromiso alguno. Pero no es el caso: estamos hablando de tesis, no
de circunstancias y coyunturas cambiantes. Lo falso en el siglo XIX, ¿puede ser
verdadero en el XXI? ¿Cómo es posible que un católico defienda hoy lo mismo que
ilustres fieles –Juan Donoso Cortés, por ejemplo– condenaron ayer? ¿Es
necesario citar a los Pontífices que condenaron el liberalismo?:
“Se nos dice que algún dogma fue creíble en el siglo
XII e increíble en el XX. Lo mismo sería decir que cierta filosofía puede ser
creída en lunes, pero no puede ser creída en viernes. Lo mismo sería decir que
un aspecto del cosmos era conveniente hasta las tres y media, pero
inconveniente hasta las cuatro y media. Lo que puede creer un hombre depende de
su filosofía y no del reloj o del siglo” (Chesterton, Ortodoxia).
El imposible Estado
neutro.
El fuego es,
pues, fuego cruzado. Atacan los laicistas, los liberales y todos aquellos
encolumnados en la férrea defensa de un Estado Laico. Pero mirando hacia otro
lado, el panorama no es mejor: se nos propone rechazar la quita de los
crucifijos sin objetar ese Estado. ¿Qué tal?
Quienes
objetan un Estado Confesional, sostienen que el Estado debe ser neutro en
materia de principios religiosos, indiferente en cuanto a Dios. Y sobre esta
idea deseamos ocuparnos. Se pretende un Estado indiferente: no combatiría la
religión pero tampoco promovería ningún culto, puesto que todos son igualmente
verdaderos. Lo que es una manera de decir que todos son falsos.
Sin embargo,
es evidente que los estados están conformados por personas, que tienen una
inteligencia y voluntad libre. Los estados no son máquinas que se encienden y
andan. Gobernar un estado no es presionar un interruptor para que todo arranque
automáticamente. Gobernar un estado no es limpiar plazas ni pintar la fachada
de los hospitales. Todo lo contrario. Gobernar implica tomar decisiones
respecto del hombre, intervenir en lo que atañe a su esencia. ¿Cómo se puede ser
“gris” respecto de la economía, la política, la moral, la educación? Si la
posición sobre todos estos temas es clave, ¿cómo podría no serlo la posición
sobre “el todo”?
No tiene
sentido una declamada neutralidad religiosa al tiempo que se admiten necesarias
polémicas en todo lo demás. ¿Acaso las cuestiones morales, económicas,
políticas no dividen a las personas tanto como las religiosas? ¿En virtud de qué
un Estado permanece indiferente respecto de las segundas pero no de las
primeras?
El Estado
Laico es una ficción. El hombre, o está con Dios o está contra Él. ¿Cómo se
puede plantear “neutralidad” en temas como la justicia social, los derechos
políticos, la homosexualidad, el aborto, la anticoncepción, la fecundación in
vitro? Para estas cuestiones ni las personas ni los estados –que son dirigidos
por personas– pueden ser neutros. Los estados no pueden no tener cabeza. Siempre
la tienen, buena o mala. Y aquí no queda otra salida que seguir hablando de
Dios, hasta para combatirlo y negarlo. ¡Cuánta razón tenía el anarquista
Proudhon!:
“Es cosa que
admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos
siempre con la teología”.
No se trata si
el Estado tendrá principios o no. Se trata de cuáles serán esos principios que recorrerán,
como la sangre, sus venas. No ver esta cuestión tornará inconducente cualquier
debate. Sin contar que estos temas se discuten como si el judaísmo o islamismo
no fuesen actualmente religiones del Estado.
Los fundamentos del Estado
Católico.
Pero los
católicos podríamos preguntarnos: si el Estado Laico nace en oposición al
Estado Confesional Católico; ésta concepción, ¿de dónde proviene? ¿Es legítima? ¿No es un anacronismo que un Estado
adopte una religión? ¿Se trata de una idea propia del Medioevo? ¿Fue superada
por la concepción moderna? ¿Puede un estado regirse por principios católicos? ¿No
es inválida esta concepción, hoy en día?
No, en
absoluto.
El Estado Católico, la Cristiandad, es hijo
del Misterio del Verbo Encarnado. Por la Encarnación de una
naturaleza humana, Cristo se hizo Hombre. Dios asumió la humanidad, con todo lo
propio del hombre menos el pecado, como sabemos. Pues bien, el aspecto social y
político es un rasgo distintivo del hombre. El hombre es naturalmente político.
Su politicidad natural no es una consecuencia del pecado, como tampoco su
carácter sociable. Por ende, así como en la Encarnación la
naturaleza divina “desposa” a la naturaleza humana –asumiendo la materia, los
sentidos, todo lo que el hombre es–, también la gracia de Cristo está llamada a
impregnar todo lo humano, todo lo que somos: nuestra vida.
Los católicos
creemos que la fe supone la inteligencia; creemos que la gracia supone la
naturaleza; y creemos que la ley natural debe orientarse según la ley
evangélica. ¿Por qué aceptamos la transfiguración de la persona humana en
particular, pero negamos esta misma transfiguración en el plano político y
social? ¿Acaso la
Encarnación no asumió a todo el hombre, hasta sus más
recónditos perfiles? ¿O será lo político una creación demoníaca, impermeable al
poder redentor de Cristo? Pero entonces San Luis y San Fernando no hubiesen
podido ser reyes santos.
No hay Cristiandad sin Verbo Encarnado. El
Estado Laico no es otra cosa que la negación de la Encarnación, porque desconoce
la legitimidad del poder de la gracia en la sociedad. Al negar la unión entre
el Estado y la Iglesia,
queda negada también la unión de las cosas humanas y las cosas divinas. Éso es
liberalismo, éso es laicismo: el pensamiento propio de la Masonería.
Fue León XIII
el que comparó a la Iglesia
y al Estado con el alma y el cuerpo. En buena filosofía, el alma es la que
anima, la que da vida al cuerpo. Un cuerpo sin alma –lo sabemos– es un cadáver.
Realidades distintas pero que en el hombre están unidas: no están separadas, de
lo contrario no podríamos en este momento respirar. Pues bien, éso debe ser un
Estado: una realidad social y terrena transfigurada por el poder divino de
Cristo Rey.
Sin la
presencia vivificante del alma, el hombre perece. Y sin la presencia divina de
la gracia en las realidades sociales, la Argentina marchará forzosamente al cementerio. No
hay otra salida que ésta: que reine Jesús por siempre, que reine su Corazón. En nuestra patria, en nuestro suelo, que es
de María la Nación. El día que este canto sea una realidad en las voces, en las gargantas y
en las calles, la Argentina
resucitará. Habrá vuelto el alma al cuerpo.
Juan Carlos Monedero (h), Blog de Cabildo.
[1] http://www.laicismo.org/detalle.php?tg=45&pg=1&pk=9272
. Visto el 24 de septiembre de 2012.
[2]http://blogs.tn.com.ar/todxs/2012/08/17/legislatura_lubertino_propone_retirar_los_simbolos_religiosos_de_los_edificios_publicos/
Visto el 24 de septiembre de 2012.
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