En
Francia se había desencadenado un formidable temporal. Era el año 1793, el año de la
Revolución Francesa, y un huracán de impiedad lo destruía y arrasaba todo. La religión
y sus ministros eran perseguidos por todas partes y sin compasión, profanadas
sacrílegamente las iglesias y proscrito el culto católico, y a los sacerdotes que
querían escapar de una muerte segura e inevitable, no les quedaba otra solución que
esconderse o emprender el camino del destierro.
A pesar de su celo por las almas confiadas a su pastoral solicitud, el reverendo Jaime Perone, párroco de Pézilla de la Rivière, población situada a unos cuantos kilómetros de Perpiñán, no tuvo otro recurso que dejar, como muchos otros, la parroquia, y esconderse, aunque lo hizo no muy lejos de sus ovejas, para estar al acecho y en espera de que amainase el temporal.
Llegó en efecto, un día en el cual parecía que la tempestad había cesado
y el bueno del sacerdote regresó enseguida a su parroquia y reanudó el ejercicio de su ministerio, como si nada hubiese ocurrido. El domingo siguiente a su regreso que fue el 15 de septiembre celebró la santa Misa delante de un gran concurso de pueblo, y fueron muchos los que se acercaron a recibir la Sagrada Comunión, y aun se hizo por el interior del templo la procesión llamada de la Minerva. Acabada ésta, el sacerdote guardó en el sagrario la Hostia grande de la custodia, juntamente con otras cuatro pequeñas que había reservado por si era necesario administrar el Viático a algún enfermo.
El celo por las almas de sus feligreses había convertido en excesivamente optimista al señor cura, el cual había tomado por señales de bonanza lo que no era más que un compás de espera en la persecución comenzada. Conocida, en efecto, por los revolucionarios de Pézilla y de sus contornos la intrépida osadía del reverendo Jaime Perone, acordaron hacer un escarmiento ejemplar en su persona.
Avisado de ello el señor cura, se marchó precipitadamente de la parroquia, sin acordarse de la Eucaristía, que dejaba en el sagrario de la iglesia. Fue al llegar a Sant Feliu d'Avall, a cuatro kilómetros de Pézilla, cuando se dio cuenta del lamentable olvido; pero ya era tarde. De la honda pena y sentimiento que le atormentaban fueron testimonio elocuentísimo estas palabras, que dijo ante un grupo de personas: ¡Ah! ¡Qué daría yo para poder volver a Pézilla y permanecer allí tan sólo un cuarto de hora!
Oyó estas palabras una feligresa de Pézilla, jovencita de quince años, llamada Rosa Llorens, la cual, conociendo, por el tono y el sentimiento con que fueron pronunciadas, que se trataba de algo muy grave, pensaba en cuál pudiera ser el motivo de una turbación y pena tales.
"No hay duda decía para sus adentros Rosa Llorens- que solamente alguna cosa santa, la Eucaristía tal vez, encerrada en el sagrario y expuesta a indignos sacrilegios y profanaciones, pueden producir un sentimiento tan grande y una tan profunda y cruel angustia".
Mas, ¿cómo salir de dudas? Los revolucionarios eran los dueños de Pézilla, la iglesia estaba cerrada y las llaves estaban en poder del alcalde, Marcos Estrada, y no era fácil que éste quisiera entregarlas a persona alguna, y menos a una beata.
No le quedó, pues, otro recurso que esperar y encomendar a Dios aquel asunto. El día 26 de diciembre de aquel mismo año de 1793 tuvo efecto la renovación del Ayuntamiento de Pézilla y dejó de ser Alcalde Marcos Estrada, que fue reemplazado en aquel cargo por Juan Bonafós, mejor dispuesto que su antecesor por las cosas de la religión y de la iglesia.
Rosa Llorens creyó que había llegado la hora de salir de dudas, y, con este objeto, fue a visitar al nuevo alcalde, y le pidió, con todo el interés, que tuviera a bien enterarse de si realmente las Hostias santas estaban o no en el sagrario de la iglesia.
Bonafós, a pesar de las ideas liberales y avanzadas de que hacía alarde, era privadamente un buen cristiano, y accedió fácilmente a los deseos de Rosa.
En el día y hora convenido, el alcalde y Rosa Llorens entraron con la mayor reserva y disimulo en la iglesia: abrieron el sagrario, y efectivamente, encontraron dentro, y en su ostensorio, la Hostia grande que había servido para la procesión del 15 de septiembre, y además, un copón con cuatro Hostias pequeñas, una de ellas partida en dos.
Rosa, con finísima perspicacia, había adivinado la causa de la angustia moral del buen señor Párroco Inmediatamente fue concertada la manera de salvar a aquel tesoro. El alcalde Bonafós quiso encargarse de guardar la Hostia grande con el ostensorio, porque decía: Yo también quiero mi parte de Dios. Rosa Lloréns envolvió respetuosamente las cuatro pequeñas Hostias en un purificador, y se las llevó a su casa.
El Santísimo Sacramento estaba ya al abrigo de toda profanación. Mas ¿de qué manera?
Muy contra la voluntad del alcalde y de la piadosa Rosa, aquellos divinos tesoros hubieron de permanecer escondidos. Dios nos libre de que los revolucionarios hubiesen tenido noticia de la existencia del Santísimo Sacramento en sus casas. La profanación hubiera sido inevitable y sus poseedores severísimamente castigados.
La Hostia grande con el ostensorio fue colocada dentro de un arca de madera, y así estuvo, en este humilde sagrario, desde el 7 de febrero de 1794 hasta el 9 de diciembre de 1800. En este tabernáculo, el Dios de la Eucaristía solamente podía recibir las visitas y las adoraciones de Juan Bonafós y de su cristiana esposa, que no dejaban pasar un solo día sin postrarse delante de aquella arca y sin ofrecer a su divino Huésped sus homenajes de amor y veneración. El mismo alcalde calmó también el ansia del señor párroco, que se había refugiado en Gerona (España), comunicándole que el Santísimo Sacramento estaba bien guardado y custodiado, fuera de todo peligro.
¿Y cuál fue la suerte de las cuatro pequeñas Hostias confiadas a la piedad de Rosa Llorens?
Cuando ésta llegó a su casa con tan rico presente habló con su madre de la mejor manera de guardar el divino Tesoro. Entre los varios utensilios que poseían, ninguno les pareció más digno y a propósito para guardar la divina Eucaristía que un frasco de cristal, y éste fue, durante la revolución, el tabernáculo y el palacio del Rey de los cielos y tierra. Más adelante, este frasco fue cubierto con una especie de conopeo de seda.
Faltaba, con todo, encontrar un lugar a propósito donde colocar ese copón improvisado, y a falta de un sagrario mejor, escogieron un armario abierto dentro de la pared, lo arreglaron y adornaron convenientemente y trasladaron a él el frasco con las cuatro Hostias y el purificador.
Vuestra habitación, ¡oh Señor!, es sencilla y humildísima, pero no os faltarán las adoraciones de esta cristiana y piadosísima familia y las invisibles de los ángeles del cielo, que rodean vuestro tabernáculo, donde esté.
Para que el Dios Eucaristía no echase de menos, en la medida de lo posible el sagrario de la iglesia, aquellas buenas mujeres colgaron delante del armario una lamparilla que hiciese incesantemente compañía al Dios del Amor.
Por razones facilísimas de entender, fueron muy pocas las personas que tuvieron noticia de la existencia del Sacramento en casa de Juan Bonafós. No ocurrió lo mismo en la de Rosa Llorens, la cual, recomendando
la más impenetrable reserva, comunicó el secreto a algunas personas piadosas del pueblo y fueron éstas las que se constituyeron en guardias de honor del Santísimo Sacramento.
He aquí algunas de las estratagemas de que echaron mano para poder visitar al divino Prisionero de amor, sin llamar la atención de nadie. Al entrar las mujeres en casa de Rosa Llorens, le preguntaban si tenía un poco de fuego, una brizna de perejil o bien alguna otra cosa referente a la comida y los hombres preguntaban por cualquier herramienta de trabajo. Si la respuesta era afirmativa, era señal de que podían entrar a visitar a Nuestro Señor, sin ningún temor. Si la respuesta era negativa, era señal de que existía algún peligro, y entonces renunciaban a sus piadosos deseos.
Todos los años, el día de Jueves Santo, aquellas piadosas almas organizaban solemnes homenajes a su Dios Eucaristía. Con este objeto, arreglaban un altarcito con profusión de flores y de luces, y pasaban largos ratos en fervorosísima y devota adoración. Finalmente, con velas encendidas, todos los concursantes recorrían en devota procesión la pequeña sala donde se hospedaba el divino Sacramento.
A pesar de éstas y otras muchas precauciones, fue imposible evitar que se entreviera algo de lo que ocurría en aquella casa. Más de una vez, la familia Llorens estuvo a punto de que le hiciesen un registro domiciliario. Fue éste, en cierta ocasión, tan inminente, que, sorprendidos por la noticia, corrieron a esconder su divino Tesoro dentro de un saco de harina. En otras dos ocasiones, la familia Llorens se vio en el trance de tener que confiar la guarda del Sacramento a una virtuosísima viuda, llamada Ana Duchamp, la cual, una vez pasado el peligro, devolvió el sagrado depósito a los primeros guardadores.
Un día, uno de los revolucionarios de Pézilla, llamado Godail, intrigado por ciertos indicios, quiso averiguar el misterio en que vivía envuelta aquella, familia. Ya de noche, se encaramó al tejado de la casa Lloréns, y acercándose al orificio de la chimenea, que daba precisamente a la habitación donde se guardaban las sagradas Hostias, oyó perfectamente toda la conversación de la familia, la cual, como de costumbre, versaba sobre el inestimable Tesoro. Según todas las previsiones humanas, aquella familia estaba perdida. Pero Dios vela por los suyos, pues ocurrió que, habiendo encontrado Godail, pocos días después a Rosa Llorens, le dijo estas palabras: Sé con certeza que guardáis en vuestra casa las sagradas Hostias, pero os juro que no lo diré a nadie.
Finalmente, después de siete años de tempestad, el horizonte de la Iglesia de Francia se serenó y volvió a lucir un sol espléndido, el sol de la libertad religiosa. Las iglesias se abrieron nuevamente al culto, los sacerdotes volvieron del destierro, y la vida religiosa comenzó, otra vez, en las parroquias. Ocurría esto en 1800. El primer sacerdote que entró en Pézilla, después de la revolución, fue el reverendo Honorato Siuroles, vicario de la parroquia. Su primera diligencia fue hacerse cargo de las sagradas Hostias Con este fin, el 5 de diciembre del mencionado año 1800, se presentó en casa de la familia Llorens, para examinar las sagradas Especies y devolverlas al sagrario de la iglesia. Mas, ¡oh prodigio! al abrir el armario y quedar visibles las sagradas Hostias, vieron todos los presentes, con inefable estupefacción, que el frasco, antes sencillo y sin ningún adorno, estaba todo dorado, a manera de granitos de oro introducidos en el cristal.
¿No era este prodigio una demostración divina y sobrenatural del agradecimiento que el Dios del Sagrario sentía por aquella familia, que tan de buen grado y tan piadosamente le había acogido durante aquellos siete años de proscripción y de destierro del sagrario de la iglesia?
Porque el dorado del frasco es algo que no explica la ciencia. En diferentes ocasiones ha sido examinado por entendidos en la materia, y nunca se ha encontrado una explicación satisfactoria. Por otra parte, la ejecución de aquel dorado es tan perfecta, que los más hábiles doradores no se atreverían a hacer otra igual. El frasco así dorado, con las cuatro Hostias y el purificador, fue trasladado al sagrario de la iglesia parroquial.
El 9 de diciembre del mismo año de 1800, habiendo regresado de su destierro el párroco Jaime Perone, se procedió al traslado de la Hostia grande con el ostensorio, que durante siete años, había sido guardada en la casa del señor alcalde.
Fue aquel día de gran fiesta para todo el pueblo de Pézilla. Con el retorno de su Dios al sagrario de la iglesia, celebraba también el retorno de su amado pastor, y un aire de misterio y de sobrenaturalismo penetraba todos los corazones, porque, ¿no era acaso, un milagro evidentísimo, la conservación de las especies sacramentales durante siete años? ¿No lo era, y tal vez mayor, el dorado milagroso del frasco? ¿Y no había sido también una especial providencia de Dios la tranquilidad que, durante siete años de revolución, disfrutó la villa de Pézilla, en medio de las convulsiones que agitaron toda Francia?
Hace más de doscientos años que las sagradas Hostias de Pézilla fueron devueltas al sagrario de la iglesia parroquial. Colocadas en una custodia construida ex profeso, con cinco viriles uno en el centro, para la Hostia grande, y cuatro pequeños, a los lados, para las Hostias pequeñas , conservan todavía la misma incorruptibilidad, la misma blancura y consistencia del primer día.
La manera providencial como fueron guardadas durante los años de la Revolución Francesa, y más aún, el milagro perpetuo y constante de su incorruptibilidad, después de mucho más de una centuria, han hecho que el pueblo cristiano haya visto en estas sagradas Hostias una demostración manifiesta del poder y bondad del Dios de la Eucaristía. Desde entonces, la devoción a las sagradas Hostias de Pézilla de la Rivière ha ido creciendo extraordinariamente. En homenaje al Dios de la Eucaristía, se ha levantado en Pézilla un suntuosísimo templo de estilo románico, donde se guardan y reciben una continua adoración las cinco Hostias y el frasco dorado. Este templo fue bendecido e inaugurado por el señor Obispo de Perpiñán, el día 30 de abril de 1893.
A pesar de su celo por las almas confiadas a su pastoral solicitud, el reverendo Jaime Perone, párroco de Pézilla de la Rivière, población situada a unos cuantos kilómetros de Perpiñán, no tuvo otro recurso que dejar, como muchos otros, la parroquia, y esconderse, aunque lo hizo no muy lejos de sus ovejas, para estar al acecho y en espera de que amainase el temporal.
Llegó en efecto, un día en el cual parecía que la tempestad había cesado
y el bueno del sacerdote regresó enseguida a su parroquia y reanudó el ejercicio de su ministerio, como si nada hubiese ocurrido. El domingo siguiente a su regreso que fue el 15 de septiembre celebró la santa Misa delante de un gran concurso de pueblo, y fueron muchos los que se acercaron a recibir la Sagrada Comunión, y aun se hizo por el interior del templo la procesión llamada de la Minerva. Acabada ésta, el sacerdote guardó en el sagrario la Hostia grande de la custodia, juntamente con otras cuatro pequeñas que había reservado por si era necesario administrar el Viático a algún enfermo.
El celo por las almas de sus feligreses había convertido en excesivamente optimista al señor cura, el cual había tomado por señales de bonanza lo que no era más que un compás de espera en la persecución comenzada. Conocida, en efecto, por los revolucionarios de Pézilla y de sus contornos la intrépida osadía del reverendo Jaime Perone, acordaron hacer un escarmiento ejemplar en su persona.
Avisado de ello el señor cura, se marchó precipitadamente de la parroquia, sin acordarse de la Eucaristía, que dejaba en el sagrario de la iglesia. Fue al llegar a Sant Feliu d'Avall, a cuatro kilómetros de Pézilla, cuando se dio cuenta del lamentable olvido; pero ya era tarde. De la honda pena y sentimiento que le atormentaban fueron testimonio elocuentísimo estas palabras, que dijo ante un grupo de personas: ¡Ah! ¡Qué daría yo para poder volver a Pézilla y permanecer allí tan sólo un cuarto de hora!
Oyó estas palabras una feligresa de Pézilla, jovencita de quince años, llamada Rosa Llorens, la cual, conociendo, por el tono y el sentimiento con que fueron pronunciadas, que se trataba de algo muy grave, pensaba en cuál pudiera ser el motivo de una turbación y pena tales.
"No hay duda decía para sus adentros Rosa Llorens- que solamente alguna cosa santa, la Eucaristía tal vez, encerrada en el sagrario y expuesta a indignos sacrilegios y profanaciones, pueden producir un sentimiento tan grande y una tan profunda y cruel angustia".
Mas, ¿cómo salir de dudas? Los revolucionarios eran los dueños de Pézilla, la iglesia estaba cerrada y las llaves estaban en poder del alcalde, Marcos Estrada, y no era fácil que éste quisiera entregarlas a persona alguna, y menos a una beata.
No le quedó, pues, otro recurso que esperar y encomendar a Dios aquel asunto. El día 26 de diciembre de aquel mismo año de 1793 tuvo efecto la renovación del Ayuntamiento de Pézilla y dejó de ser Alcalde Marcos Estrada, que fue reemplazado en aquel cargo por Juan Bonafós, mejor dispuesto que su antecesor por las cosas de la religión y de la iglesia.
Rosa Llorens creyó que había llegado la hora de salir de dudas, y, con este objeto, fue a visitar al nuevo alcalde, y le pidió, con todo el interés, que tuviera a bien enterarse de si realmente las Hostias santas estaban o no en el sagrario de la iglesia.
Bonafós, a pesar de las ideas liberales y avanzadas de que hacía alarde, era privadamente un buen cristiano, y accedió fácilmente a los deseos de Rosa.
En el día y hora convenido, el alcalde y Rosa Llorens entraron con la mayor reserva y disimulo en la iglesia: abrieron el sagrario, y efectivamente, encontraron dentro, y en su ostensorio, la Hostia grande que había servido para la procesión del 15 de septiembre, y además, un copón con cuatro Hostias pequeñas, una de ellas partida en dos.
Rosa, con finísima perspicacia, había adivinado la causa de la angustia moral del buen señor Párroco Inmediatamente fue concertada la manera de salvar a aquel tesoro. El alcalde Bonafós quiso encargarse de guardar la Hostia grande con el ostensorio, porque decía: Yo también quiero mi parte de Dios. Rosa Lloréns envolvió respetuosamente las cuatro pequeñas Hostias en un purificador, y se las llevó a su casa.
El Santísimo Sacramento estaba ya al abrigo de toda profanación. Mas ¿de qué manera?
Muy contra la voluntad del alcalde y de la piadosa Rosa, aquellos divinos tesoros hubieron de permanecer escondidos. Dios nos libre de que los revolucionarios hubiesen tenido noticia de la existencia del Santísimo Sacramento en sus casas. La profanación hubiera sido inevitable y sus poseedores severísimamente castigados.
La Hostia grande con el ostensorio fue colocada dentro de un arca de madera, y así estuvo, en este humilde sagrario, desde el 7 de febrero de 1794 hasta el 9 de diciembre de 1800. En este tabernáculo, el Dios de la Eucaristía solamente podía recibir las visitas y las adoraciones de Juan Bonafós y de su cristiana esposa, que no dejaban pasar un solo día sin postrarse delante de aquella arca y sin ofrecer a su divino Huésped sus homenajes de amor y veneración. El mismo alcalde calmó también el ansia del señor párroco, que se había refugiado en Gerona (España), comunicándole que el Santísimo Sacramento estaba bien guardado y custodiado, fuera de todo peligro.
¿Y cuál fue la suerte de las cuatro pequeñas Hostias confiadas a la piedad de Rosa Llorens?
Cuando ésta llegó a su casa con tan rico presente habló con su madre de la mejor manera de guardar el divino Tesoro. Entre los varios utensilios que poseían, ninguno les pareció más digno y a propósito para guardar la divina Eucaristía que un frasco de cristal, y éste fue, durante la revolución, el tabernáculo y el palacio del Rey de los cielos y tierra. Más adelante, este frasco fue cubierto con una especie de conopeo de seda.
Faltaba, con todo, encontrar un lugar a propósito donde colocar ese copón improvisado, y a falta de un sagrario mejor, escogieron un armario abierto dentro de la pared, lo arreglaron y adornaron convenientemente y trasladaron a él el frasco con las cuatro Hostias y el purificador.
Vuestra habitación, ¡oh Señor!, es sencilla y humildísima, pero no os faltarán las adoraciones de esta cristiana y piadosísima familia y las invisibles de los ángeles del cielo, que rodean vuestro tabernáculo, donde esté.
Para que el Dios Eucaristía no echase de menos, en la medida de lo posible el sagrario de la iglesia, aquellas buenas mujeres colgaron delante del armario una lamparilla que hiciese incesantemente compañía al Dios del Amor.
Por razones facilísimas de entender, fueron muy pocas las personas que tuvieron noticia de la existencia del Sacramento en casa de Juan Bonafós. No ocurrió lo mismo en la de Rosa Llorens, la cual, recomendando
la más impenetrable reserva, comunicó el secreto a algunas personas piadosas del pueblo y fueron éstas las que se constituyeron en guardias de honor del Santísimo Sacramento.
He aquí algunas de las estratagemas de que echaron mano para poder visitar al divino Prisionero de amor, sin llamar la atención de nadie. Al entrar las mujeres en casa de Rosa Llorens, le preguntaban si tenía un poco de fuego, una brizna de perejil o bien alguna otra cosa referente a la comida y los hombres preguntaban por cualquier herramienta de trabajo. Si la respuesta era afirmativa, era señal de que podían entrar a visitar a Nuestro Señor, sin ningún temor. Si la respuesta era negativa, era señal de que existía algún peligro, y entonces renunciaban a sus piadosos deseos.
Todos los años, el día de Jueves Santo, aquellas piadosas almas organizaban solemnes homenajes a su Dios Eucaristía. Con este objeto, arreglaban un altarcito con profusión de flores y de luces, y pasaban largos ratos en fervorosísima y devota adoración. Finalmente, con velas encendidas, todos los concursantes recorrían en devota procesión la pequeña sala donde se hospedaba el divino Sacramento.
A pesar de éstas y otras muchas precauciones, fue imposible evitar que se entreviera algo de lo que ocurría en aquella casa. Más de una vez, la familia Llorens estuvo a punto de que le hiciesen un registro domiciliario. Fue éste, en cierta ocasión, tan inminente, que, sorprendidos por la noticia, corrieron a esconder su divino Tesoro dentro de un saco de harina. En otras dos ocasiones, la familia Llorens se vio en el trance de tener que confiar la guarda del Sacramento a una virtuosísima viuda, llamada Ana Duchamp, la cual, una vez pasado el peligro, devolvió el sagrado depósito a los primeros guardadores.
Un día, uno de los revolucionarios de Pézilla, llamado Godail, intrigado por ciertos indicios, quiso averiguar el misterio en que vivía envuelta aquella, familia. Ya de noche, se encaramó al tejado de la casa Lloréns, y acercándose al orificio de la chimenea, que daba precisamente a la habitación donde se guardaban las sagradas Hostias, oyó perfectamente toda la conversación de la familia, la cual, como de costumbre, versaba sobre el inestimable Tesoro. Según todas las previsiones humanas, aquella familia estaba perdida. Pero Dios vela por los suyos, pues ocurrió que, habiendo encontrado Godail, pocos días después a Rosa Llorens, le dijo estas palabras: Sé con certeza que guardáis en vuestra casa las sagradas Hostias, pero os juro que no lo diré a nadie.
Finalmente, después de siete años de tempestad, el horizonte de la Iglesia de Francia se serenó y volvió a lucir un sol espléndido, el sol de la libertad religiosa. Las iglesias se abrieron nuevamente al culto, los sacerdotes volvieron del destierro, y la vida religiosa comenzó, otra vez, en las parroquias. Ocurría esto en 1800. El primer sacerdote que entró en Pézilla, después de la revolución, fue el reverendo Honorato Siuroles, vicario de la parroquia. Su primera diligencia fue hacerse cargo de las sagradas Hostias Con este fin, el 5 de diciembre del mencionado año 1800, se presentó en casa de la familia Llorens, para examinar las sagradas Especies y devolverlas al sagrario de la iglesia. Mas, ¡oh prodigio! al abrir el armario y quedar visibles las sagradas Hostias, vieron todos los presentes, con inefable estupefacción, que el frasco, antes sencillo y sin ningún adorno, estaba todo dorado, a manera de granitos de oro introducidos en el cristal.
¿No era este prodigio una demostración divina y sobrenatural del agradecimiento que el Dios del Sagrario sentía por aquella familia, que tan de buen grado y tan piadosamente le había acogido durante aquellos siete años de proscripción y de destierro del sagrario de la iglesia?
Porque el dorado del frasco es algo que no explica la ciencia. En diferentes ocasiones ha sido examinado por entendidos en la materia, y nunca se ha encontrado una explicación satisfactoria. Por otra parte, la ejecución de aquel dorado es tan perfecta, que los más hábiles doradores no se atreverían a hacer otra igual. El frasco así dorado, con las cuatro Hostias y el purificador, fue trasladado al sagrario de la iglesia parroquial.
El 9 de diciembre del mismo año de 1800, habiendo regresado de su destierro el párroco Jaime Perone, se procedió al traslado de la Hostia grande con el ostensorio, que durante siete años, había sido guardada en la casa del señor alcalde.
Fue aquel día de gran fiesta para todo el pueblo de Pézilla. Con el retorno de su Dios al sagrario de la iglesia, celebraba también el retorno de su amado pastor, y un aire de misterio y de sobrenaturalismo penetraba todos los corazones, porque, ¿no era acaso, un milagro evidentísimo, la conservación de las especies sacramentales durante siete años? ¿No lo era, y tal vez mayor, el dorado milagroso del frasco? ¿Y no había sido también una especial providencia de Dios la tranquilidad que, durante siete años de revolución, disfrutó la villa de Pézilla, en medio de las convulsiones que agitaron toda Francia?
Hace más de doscientos años que las sagradas Hostias de Pézilla fueron devueltas al sagrario de la iglesia parroquial. Colocadas en una custodia construida ex profeso, con cinco viriles uno en el centro, para la Hostia grande, y cuatro pequeños, a los lados, para las Hostias pequeñas , conservan todavía la misma incorruptibilidad, la misma blancura y consistencia del primer día.
La manera providencial como fueron guardadas durante los años de la Revolución Francesa, y más aún, el milagro perpetuo y constante de su incorruptibilidad, después de mucho más de una centuria, han hecho que el pueblo cristiano haya visto en estas sagradas Hostias una demostración manifiesta del poder y bondad del Dios de la Eucaristía. Desde entonces, la devoción a las sagradas Hostias de Pézilla de la Rivière ha ido creciendo extraordinariamente. En homenaje al Dios de la Eucaristía, se ha levantado en Pézilla un suntuosísimo templo de estilo románico, donde se guardan y reciben una continua adoración las cinco Hostias y el frasco dorado. Este templo fue bendecido e inaugurado por el señor Obispo de Perpiñán, el día 30 de abril de 1893.
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